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Capítulo 9

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DESCONFIANZA

A pesar de su adinerada y acomodada existencia, la vida le había dado a Bosco suficientes lecciones como para desconfiar de las casualidades. De hecho, estaba plenamente convencido de que no existían. En la recién aparecida familia de Luna, en el trágico asesinato en un barrio de mala muerte de su tío y en el allanamiento producido un día antes en el apartamento de la joven, algo no encajaba. Bosco no se había convertido en quien era sin tener todo bajo control y sin conocer cada movimiento que se daba a su alrededor. Y ahora, esa necesidad implicaba también a la mujer de la que se había enamorado.

Hacía ya años que de la seguridad de sus empresas y viviendas se encargaba uno de sus mejores amigos, Nacho Rullatis. Era este un exmilitar, exlegionario, que había estado en Operaciones Especiales en Bosnia, Irak y Afganistán, experto en informática y artes marciales, con excelente puntería tanto en pistola como en arma de larga distancia, que había montado una de las compañías punteras en servicios de investigación privada, seguridad y prevención del país. Su padre era todavía, porque así lo quería a pesar del ascenso social y económico de su hijo, el jardinero de la casa de la madre de Bosco. Al señor Rullatis, le gustaba su trabajo, le encantaban las plantas y las flores y además no sabía hacer otra cosa desde que había sido contratado, más de treinta años atrás, a su llegada a España, procedente de una Italia que para él, recién viudo, era un recordatorio doloroso de su amada esposa y la mafia siciliana, de la que había salido huyendo con su único hijo recién nacido.

La amistad entre el hijo del jardinero y los dueños de la casa fue el lógico resultado de la convivencia en el mismo hogar de dos chiquillos de edad similar con ganas de jugar y compartir aventuras. Para Bosco, Nacho era el hermano que no había tenido. Con más de metro noventa de estatura, ancho de hombros, gesto sombrío, frecuentemente necesitado de desgastar el exceso de energía, incapaz de decir que no a una buena pelea, socarrón y siempre satisfecho consigo mismo, se compenetró totalmente con la mente más meditabunda de Bosco, su manera de evaluar y considerar los pros y los contras y sus ansias de demostrar algo al mundo y a sí mismo. Juntos se habían considerado indestructibles y desde que se conocieron habían sido como hermanos el uno para el otro.

Tras dejar a Luna, que insistía en volver a la agencia a seguir con su rutina, todo lo confortada que pudo y aceptando que el trabajo la ayudaría a distraerse, Bosco no dudó en llamar a su amigo de la infancia para pedirle su opinión. Después de todo, pensaba sonriendo el empresario, tendría que ir hablando a sus amistades de su futura mujer.

Rullatis, con la confianza que da un pasado juntos, silbó al enterarse de todo:

—Esto solo puede pasarte a ti, Bosco. Crees haber encontrado una gatita callejera y resulta que terminas con una descendiente directa de los Fernández de Oviedo.

Bosco sonrió al escucharle. Su «gatita callejera» no se había sentido impresionada en lo más mínimo por el fortunón que iba a heredar, sino por el hecho de que su desaparecido padre la había estado buscando. Eso era para Bosco más importante que sus orígenes o sus posesiones.

—¿El nombre del camello que allanó el apartamento de Luna?

—Un tal Félix Rojas, si no me falla la memoria. En cualquier caso, está su ficha en el informe policial, ¿podrás acceder a él?

—Sin problemas. Te llamaré a lo largo del día con lo que tenga —y luego, solo por fastidiar, añadió: —y si está muy buena a lo mejor entro en competición por ella.

—Ni lo intentes, es mía.

Nacho silbó.

—Sí que te ha dado fuerte.

Bosco se encogió de hombros. No podía negarlo. Le había dado fuerte y no pensaba hacer nada para evitarlo además.

—Consígueme eso y deja de molestarme. —Y le colgó sin más.

En un sucio cuarto de pensión en una callejuela del Madrid antiguo, la persona que había matado a Roberto Fernández de Oviedo miraba con asco a su alrededor y al yonqui tembloroso que lo saludó con respeto y temor. Al fijarse en las sábanas arrugadas y de color ambiguo, así como en las paredes con desconchones y goteras, procuró hacer caso omiso del penetrante olor a sudor y orín que le daba ganas de vomitar.

—Todavía no entiendo por qué lo has matado —negaba Rojas con su temblorosa cabeza, dando más ímpetu a su incredulidad.

—Tú no tienes que entender nada. Tú hiciste tu trabajo. ¿Cobraste por él?

—No. Solo la primera parte.

—Tampoco cumpliste con lo prometido. La chica sigue viva.

—Sí, y yo tengo a la poli pisándome los talones. No he podido salir a por mi dosis por miedo a que me vean. Voy a tener que estar escondido hasta que pasen unos días.

—Lo de tu dosis te lo puedo arreglar. Pero antes necesito un último favor —le dijo, mirando con desprecio el esperanzado rostro del drogata al oír hablar del premio que le esperaba.

—Lo que quieras, ya lo sabes.

—Sujeta esto unos minutos.

Se divirtió sobremanera al ver su rostro de horror y comprensión cuando le enseñó el cuchillo. Sabía que podía haber tenido problemas, que Rojas se podría haber negado o haberse rebelado y, sin embargo, fue todo facilísimo. Al principio había llorado y suplicado. Sí. Había sido patético escuchar sus objeciones. «No puedo permitirme que me endilguen otro cadáver». «Si no tienen el arma, ¿pa qué dejar ahí las huellas?». «Si a ti no te han fichao, qué más da que cojan huellas…».

Bla, bla, bla. ¿Para qué tenía que molestarse en pensar esa basura andante? Al menos, no había pensado lo suficiente, porque de lo contrario habría salido de allí a todo correr y se habría perdido de su vista –no solo de la policía– durante una larguísima temporada.

Había bastado con enseñarle su deseada dosis y no había dudado en tocar el cuchillo con el que había muerto Roberto y cogerlo entre sus manos. Era repulsivo. Aunque le había venido de perlas que lo hiciera, no podía sentir respeto por hombres que se vendían por tan poco.

Un hombre así ya no era hombre. Se convenció de que había hecho una acción humanitaria al colaborar en sacarlo del mundo. A fin de cuentas, su propia debilidad había sido la encargada de matarlo.

No tuvo remordimientos por dejarlo allí, chutándose la que sabía sería su última dosis mientras dos moscas lo sobrevolaban. Había cumplido su objetivo y todo el tiempo de más que pasase allí podía ser peligroso.

Rojas era completamente prescindible y una indiscreción por su parte podría costarle muy cara. Era absurdo arriesgarse a mantenerlo con vida sabiendo que la policía lo tenía en el punto de mira. Ese tipo de desechos humanos no necesitan más que una ligera presión para delatar hasta a su madre vendiéndose por sus debilidades.

Y además, no interesaba para nada dejar ese cabo suelto y sí dar carpetazo del todo a aquel tedioso asunto.

Salió de allí con las gafas de sol puestas, acallando a su conciencia con la excusa de que Rojas se estaba matando él solo y confiando en que nadie se hubiera fijado en su persona. Al fin y al cabo, solo era una más de las muchas que entraban y salían de aquella asquerosa pensión.

Luna llegó a casa esperando encontrarse con su hermano para darle las noticias. Le había llamado un par de veces desde la agencia y, al no haber obtenido respuesta por parte de Fidel, le había dejado un mensaje en el contestador del piso con la esperanza de que, si su hermano estaba, como ella creía, tumbado en el sofá haciendo zapping, la escuchara.

Se dijo que no se sentía decepcionada cuando al entrar en su apartamento lo encontró vacío. Después de todo, llevaba sola el tiempo suficiente como para haber aprendido a interiorizar todo lo que le pasaba y sus sentimientos sin necesidad de compartirlos con nadie.

Vio un post-it de Fidel en la puerta del microondas: Me voy unos días a Collado a casa de unos amigos. Ya volveré. Luna suspiró. ¿Por qué se había imaginado que hablarían los dos alrededor de una pizza hasta las tantas de la mañana comentando alegremente sus recién descubiertas raíces?

Se sentía frustrada. Tenía tantas ganas de hablar con alguien que la quisiera de lo que se acababa de enterar. Una buena conversación le ayudaría a asimilar todo lo que había aprendiendo sobre su padre, le facilitaría digerir lo que para ella era un auténtico bombazo: su padre la había buscado, incansablemente, sin abandonar jamás.

Inmediatamente pensó en Bosco. Deseó llamarlo. Pero ¿qué decirle? Seguro que él tenía montones de cosas que hacer. Si su trabajo, con todas las responsabilidades que conllevaba, no era suficiente, él tenía una vida aparte, no como ella. Bosco tenía familia, amigos, amigas y seguro que cientos de compromisos sociales. Sin embargo, mientras se decía eso descolgaba ya el teléfono en la mesilla auxiliar. Total, solo le iba a preguntar si estaba libre, se dijo. A lo mejor justo ese día no tenía ningún plan. Sería una estupidez que estuvieran los dos sin verse solo porque ella no hubiera llamado.

Se quedó sin habla cuando escuchó la agradable voz de una secretaria al otro lado de la línea. Titubeó como si fuera tonta y después de darse un cachete mental consiguió preguntar por Bosco.

—Ahora mismo está en una reunión, pero si quiere dejar algún recado…

Luna dudó, pero finalmente tan solo dijo su nombre y aclaró que no llamaba para nada importante. Casi suspiró aliviada cuando colgó.

Había quedado evidente para Luna que no estaba preparada para alguien como Bosco, pues era incapaz de enfrentarse a una secretaria, por muy amable que esta fuera, al llamarlo al móvil.

Se secó las palmas de sus sudorosas manos en el pantalón y decidió olvidarse de todo. Se sentía incapaz de asimilar nada. Tenía un lienzo preparado desde hacía unos días. La pintura era su medio de huir de la realidad, pero también le ayudaba a pensar y a enfrentarla cuando hacía falta y esperaba que ahora también le echase una mano a su inquieta mente y a sus desordenados sentimientos. Sin una idea muy clara de lo que iba a pintar, se puso su viejo blusón, que olía a trementina y ostentaba manchas de distintos colores, y se encaró con el lienzo en blanco. Después de un rato jugueteando con los distintos óleos, haciendo mezclas y probando en un margen de su variada paleta, se dejó llevar. Pasaron algo más de dos horas hasta que el rostro de un hombre apareció ante ella. Era un hombre desconocido. ¿Era así como se imaginaba a su fallecido padre? Conseguiría fotos, se prometió. Poder contemplarlo, era muy importante para alguien tan visual como ella. Imaginarlo con vida, preocupado por ella, capaz de amarla y de aceptarla sin juzgarla, le producía un placer casi doloroso. Necesitaba mucha más información de la que tenía ahora mismo. Quizás, al ver una imagen de él, descubriría que había heredado algunos de sus rasgos y que guardaban parecido. ¿Quién sabía?

Esa idea la llevó a pensar qué más tenía de él y se lamentó al caer en la cuenta de que probablemente nunca lo descubriría. No solo era que él ya no estuviera, es que no estaban los dos familiares más cercanos.

Mientras continuaba pintando, el rostro de Bosco cobró forma ante ella. Era un rostro hermoso, fuerte, varonil e inmensamente guapo. Sus huesos grandes, altivos, emanaban arrogancia y seguridad, y sus labios y su mirada le hablaban a Luna de sensualidad, de poder, de deseo y determinación.

Luna recibió el amanecer con el pincel en una mano y la paleta de colores en la otra. El retrato de Bosco recibía sus últimos trazos y los rasgos del hombre se terminaron de perfilar con maestría. Examinando la obra al rematarla fue cuando se dio cuenta de que estaba enamorada.

La realidad de este sentimiento la sobrecogió hasta el punto de asustarla. ¡Dios mío! ¿Qué había hecho?

Bosco había despertado en ella una serie de deseos y anhelos, de necesidades, que no se veía capaz de afrontar. Por no hablar del sufrimiento que, indefectiblemente, toda relación trae consigo y que ella, lo sabía, no era lo suficientemente fuerte para combatir.

Allí parada ante el semblante del hombre que había pintado de memoria, supo con certeza que, si se dejaba llevar por el deseo tan fuerte de amar a ese hombre y, lo que era peor, de sentirse amada por él, cuando él se cansase de ella, cuando Bosco decidiera empezar con otra mujer, ella se moriría de pena.

El sonido del despertador, recordándole que debía ponerse en marcha, vino acompañado con el propósito firme de no dejarse herir, de mantener sus murallas bien alzadas y firmes.

Una amistad a lo sumo, se dijo a sí misma, durase el tiempo que durase.

Bosco lamentó no haberse enterado de la llamada de Luna hasta que terminó la reunión, rozando la medianoche. Había despedido a su secretaria hacia las nueve de la noche, después de que dispusiera la cena que habían encargado para tomar allí mismo, y no fue hasta que pasó por su despacho, antes de abandonar el edificio, que leyó la nota con la llamada recibida. Se maldijo a sí mismo por no haber avisado a María del Carmen de que las llamadas de Luna tenían el rango de «preferentes», por encima incluso de las de su madre y hermanas. Pero ¿cómo se iba a imaginar que algún día llamaría ella? Sabía, porque confiaba en María del Carmen desde hacía muchos años, que la llamada de Luna no encerraba ninguna urgencia, pero precisamente por eso la llamada adquiría mayor importancia para él. Era el primer paso que Luna daba hacia él y deploraba enormemente no haberse enterado siquiera.

Intuía que Luna no había podido contar con Fidel para comentar los asuntos del día y sintió un placer impensable, teniendo en cuenta que había sido un segundo plato, al darse cuenta de que ella lo había necesitado a él, aunque solo fuera un poco.

Bosco sabía que era una niñería, algo infantil, pero guardó el post-it entre las páginas de su agenda de piel, y no se avergonzó ni un ápice de la tonta sonrisita que le vistió la cara hasta que se durmió.

E-Pack autores españoles 2 octubre 2021

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