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Capítulo 10

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AMBICIÓN

María Ángeles Vamazo llamó a Luna al trabajo. Su voz era pura cortesía y educación al presentarse como la consejera delegada de Ovides, el grupo empresarial que habían creado los tres fallecidos Fernández de Oviedo. Según María Ángeles le explicó a Luna, tras saber que la joven era la heredera y, por tanto, futura presidenta del accionariado, era su obligación ponerse en contacto con ella para informarle de sus nuevas obligaciones. De una forma educada pero inflexible, a la que Luna no pudo negarse, María Ángeles citó a la publicista a comer para poder irse conociendo y poner a Luna al corriente de una serie de decisiones que deberían tomarse a favor de la empresa en el plazo de un mes.

Por un momento, Luna dudó de las intenciones de la consejera; por otro, la curiosidad de conocer a alguien que había trabajado codo con codo con su abuelo, que quizá había conocido a su padre, la tentó a aceptar. Por último, ¿cómo podía negarse a alguien tan encantador? Así que, a pesar de que se sentía como pez fuera del agua en el ámbito económico, de que todavía no había podido aceptar el hecho de ser una gran heredera y de que, además, no tenía ganas de hacer frente a ese tipo de asuntos sin haber podido asimilar todavía los recientes conocimientos sobre su familia, ambas mujeres quedaron en encontrarse en un restaurante cercano, a mediodía.

Cuando Bosco pudo llamar aquella mañana a Luna al trabajo con la intención de invitarla a comer, se encontró con que le pasaron con Elvira. El empresario sabía que, antes o después, tendría que dar explicaciones a la mujer de su amigo, pero no se imaginaba que la impaciencia de la recién casada fuera tan inminente. ¿No acababa de llegar de su viaje de novios? ¿No se suponía que tendría que haberse quedado en casa, plácidamente satisfecha en la cama, sin fuerzas para ir a trabajar? ¿No debía requerirle toda su atención poner en orden los asuntos de su agencia en lugar de dedicarse a los asuntos personales de sus empleados?

Aceptando lo inevitable con un suspiro y una maldición, se puso cómodo en la butaca de su despacho mientras con un ademán hacía salir a su secretaria.

—¿Bosco? ¡Qué alegría oírte! Me han avisado de que llamabas preguntando por Luna, de hecho, dejé orden expresa de que lo hicieran. ¿Cómo estás? —sin embargo, antes de que su interpelado le contestara, ella prosiguió—: Ya he visto que te estás metiendo a Luna en el bolsillo… pero es que esta chica no suelta prenda, y me preocupa. Cuando me ha pedido salir hoy un poco antes pensaba que iba a salir a comer contigo, después de todo, en los dos años que lleva trabajando aquí nunca me ha pedido permiso para nada… A lo que iba. Se la nota muy feliz, Bosco, y estoy convencida de que es gracias a ti.

Después de escuchar tan larga diatriba, por primera vez en su vida, Bosco se quedó sin palabras.

—¿Lo dices en serio?

—Mira, no sé por qué Luna me encantó desde el primer día que llegó. Es una pura contradicción: va de estar de vuelta por la vida y en el fondo de sus ojos se la ve absolutamente vulnerable… Siempre se ha mantenido a una comedida distancia de todos los demás. Dos del departamento de contabilidad andaban loquitos por ella y el fotógrafo estuvo tratando durante más de tres meses que Luna quedara con él una sola vez y no hubo manera… Y sin embargo, no ha habido favor que se le pidiera que no hiciera, incluso aunque eso supusiera sacrificar su tiempo libre o su criterio.

—No hay duda de que estás al tanto de lo que ocurre en tu oficina —bromeó Bosco.

—Sí. Es fácil cuando solo se tienen una treintena de empleados. Supongo que para ti es más difícil con la magnitud de tu imperio —replicó ella mordaz, sin dar síntomas de sentirse ofendida y provocando la carcajada de Bosco—. Pero, a lo que iba, si no ha salido contigo, ¿quién es esa María Ángeles Vamazo que la ha llamado?

El nombre enseguida le sonó a Bosco, que, con su excelente memoria, tardó menos de un segundo en ubicarla en la dirección de Ovides. Después de todo, el Madrid de las grandes empresas escondía muy pocos desconocidos. Vamazo debía rondar los cincuenta y, para ser mujer, estaba bastante bien considerada en el mundillo. Preguntaría sin falta a Nacho Rullatis, sin duda él sabría de ella algo más que lo superficial. Y si había cualquier dato que Bosco debiera conocer sobre ella, tenía plena confianza en Nacho para encontrarlo. No en vano casi todos sus empleados habían pasado antes el filtro de la inspección del antiguo legionario para entrar a formar parte de su plantilla.

Sin embargo, Bosco era consciente de que Elvira no se iba a dar por satisfecha solo con esperar, así que le adelantó algo, contándole por encima que Luna había heredado y Vamazo estaba al mando de los negocios de su difunto abuelo.

—Pues no es muy normal que la llame para comer. Lo lógico es que la cite en la empresa, ¿no te parece?

Como Bosco estaba de acuerdo y tendía a desconfiar, no pudo negarlo. Así que cambió de tema:

—¿París estuvo bien?

La pareja había pasado unos días en la capital francesa a la espera de poderse tomar una vacaciones en condiciones, cuando emprenderían su viaje de novios con una organizada gira por Estados Unidos. Bosco escuchó a Elvira parlotear sobre Maxim y unos artistas galos y, de repente, recordó que estaba en manos de Elvira hacerle otro favor a Luna.

—Juan me comentó que estabas preparando una cena en vuestra casa.

—Este viernes, no, el siguiente. ¿Vendrás, no?

—Sí, pero quiero llevar a Luna.

—Contaba con ello. Imagino que luego tocará una comida con tu madre y tus hermanas.

Bosco se rio. A Elvira nadie se la daba con queso.

—Lo cierto es que a mi madre ya le he hablado de ella y está deseando conocerla. Si después de conocer a mi madre, Luna sigue empeñada en no casarse conmigo, no me quedarán más cartuchos que tirar. Ella es mi mejor baza.

—¿Le has pedido que se case contigo? —Elvira casi se cae de su asiento con ruedecillas, que se desplazó peligrosamente lejos de sus posaderas—. A lo mejor estás yendo demasiado rápido con ella.

—Para Luna, cualquier cosa es ir a velocidad de carreras. No está acostumbrada a este tipo de cosas —contestó Bosco tajante y seguro. —Y no, no le he pedido que se case. Me diría que no. No voy a pedírselo hasta estar seguro que me dirá que sí.

—Le diré lo de la cena para que se sienta más cómoda e integrada —le prometió la dueña de la agencia, pensando con satisfacción en el alboroto que provocaría en su pequeño mundo, y en toda España en realidad, el hecho de que el famoso y multimillonario Bosco Joveller hubiera por fin caído en las garras de una mujer y de cabeza en el matrimonio—. Ha sido un placer hablar este ratillo contigo.

—Lo mismo digo. —Y, cuando colgó, se dio cuenta de que no era una mera frase hecha.

No sabía qué esperaba Luna encontrarse cuando llegó al restaurante, pero María Ángeles Vamazo, con su sobrio traje chaqueta, su pelo perfectamente arreglado, su maletín de piel y sus zapatos de tacón de aguja, no era lo que tenía en mente. La mujer llevaba el pelo teñido en un suave rubio con ligera apariencia de natural. A pesar del desconocimiento por parte de Luna del mundo empresarial, no se podía imaginar otra persona que aparentase con más perfección la pulcritud, la eficiencia, la seguridad en sí misma, la profesionalidad y la capacidad para afrontar todo lo que se le pusiera por delante. Sin embargo, la sonrisa de Vamazo y su fingida simpatía no podían ocultar un deje de dureza que Luna supuso era necesaria para sobrevivir en el descarnado mundo de las finanzas.

Durante la primera media hora que pasaron juntas, en un tono general de cordialidad, la conversación giró en torno a la familia Fernández de Oviedo y los tres hombres fallecidos, a los que María Ángeles alabó y de los que comentó anécdotas vanas, casi todas relacionadas con el trabajo. Y mientras María Ángeles hablaba, Luna se sintió evaluada, y la expresión hermética de su interlocutora le impedía saber si aprobaba o no el examen. También se dio cuenta de que la consejera había obtenido, no sabía de dónde, bastante información sobre su vida, sus estudios y su orfandad, y se sentía en franca desventaja, pues nunca antes había oído hablar ni a favor ni en contra de su interlocutora.

Cuando Luna estaba tratando de dar un giro a la entrevista que le permitiera a ella conocer algo de María Ángeles, esta dio un ágil salto para concretarse en el negocio, por lo que a Luna no le cupo duda que toda la conversación educadamente sostenida hasta entonces había tenido lugar simplemente para abrir boca. En cuanto se centraron en el tema Ovides, aquella desconocida, de dudosa amabilidad, se convirtió ante los ojos de Luna en una mente brillante y una cabeza apasionada.

En términos cristalinos, la consejera delegada dejó evidente para Luna que, ante los fallecimientos de su padre, tío y abuelo, la cabeza visible de gran parte de la empresa era la heredera y, por tanto, la destinada a tomar las decisiones pertinentes. Además, instigó a la joven a firmar, lo antes posible, una delegación de poderes a nombre de María Ángeles, para poder subsanar cualquier falta de gobierno actual en la empresa. Según aseguraba la experta, el momento delicado que sacudía a Ovides imponía una actuación firme y rápida y Vamazo se apresuró a dramatizar con el fin de concienciar a la sucesora tanto de su sincera preocupación como de la prisa que les urgía. Por su parte, Luna necesitó de toda la diplomacia de la que fue capaz para coger el documento de la delegación de poderes y guardárselo en el bolso sin llegar a firmarlo. Vamazo, que se desesperó al comprobar que no se había salido con la suya, requirió de toda su capacidad de contención para no arañar la hermosa cara de Luna y obligarla a firmar a la fuerza.

—Tan solo quiero leerlo tranquilamente. Ha sido todo tan precipitado… —le aseguraba Luna en un intento por suavizar la tensión.

—No quiero insistir en que es necesario que la empresa tome inmediatamente algunas decisiones desde la junta directiva, y perdona si te incomodo, Luna, pero con tu escasa experiencia en este ámbito, no creo que una lectura en tu casa te aclare mucho más las cosas —el tono de Vamazo revelaba un leve enfado.

Luna no supo qué demonio le picó a decir aquello, quizá se debió a que quiso demostrarle a aquella entrometida mujer que la miraba con desdén que no sabía todo sobre ella, quizá se debió a que quiso demostrarse a sí misma de algún modo que sí confiaba en su naciente amistad con Bosco, el caso es que no pudo evitar decir:

—En realidad, me gustaría hablar de todo esto con un amigo que también tiene su propio negocio.

La cara de María Ángeles, de complacencia y superioridad al pensar que Luna se refería a cualquier dueño de una pequeña empresa de tercera categoría, no tuvo precio para Luna.

—¿Y a qué se dedica ese amigo tuyo? ¿Qué negocio tiene?

—Bueno, no estoy segura porque, según tengo entendido, se dedica a varios sectores.

María Ángeles arqueó una de sus depiladas cejas:

—¿En serio? ¿Y quién es? A lo mejor lo conozco de algo. Después de todo, los que nos dedicamos a esto hemos oído hablar unos de otros.

—Oh, ya lo creo que sí, y además mi amigo es bastante conocido en general. Se llama Bosco, Bosco Joveller, ¿sabes a quién me refiero?

El alivio que sintió Bosco cuando oyó a su secretaria decir que tenía a Luna en la línea dos le habría hecho darse cuenta de que estaba loco por ella, si no lo hubiera sabido ya.

—¿Cómo está mi chica? —le dio un malsano golpe de placer escuchar como ella balbuceaba al otro lado del aparato, pero todavía le gustó más saber que era la segunda vez que ella tomaba la iniciativa de llamarlo.

—Bien. ¿Te dijeron que te llamé anoche? —preguntó indecisa.

—Sí. Tuve una reunión que terminó tarde —dijo despreocupadamente, pues no quería dar la impresión de estar desesperado. «Y he estado lamentando todo el día no saber de ti o haberte llamado antes», pensó.

—He salido a comer fuera —le explicó, y le habló de María Ángeles Vamazo—. No es que no me fíe de ella, porque realmente no la conozco. A lo mejor, simplemente no hemos congeniado y no hay nada malo en lo de la delegación.

«Sí, claro», pensó Bosco, «y yo he nacido ayer».

—Bueno, espero que no te moleste, pero eres la única persona que conozco que sabe de estas cosas.

Bosco esperó al sentirla titubear.

—Si no te parece apropiado, se me está ocurriendo ahora que puedo contratar un abogado o algo así, ¿no?

—¿Quieres que me enfade? —le preguntó Bosco, que no quiso que esto último le amargara la alegría que le producía que ella acudiera a él y que confiara tanto en su criterio como en su persona.

—¡No! —aseguró Luna, y se dio un cachete mental. ¡Qué mal lo había expresado todo!

—Te paso a recoger a la salida del trabajo. Si yo no lo veo claro, también conozco a algunos buenos abogados.

—Muchas gracias. ¿Seguro que no te rompo ningún plan?

—Lo bueno de ser el jefe, Luna, es que uno puede hacer pellas a pesar de que a los demás no les parezca bien.

—Entonces nos vemos luego —y Luna se dio cuenta de que estaba con una sonrisa más grande que su cara cuando colgó. Lo que se la quitó de un plumazo fue ver a la mitad de la oficina espiando con miraditas burlonas.

Ahora sabía por qué Roberto Fernández de Oviedo había cejado en su empeño de acabar con la vida de su recién descubierta sobrina. El ambicioso hijo de puta.

Bueno, no sería la primera vez que tenía que adaptar sus planes y cambiar su estrategia. En realidad, la vida era muy parecida a los mercados bursátiles: lo que hoy estaba en alza, al día siguiente carecía de importancia o simplemente era superado por otro acontecimiento mejor. Su trabajo consistía en no dejarse sorprender por ese tipo de fluctuaciones, tanto en la vida como en la economía.

Se daría unos días para estudiar los nuevos valores emergentes y, si encontraba que Leticia era prescindible, no le temblaría la mano para hacerla desaparecer.

Estaba demasiado cerca de conseguir sus objetivos como para andarse con escrúpulos de última hora. Ya había desviado su conciencia lo suficiente como para no importarle otro pecado más.

Toda su vida había ansiado lo que ahora tenía al alcance de su mano, y solo se interponía un pequeño estorbo sin importancia con cara de duende.

No quería acordarse de los años de pobreza, las habitaciones pequeñas y oscuras y el olor… Dicen que la memoria del olfato es la más fiel. No lo ponía en duda. No soportaba el hedor de la pobreza ni nada que se lo recordase ni de lejos.

Hacía tiempo de aquello, pero como que existía un Dios que nada en su vida –ni sus trajes, ni sus coches y viviendas, ni sus amistades– le recordarían, cuando todo esto acabase, de dónde venía.

E-Pack autores españoles 2 octubre 2021

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