Читать книгу E-Pack autores españoles 2 octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 11
Capítulo 5
ОглавлениеLA POLICÍA
Siguiendo las indicaciones de una Luna más relajada y aparentemente más resignada a aceptar su impuesta amistad, Bosco se encontró con que un coche de la policía le impedía acceder a la calle de la joven.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó desde su asiento a través de la ventanilla bajada.
—Todavía no tenemos toda la información —contestó el agente uniformado. Al inclinarse para contestar al conductor, sus ojos desprendieron un destello de reconocimiento, pues el de Bosco era uno de los rostros más famosos en España. El tono aburrido de su voz se tornó en respeto—: Al parecer ha habido un intento de robo en un bloque de apartamentos.
—¿No podemos pasar? Yo vivo ahí —preguntó Luna.
—¿En qué piso, señorita?
Cuando Luna se lo dijo, el agente la hizo dirigirse hacia su superior, que en aquel momento salía por el portal acompañado de Fidel. En cuanto vio a su hermano, Luna salió del coche chillando como una posesa.
—¡Fidel! ¡Fidel! ¿Qué ha pasado? —rodeándolo con sus brazos, protectora, a pesar de que su hermano fácilmente la doblaba en tamaño, increpó al policía vestido de paisano igual que haría una estirada profesora con un alumno rebelde—: Él no es ningún ladrón, ¡es mi hermano! No pueden detenerlo. Tiene todo el derecho del mundo a estar aquí.
Bosco había tardado menos de dos segundos en unirse a ella, por lo que no perdió detalle de la discusión.
—En eso estamos de acuerdo, señorita —le confirmó el policía.
—No me están deteniendo, Luna. Han entrado en tu apartamento.
Entonces Luna observó a Fidel a la luz de las farolas.
—¡Estás herido! ¡Y tus manos! —añadió horrorizada mientras se las cogía.
—Por eso acompaño a su hermano a la ambulancia que hemos pedido, para que le hagan las curas —le explicó el inspector con la calma adquirida tras años de enfrentarse a todo tipo de personas—. Entiendo que es usted la inquilina del piso. ¿Luna Álvarez?
—Sí, señor.
—Nos gustaría que, cuando pueda, suba a echar un vistazo para ver si falta algo en su casa, aunque estamos casi convencidos de que el intruso no llegó a llevarse nada antes de pelearse con su hermano.
—Pe-pero ¿qué es lo que ha pasado? ¿Fidel?
En pocas palabras, tanto Fidel como el policía pusieron a Luna al corriente de lo sucedido mientras los sanitarios curaban a su hermano y Bosco escuchaba en silencio. Un agente le dio al inspector un inmenso álbum de fotos que mostraron a Fidel y este, después de pasar las páginas sin parar de hablar, como si estuviera leyendo el periódico en una cafetería con los amiguetes, señaló los rostros revelados por dos de las imágenes.
—¿Tienen una identificación positiva? —Bosco habló por primera vez con el policía.
—Parece que sí —afirmó el inspector al comprobar que ambas fotografías pertenecían al mismo hombre en distintos momentos.
—¿Quién es? —su tono, exigente, no daba lugar a vacilaciones.
—Félix Rojas. Un yonqui. Está fichado por tráfico de drogas. Es un camello de tres al cuarto.
—¿Es habitual en él entrar a robar en domicilios?
Bosco tenía tal aire de autoridad al hacer las preguntas que al inspector ni siquiera se le pasó por la cabeza no contestarle.
—La verdad es que no, pero no sé. Tal vez sabía que ahí vivía una mujer sola. Por lo que el joven nos ha dicho —señaló a Fidel con la cabeza—, es la primera vez que duerme aquí… Quizá incluso pensara que, si ella no estaba, no habría nadie, y que podría encontrar algo que llevarse… Por ese motivo necesito que la señorita suba y compruebe si echa algo de menos. Todavía no sé qué pensar, pero no será difícil averiguarlo. Ya está cursada la orden de detención. Rojas será fácil de coger. No aguantará mucho tiempo escondido. Los de «narcos» sabrán dónde encontrarlo y siempre está lo suficientemente colgado como para no ser precavido. Antes de cuarenta y ocho horas podremos interrogarle. Mientras tanto —se dirigió a Luna—, ¿por qué no sube a echar un vistazo?
Bosco acompañó a Luna al piso.
—Puedes marcharte si quieres —le dijo ella, apurada por él, pues se dio cuenta por primera vez de lo avanzado de la hora.
Él decidió no enfadarse, después de todo, no los llevaría a ningún sitio y no era el mejor momento.
—Si fueras cualquiera de mis amigos, me quedaría y, como esta noche hemos hecho el pacto de empezar a serlo… me quedo.
—No quería ofenderte —le dijo a la vez que salían del ascensor—. Simplemente no quiero que te sientas obligado a estar aquí por un exceso de galantería.
Aquello hizo reír a Bosco.
—No hay nada, nada en este mundo, que me haga hacer algo que no quiero, y mucho menos una malentendida educación.
Luna le creyó y llegaron ante el umbral de su hogar.
La puerta había sido forzada y se veían algunos arañazos cerca del pomo y de la cerradura, pero Luna ignoraba sinceramente si los había hecho Fidel o el intruso.
En el interior, todo parecía en relativo orden (sin contar las sobras de la cena de Fidel sin recoger), excepto el dormitorio, donde los signos de lucha eran evidentes por la lámpara de noche caída y las sábanas de la cama, que habían sufrido un par de desgarrones. En la bajera se distinguían algunas manchas oscuras de sangre. Luna sintió que se le revolvía el estómago solo con pensar lo cerca que había estado su hermano de morir o resultar mucho más herido de lo que había sido. Detuvo el impulso de desvestir la cama y echarlo todo a lavar o a la basura pensando que tendría que darle permiso la policía para hacerlo.
Bosco andaba detrás de Luna, mirándolo todo.
El apartamento hablaba de su habitante en cada metro cuadrado: el suave color amarillo vainilla de las paredes del salón, el sofá barato con la tela encima graciosamente lazada a los lados, las lámparas de pie con la tenue iluminación, el sillón tapizado en un hogareño estampado de cuadros, las revistas, los libros, los tiestos de flores secas de distintos colores recogidos en un cesto de mimbre, la alfombra de algodón que daba una nota de color y ocultaba el feo suelo de gres, las cortinas, de un sencillo beige, recogidas con pasamanería bordada… todo ello gritaba «hogar» a pesar de su pequeñez y de sus muebles de saldo. Y Bosco sintió al verlo que se enamoraba de Luna. No podía explicar por qué, el hecho de que la joven se preocupase por crear un nido, a pesar de su soledad, le tocaba el corazón. Le hizo sentir ganas de darle, de protegerla y se negó a pensar, porque se le ponían los pelos de punta, en lo que hubiera pasado si, en vez de Fidel, hubiera sido Luna la que dormía en la cama una hora atrás.
Miró hacia la mujer.
Inclinada sobre un cuaderno, la dueña del piso pasaba las hojas buscando algo.
—¿Qué haces? —Se acercó a ella y le puso una mano protectora sobre los hombros.
—Busco el teléfono del seguro. Sé que tengo apuntado en algún lado el número de atención al cliente para las veinticuatro horas del día.
—Permíteme que me ocupe yo de todo —le dijo él al tiempo que colgaba el aparato—. Veniros Fidel y tú a dormir esta noche a mi casa. Mañana por la tarde todo esto estará arreglado. Confía en mí —dijo cuando Luna se giró para mirarlo y, como vio que ella dudaba, añadió—: ¿No quedamos en que íbamos a ser amigos?
Luna asintió. Después de todo, pasaban las cuatro de la mañana y se encontraba tan cansada que en ese momento no le importaba si alguien entraba y robaba todas sus cosas.
A Fidel, sin embargo, la adrenalina del momento del ataque no terminaba de abandonarlo. Habían estado a punto de matarlo. Y eso no solo no pasaba todos los días, sino que no le había pasado nunca. Si no fuera porque el yonqui había hecho demasiado ruido y él se había despertado… No quería imaginarlo.
Sentado con Luna encima, en el dos plazas de Bosco, Fidel no podía parar de parlotear sin cesar sobre lo sucedido, rememorando una y otra vez cada fase de la lucha, el interrogatorio policial, los comentarios del médico y los auxiliares al atenderle la herida… Le gustaban las exclamaciones de comprensión, sorpresa y horror que soltaba Luna cuando entraba en detalles. El único que parecía mantener la calma tras los acontecimientos era Bosco, que decidió hacerse cargo de la conversación, tanto para distraer a los dos jóvenes de lo pasado, como para conducirla a obtener información que le interesaba.
—No os parecéis en nada, tenéis distintos apellidos, ¿por qué decís que sois hermanos?
—Porque lo somos —la afirmación de Fidel fue categórica.
Aunque Luna era igual de terminante respecto a la relación con el único hermano que había tenido, no vio ninguna necesidad de no aclarar las cosas. A fin de cuentas, se dijo, Bosco iba a ser su amigo:
—Mi madre y el padre de Fidel vivieron juntos y estuvieron incluso a punto de casarse. Cuando el padre de Fidel murió, él se quedó a vivir con nosotras.
—¿Y dónde vives ahora? —quiso saber Bosco.
—En realidad, acabo de llegar. He estado en Estados Unidos, en Los Ángeles —las palabras no le cabían en la boca cuando miró al conductor del coche para comprobar si estaba debidamente impresionado. Hasta que se había marchado dos años atrás, nunca había puesto un pie en el extranjero y encima lo había pagado todo con su esfuerzo.
—¿Trabajando? —intentó Bosco averiguar qué se le habría perdido a aquel chico desgarbado en Estados Unidos.
—Algo así. —Una punzada de vergüenza le selló la boca. ¿Cómo podría impresionar a aquel hombre rico la venta en mercadillos, la música callejera pasando después la gorra y las noches durmiendo en la playa por no tener donde caerse muerto?
Bosco prefirió no insistir de momento y, ante el silencio, fue Luna la que preguntó ansiosa:
—¿Dónde está Diana?
—Lo hemos dejado. —Fidel hizo un gesto de indiferencia con los hombros, como si la ruptura hubiera sido de mutuo acuerdo, algo normal, y no tuviera el corazón todavía dolorido y, mucho más importante, el amor propio destrozado.
—Lo siento.
—No pasa nada.
—¿Qué planes tienes ahora? —quiso saber, sin estar segura de poder confiar en que él no volviera a marcharse.
—Todavía no lo sé. Mi principal objetivo era pasar unos días contigo. Te veo más guapa —le dijo, fijándose en el elegante vestido—. A juzgar por tu acompañante, creo que tu escalada social va progresando.
—¡Fidel! —le recriminó Luna angustiada y echó asustadizas miradas en dirección a Bosco que, muy caballeroso, fingió concentrarse en la conducción.
—¿Qué pasa? —la pinchó Fidel—. ¿Bosco no sabe aún que eres una rata de alcantarilla dispuesta a hacerte respetable?
—¡Ya soy respetable! —dijo Luna muy seria.
Entonces Bosco la miró. La joven había elevado la barbilla y, por su tono, Bosco dedujo que había orgullo, pero también reto.
—Aunque la mona se vista de seda… —dijo Fidel solo por picarla.
—No trato de engañar a nadie. No me visto de seda. —Aunque miró su vestido compungida—. Solo trato de ser como el resto de la gente.
—¡Eh! Era una broma —le dijo su hermano, sonriéndole y tocándole la nuca con los dedos para calmarla—. Nunca he entendido tu deseo de ser aceptada por el mundo, pero si eso es lo que quieres, estás completamente en tu derecho. Yo prefiero seguir viviendo sin normas, sin facturas, sin ataduras…
—Y aprovecharte de mi piso y mis facturas cuando te venga bien, ¿eh? —aunque Luna bromeaba, lo pensaba seriamente.
Pero Fidel no se caracterizaba por quedarse sin palabras:
—Si llego a saber que alguien me iba a intentar apuñalar, me hubiese quedado en un banco del parque del Retiro. Hubiera estado mucho más seguro.
El comentario les recordó a los tres los recientes acontecimientos, pero como en ese momento Bosco maniobraba para introducirse en un garaje de puerta blindada que se abrió con el mando a distancia, los hermanos se distrajeron observando.
El edificio era una torre de cemento y vidrio de diez alturas, ubicado en el paseo de la Castellana haciendo esquina con Raimundo Fernández Villaverde. El portal, que Luna recordó de la primera vez, con sus cristales oscurecidos y sus focos en el techo, silueteaba la elegante figura de un portero uniformado, que saludó a Bosco ceremonioso cuando el coche pasó a su lado.
El garaje se iluminó con las luces blancas de neón descubriendo distintos coches y motos, últimos modelos de las mejores marcas, impecablemente conservados, limpios y de brillantes colores. Como los expuestos en los concesionarios. Luna supuso que los vecinos de la comunidad de propietarios de Bosco serían tan ricos y selectos como él, ignorando que su anfitrión poseía el edificio al completo y era el único ocupante y dueño de todo lo que veían.
¿Qué demonios pintaba ella allí?, se preguntó la joven antes de bajarse del Mercedes. Echó un vistazo a Fidel, con sus vaqueros holgados, caídos hasta las caderas, las raídas zapatillas de deporte y la sudadera con una palmera y una playa pintadas y una leyenda en letras negras que rezaba I love the beach. ¿Qué pintaban ellos dos allí?
El piso de Bosco, al que llegaron en un ascensor de suelo alfombrado y paredes y techo de granito negro y blanco, se reveló en todo su esplendor.
A pesar de que Luna ya había estado allí, las circunstancias de la mañana en que se había levantado tan avergonzada habían impedido que se fijara absolutamente en nada. Ahora, la magnificencia de todo lo que la rodeaba la dejó anonada. La enorme lámpara de araña del vestíbulo, los brillantes suelos de parqué, las alfombras persas de sobrios dibujos, los jarrones chinos, los cuadros de pintores tan célebres como Kandinsky, Marc y –¡oh cielos, no podía ser!– Sorolla y Manet hicieron que pensara por un momento que estaba soñando.
Entre risas, Fidel puso un dedo bajo la barbilla de su hermana y le cerró la boca, que se le había quedado abierta sin darse cuenta.
—Si te descuidas vas a salivar, Lunita. ¿Necesitas un babero?
Automáticamente, Luna se ruborizó y echó un rápido vistazo a Bosco para comprobar si se había dado cuenta. Se asombró al cerciorarse de que él la miraba aparentemente complacido.
Su anfitrión los guió hasta sus respectivos dormitorios. Luna repitió cuarto con el que ya había usado en su primera noche allí y Fidel dormiría en el de la puerta de enfrente, al otro lado del pasillo. Era más pequeño que el de ella, pero decorado igualmente con impecable gusto en tonos verde seco. El mobiliario, compuesto de una enorme cama con cabecero y reposapiés y dos mesillas de noche a juego, así como un armario con espejo rectangular en una de sus puertas, con el mismo estilo de patas y molduras, era de madera de caoba maciza y, al preguntar Luna, Bosco declaró que había pertenecido a su fallecida abuela y él lo había conservado principalmente por el cariño que guardaba a la difunta. En esta habitación, un hermoso paisaje aragonés presidía una de las paredes. Aunque no lo reconoció a primera vista, al leer en la firma que había sido pintado por Virgilio Albiac, Luna recordó de sus años en la escuela de Bellas Artes al ya desaparecido artista. Se sintió impresionada por la cantidad de estilos y autores diferentes de los cuadros de la casa. Y todos ellos encajaban adecuadamente en los espacios en los que se les había destinado, lo cual le dijo a la joven que el dueño del piso no los había comprado porque sí, sino que demostraba su admiración por el arte, su respeto por los artistas y su acierto. Eso suponiendo, claro está, que el responsable no hubiera sido un decorador cualquiera. Pero cuando le preguntó, Bosco aseguró que nadie más que su madre lo había asesorado a la hora de amueblar el enorme piso.
Mientras Luna trataba de aceptar que había pasado una noche de resaca durmiendo con un Cézanne auténtico y que todo apuntaba a que volvería a hacerlo, Fidel se quejó de que no podría conciliar el sueño después de lo sucedido hacía tan solo una hora. Bosco, comprendiéndolo, se ofreció a hacerle compañía:
—¿Te gusta el cine, Fidel? —y al asentir él, le dijo—: Tengo una buena colección de DVDs —y dirigiéndose con él a lo que llamó el cuarto de estar, se despidió de Luna guiñándole un ojo—: Tú descansa, princesa, no tienes muy buena cara.
Más sorprendida que molesta, Luna se marchó al dormitorio y tardó menos de cinco minutos en prepararse para la cama. Mientras se ponía el camisón, iba pensando en lo fascinante que era que alguien como Bosco se hubiera fijado en ella. De mutuo acuerdo los dos habían decidido quedar como amigos, pero Luna se sentía deliciosamente halagada como mujer. ¿Cómo era posible que un hombre como él, que lo tenía todo, que reunía todo en su persona, se hubiera dignado a mirarla dos veces? ¿Y cómo podía ser que Luna Álvarez hubiera terminado otra vez durmiendo en su casa?
Como no quería dejarse llevar por sueños que sabía que nunca se cumplirían, decidió dedicarse a tratar de dormir. Al día siguiente debía regresar a su mundo práctico y sencillo, reparar la puerta de entrada de su apartamento, limpiar y poner en orden su casa y arreglárselas para compaginar su vida profesional en un despacho de publicidad de alto nivel con el inesperado regreso de su hermano y su sorprendente amistad con uno de los hombres más adinerados y deseados de España.
Y, a pesar de todas estas emociones, cuando cayó en brazos de Morfeo lo hizo profundamente.