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Capítulo 8

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EL NOTARIO

—¿Dígame?

Luna estaba preparada para salir por la puerta de su apartamento directa a su trabajo cuando el teléfono la interrumpió mientras estaba poniéndose el abrigo.

Una voz de mujer preguntó por ella.

—Sí, soy yo.

—La llamo de la notaría de don Ignacio Siblejas, de Madrid. Llevamos un par de semanas buscándola por todas partes.

—¿Qué ocurre? —preguntó Luna tan extrañada que no supo qué pensar. ¿La llamaban de una notaría? ¿A ella? Luna estaba segura de no haber pisado una notaría en su vida. Su madre no había hecho testamento y no habían tenido jamás posesiones que registrar…

—Verá —la mujer al otro lado de la línea titubeó—, es un asunto difícil de explicar por teléfono y al señor notario le gustaría hablar del tema personalmente con usted. ¿Hay alguna posibilidad de que le concierte una cita y usted venga a la notaría a hablar con él?

La naturaleza amable de Luna era como un acto reflejo en ella, así que accedió inmediatamente. Quedaron en que a la hora de comer, contando con las casi dos horas de tiempo libre de las que gozaba Luna en la agencia, la joven se acercaría por allí. Aunque la curiosidad picaba a la publicista, su mentalidad práctica le impidió estar dándole vueltas en la cabeza al asunto. Ya se enteraría, se tranquilizó a sí misma con la filosofía paciente con que había aceptado todo lo que la vida le deparaba, y le haría frente en su momento, fuera lo que fuese lo que sucedía. De hecho, ni siquiera pensó en contárselo a Bosco cuando este la localizó en el trabajo en una de sus ya habituales llamadas, y solo se lo dijo de pasada para explicarle por qué no podía aceptar su invitación de almorzar juntos.

—Déjame que te acompañe.

No había un ápice de súplica en su frase. Era una orden.

Luna no estaba acostumbrada a ir acompañada a los sitios, por lo que la petición le asombró. Por otro lado, no tenía nada que ocultar y Bosco sabía más o menos las líneas generales de su vida, así que no dudó en aceptar su compañía. Por una vez sería un alivio ir con alguien conocido a un asunto burocrático.

—¿Estás seguro de que no tienes nada mejor que hacer?

Bosco ni lo dudó, desechando de un plumazo las citas de su agenda para esa hora.

—Por supuesto que no.

Aunque quedaron en que él la recogería en el portal de la agencia, Luna no se podía esperar que Bosco aparecería con un Bentley Mulsanne (un automóvil más que sumar a los dos que ya le conocía) conducido por un chófer perfectamente uniformado. La joven se subió azorada al coche mientras trataba de hacerlo como si fuese algo con lo que hubiera convivido toda su vida. Bosco, caballeroso, fingió no darse cuenta de su inquietud y, para evitarle mayor intranquilidad, pulsando un botón levantó una pantalla separadora entre los asientos delanteros y posteriores, de forma que tuvieran mayor intimidad.

—A esta hora del día es imposible aparcar en la zona a la que vamos, así que he venido con Ángel para que pueda esperarnos.

Luna se preguntó si Bosco se estaba disculpando o justificando de algún modo la excentricidad de tener un chófer y, antes de que pudiera darse cuenta de su imprudencia, se lo estaba preguntando. Bosco decidió no enfadarse, sobre todo porque era absurdo que aquella mujer le hiciera sentirse tan inseguro de algunas cosas y hasta ridículo en otras. Además, cuanto más acceso le diera Luna a sus pensamientos, antes se conocerían el uno al otro y antes descubriría las dudas e inquietudes que ella tenía con respecto a él.

—Trato de explicarte por qué he aparecido a buscarte con Ángel. Pero ya que veo que el tema te interesa —continuó sin dejar que ella lo interrumpiera—, te diré que soy un firme creyente en dar trabajo a los demás, siempre que de esta manera me esté ayudando a mí a tener una vida más fácil. En mi casa hay empleados fijos dos cocineras, un mayordomo y al menos cuatro chicas para la limpieza. Tenemos siempre cuatro encargados de seguridad, que se intercambian en turnos de ocho horas con otros ocho guardias para poder descansar, así como el puesto del portero, que se cubre también en tres turnos con tres empleados distintos. Ángel es mi chófer habitual, pero el marido de una de las mujeres de la limpieza también está disponible mientras realiza labores de mantenimiento.

—¿Ahora estás alardeando?

Bosco valoró divertido la idea de que Luna considerase que alardeaba cuando no había hablado de absolutamente nada significativo de sus riquezas o su nivel de vida.

—Estoy tratando de decirte que sí, que tengo dinero, y no, no me avergüenzo de tener empleados. Es una manera como otra cualquiera de potenciar la población activa y cooperar a la distribución de riquezas.

—Así que, en realidad, dejando que otra persona limpie lo que tú manchas…

—…y pagándole por ello —matizó él.

—Y pagándole por ello —concedió ella—, ¿estás haciendo una obra de justicia social o de caridad?

Bosco pensó en Rosana, la mujer ecuatoriana sin papeles que se ganaba su sustento limpiando en casa de su madre, que ahorraba hasta el último céntimo para enviar una buena parte de sus ingresos a sus padres, al otro lado del charco, para que cuidasen a sus cuatro hijos. Lejos de su hogar y su familia, no solo había encontrado un medio de vida y una fuente de ingresos, sino que también disfrutaba de un techo en el que cobijarse y un trato en igualdad y respeto. Bosco había tratado de convencer a su madre de que no contratase a nadie ilegal, pero su madre, todo un carácter, le había impelido a que consiguiera la regularización de su empleada para que pudiera pagarle cuanto antes la seguridad social y estuviera en regla, ya que no pensaba despedir a la joven trabajadora que no tenía dónde vivir y estaba abocada a malvivir si no fuera por estar allí con ella.

—Yo no llegaría a tanto, pero de lo que sí tengo plena seguridad es de que no estoy haciendo nada malo ni de lo que avergonzarme.

—Vale.

—¿Vale?

—Ummmmm —asintió Luna.

—¿Eso quiere decir que ya no te sientes incómoda por ir en coche con él? —preguntó Bosco señalando con un ademán a Ángel.

—Eso quiere decir que ya no me siento incómoda por ir en tu coche contigo y con él —aclaró Luna.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Bosco, empezando a comprender por dónde iba.

—Pues lo que he dicho.

—¿Que está bien que yo tenga chófer, pero que tú nunca lo tendrías?

Luna se asombró de que él pudiera entenderlo tan rápido.

—Algo parecido.

—¿Por qué?

—No sé. No es por el chófer, pero creo que nunca podría permitir que alguien me hiciera la cama, por ejemplo, me parece algo demasiado íntimo o… Que recojan mi ropa sucia del baño… No sé.

Bosco pensaba que esa declaración la describía bien. Para Luna, una cosa era tener una ayuda en casa y otra muy distinta no tener ningún tipo de consideración o respeto por las personas que trabajan para ti. Eso era algo que Bosco comprendía. De hecho, en cierto sentido, él había sido educado así. Su madre siempre había hecho mucho hincapié en que ninguno de sus hijos debía acostumbrarse a los privilegios con los que habían nacido y en ningún caso podían aprovecharse de ellos.

—Creo que a mi madre le vas a encantar —dijo como pensamiento final.

—¿Por qué dices eso? —preguntó ella, tratando de hacer caso omiso al cosquilleo de placer que le producía el hecho de que él hiciese esa referencia de presentarle a su madre.

Y porque quería contárselo, pero también porque se había dado cuenta de lo tensa que se había puesto, Bosco le habló de su educación y de su niñez, de cómo su madre había sido una constante en su vida, un ejemplo de mujer fuerte en el que apoyarse. Sin dramatismo alguno, le contó a Luna de la infidelidad de su padre, de la caída en desgracia social y económica por la que pasaron después de que su padre falleciera en un accidente de coche, con su amante a su lado y un entramado legal por resolver.

—¿Y tu madre tuvo que responsabilizarse de todo lo que había hecho su esposo, aunque ella no estuviera enterada de nada? —preguntó Luna asombrada, tratando de imaginarse cómo sería esa mujer que había llevado en sus entrañas a Bosco, que había nacido entre algodones, que había entregado todo su amor y sus posesiones materiales a un hombre para acabar encontrándose con el engaño, el desprecio social y la más absoluta de las pobrezas.

—Así es por derecho. Mi madre había firmado todos los documentos que mi padre le había ido presentando, sin recelar en ningún momento, cierto, pero adquiriendo de ese modo toda la responsabilidad legal.

—Pero ¿cómo…? —no terminó la pregunta—. Tú lo solucionaste todo, ¿verdad? ¿Qué edad tenías?

Bosco se encogió de hombros.

—Acababa de cumplir los veinte años.

—Tú lo arreglaste, ¿verdad? —repitió Luna—. Yo había leído en algún sitio que habías «levantado un imperio de la nada». No pude entenderlo, sabiendo que tus padres no eran precisamente pobres. Pensé que era una forma de hablar, bastante poco precisa, por parte del periodista, para dar dramatismo al reportaje. Pero tenía razón, ¿verdad? No has creado tus empresas a partir de las riquezas de tus padres, ¿no? ¿Es cierto que has construido todo de la nada?

—¿Cambia eso en algo las cosas?

—Seguramente cambie lo orgulloso que puedas estar de ti mismo. Nunca lo he hecho, pero imagino que no da igual obtener unas ganancias a partir de una herencia, que llegar a ser riquísimo y encima enfrentarse a la mala fama y la desconfianza que genera saber de quién se es hijo.

Bosco se dio cuenta de que Luna era muy perceptiva, pero no le interesaba que lo admirase sobre una base falsa.

—No te equivoques tampoco, Luna. Mi padre me cerró algunas puertas, pero gracias a él también se me abrieron otras.

—¿Pretendes quitar mérito a lo que has logrado?

—No, pretendo situarte en su justo punto.

Luna estuvo a punto de decirle que admiraba su modestia y que se sentía orgullosa de él. Pero su timidez y la falta de costumbre de hablar con nadie así, se lo impidieron. El hecho de que, además, en ese momento llegaran a la notaría hizo que el instante se desaprovechara.

Luna no podía recordar cuándo fue la última vez que alguien la había acompañado en alguna gestión. Hacía tiempo que ella se había ocupado personalmente, y sola, de cualquier requisito burocrático: desde la apertura de una cuenta bancaria, pasando por el empadronamiento y las cartillas de la seguridad social hasta la matriculación en el instituto o dar de alta los contratos de luz y agua. Así que no pudo menos que comparar y agradecer silenciosamente no tener que enfrentarse al notario, fuera cual fuese el asunto, sin nadie al lado con quien distraer la espera.

Aunque al principio se sintió extraña, se encontró rápidamente a gusto enterrando su mano en la más grande de Bosco. Para una persona tan replegada en sí misma como ella, ese contacto llevaba un gran significado. Incluso para el propio Bosco, tan experimentado, la mano de Luna en la suya era una fuente de inmenso placer. Todo su cuerpo estaba centrado en ese foco de calor, en la sensación de sus pequeños dedos rozando su palma y en el sentimiento de posesión que lo embargó. Saboreó la grandeza de esa pequeñez mientras se sentaban juntos en una salita. E incluso el hecho de tener que esperar –él, por quien todo el mundo esperaba y jamás al revés– pasó desapercibido ante la felicidad que lo llenó, pues era consciente de que Luna había dado varios pasos de acercamiento hacia él aquel día. El hecho de que estuvieran con las manos entrelazadas no era solo la culminación del entendimiento y la comunicación que habían compartido, no. Con su mano, Bosco lo comprendía así y se daba cuenta de que Luna también, ella le había entregado también un poco de su confianza.

—¿Me está diciendo que he tenido un padre, pero que está muerto? —Luna bebió con mano trémula del vaso de agua que le había traído la solícita secretaria. Sentía la boca seca y el cuello tan rígido y tirante que temía ahogarse al respirar—. ¿Cuándo murió? —logró preguntar al fin.

—Hace poco más de un año —le contestó el notario, que había tratado en todo momento de informar a la joven, que casi desde el principio se había ganado sus simpatías, de la forma más suave posible.

—¿Y dice que él me estuvo buscando? —Luna no fue consciente del calor que sacudió su corazón hasta que sintió el tierno apretón de mano que le dio Bosco. Luna lo miró a los ojos y vio allí que él comprendía, y correspondió a su apretón con otro.

—Verá, joven. He llevado los negocios de su familia casi desde que comencé a ejercer en Madrid. Su padre hizo testamento a favor de usted en cuanto usted nació. Cuando usted y su madre desaparecieron, dejó instrucciones precisas de que fuera buscada sin descanso aun en el caso de que él falleciera antes de conseguir encontrarlas. Aunque, sinceramente, no creo que él pensara nunca que se convertiría en una empresa tan difícil como resultó. —El notario hizo un gesto apesadumbrado—. A pesar de que usted parecía haber desaparecido bajo la faz de la tierra, su padre nunca perdió la esperanza. Su abuelo de usted, un hombre bastante práctico, insistía constantemente a su hijo en que el sueldo que pagaba a los detectives privados era un dinero a fondo perdido, pues estaba seriamente convencido de que cada día, cada mes que pasaba, cada año transcurrido, solo dificultaba más las cosas y hacía más imposible encontrarlas a su madre y a usted.

Luna no pensaba echarse a llorar, lo dejaría para más tarde, cuando terminara de recibir toda aquella impresionante información. Ella, que nunca había sabido quién era su padre, que siempre había dudado hasta de que su madre lo supiera con certeza, que se había esforzado en recordar los primerísimos amantes de Sara buscando en sus rostros alguna similitud con ella, ahora no sabía qué debía sentir. Por un lado, su corazón estaba rebosante de alegría al saber que su padre la había querido, aun sin conocerla, que nunca había dejado de buscarla. Y, sin embargo, extrañamente, también sentía que la felicidad de saberlo no lograba tamizar la tristeza, porque se enteraba demasiado tarde, porque él ya no estaba, porque había muerto antes de que pudieran conocerse. Y junto a eso, se mezclaba la rabia de conocer que su progenitor había desaparecido hacía tan solo menos de dos años, que había estado viviendo, respirando y sintiendo en la misma ciudad que ella y no se habían encontrado por una pequeña casualidad, por un ligero margen de tiempo, por un simple capricho del destino.

Trató de eliminar esa última idea de su cabeza para evitar las lágrimas y se concentró en escuchar al notario, que seguía hablando. Siblejas le había contado de su abuelo, fallecido un mes atrás, y de su tío, un hermano de su padre, al que la policía había encontrado apuñalado en un callejón hacía tan solo tres días.

Luna fue incapaz de sentirlo por ellos. No pudo, al menos, lamentarse como lo había hecho por su padre. Egoístamente, lamentó la pérdida de aquellos desconocidos porque podrían haberle hablado de su padre y le afligieron sus muertes porque ellos habían sido, al menos momentáneamente, algo real en su vida, para luego, como siempre le sucedía con todos, escapársele de las manos.

¿Por qué no había nada perdurable en su vida?

—Creo que no me está escuchando, ¿verdad, joven?

—¿Disculpe? —Luna volvió a la realidad de aquel magnífico despacho.

—Comprendo que, tras unas noticias tristes, los asuntos económicos pasen a segundo plano para usted, pero, como le estaba diciendo, es mi deber informarle de las últimas voluntades, tanto de su padre como de su abuelo, y ponerle al corriente de los asuntos de su tío, pues, según he indagado, es usted su pariente vivo más próximo.

—No —Luna se incorporó—. Discúlpeme, por favor. —Se sentía desorientada y ligeramente mareada.

Bosco se levantó con ella. La voz le tembló a Luna cuando pidió:

—¿No podríamos dejarlo para más tarde? ¿Mañana, tal vez…?

Bosco se hizo cargo de la situación.

—Le llamaremos para organizar otra cita —sentenció, alargando su mano por encima de la mesa de despacho para despedirse del notario mientras que con la otra abrazaba por el talle a Luna y la sostenía—. La señorita Álvarez está claramente impresionada. Ahora, discúlpenos—. Y sin tiempo para que el notario reaccionase ni la propia Luna dijese adiós, la sacó de allí, y antes de que la afectada joven pudiese darse cuenta, estaba de nuevo sentada en el sedán con Ángel al volante.

—No sé qué debo sentir. Me siento rara.

—Es natural —le dijo Bosco, que también trataba de asimilar las noticias recibidas y darse una idea de cómo podría afectar aquello a la mujer que tenía entre los brazos.

—Toda la vida creyendo que mi padre no sabía ni siquiera que yo existía, que yo era un producto de uno de los ligues locos de mi madre y que si él había llegado a saber del embarazo no le había importado… Toda mi vida pensando con tanta indiferencia sobre mi padre…

Pero Bosco sabía que lo de la indiferencia no era cierto. Quizá Luna lo había intentado, pero por experiencia propia sabía que uno no podía dominar ese tipo de reacciones. Él también había querido odiar a su padre, y no había podido.

—Y ahora te sientes culpable, ¿no es eso? —Conociéndola y habiendo entrevisto su lealtad y su tierno corazón, Bosco sabía ver más allá de sus palabras—. ¿Te vas a castigar por haber tratado todos estos años de no sentir nada hacia tu padre, por haberte protegido con el único arma con el que contabas, que era devolver, aunque él no pudiera verla, su supuesta indiferencia?

Luna no sabía cómo habían terminado casi abrazados, pero le gustaba la sensación de los labios de Bosco sobre su coronilla y su sien.

—¿Tú también has querido pensar así de tu padre?

En realidad, hubo una época en que Bosco creyó lamentar la muerte de su padre solamente porque le había privado de matarlo él con sus propias manos, sobre todo en una ocasión, de las pocas en que su madre mostró debilidad ante él, en que la vio llorando en su dormitorio.

Había vivido veinte años idolatrando a su progenitor. Por ser el mayor, a Bosco no se le permitió ninguna rebeldía propia de la adolescencia, su padre no lo hubiera consentido, y había educado a su primer hijo en una férrea disciplina basada en la responsabilidad y unos estrictos deberes y buen comportamiento. Su autoridad en la casa estaba fuera de toda duda, principalmente porque todos, no solo Bosco, besaban por donde él pisaba. Antes de que se descubriera que tenía una amante y que había estado preparando las cuentas para huir con ella dejando a su familia sin un céntimo, Bosco se había desvivido porque su padre lo admirase. Desde pequeño había intentado comprender el complicado mundo de los negocios solo por tener algo de qué hablar con él, porque lo mirara con algo de interés. No sabía entonces que todos aquellos intentos de captar su atención, si bien no le valieron para granjearse el afecto del hombre que le dio la vida, sí le sirvieron para reconstruir las deterioradas finanzas que este dejó y crear un imperio superando con creces los limitados pequeños negocios que había dirigido el otrora admirado mentor.

Sin embargo, a pesar de todo lo que su padre les había hecho, a pesar de su abandono, de su indiferencia, de la facilidad con que se había liado con otra mujer olvidando los votos prometidos a su madre de amor eterno, Bosco sabía que guardaba íntimamente la esperanza de que hubiera habido un error, de que todo no fuera lo que parecía. Y a pesar de que tenía pocas o ninguna virtud que destacar de su padre –siempre había sido estrictamente autoritario en su trato con los hijos, distante, sin preocuparse por granjearse su cariño–, Bosco jamás había podido odiarlo. Le hubiera gustado, pero no había podido. No comprendía lo que había hecho ni creía que pudiera perdonárselo, no ya por él, sino por su madre y el dolor que había causado a esta, pero tampoco podía odiarlo y condenarlo. Y sabía, se conocía demasiado bien, que si su progenitor no hubiera muerto en aquel accidente de coche, si estuviera vivo, Bosco todavía habría deseado que decidiese cambiar su modo de vida para poder reencontrarse y construir una relación juntos. Al morir su padre, había puesto punto y final al deseo de Bosco de que todo hubiera sido un error, de que todavía podían congraciarse. Le había dejado, en definitiva, sin poder nada más que lamentar su marcha y tratar de dejar de juzgarle.

E-Pack autores españoles 2 octubre 2021

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