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Capítulo 11

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LA FIESTA

Luna no se llamaba a engaño. A pesar de que Elvira le había expresado su deseo de que fuera a la cena que celebraba para dar a conocer su casa y de que Bosco, que también iba, se había ofrecido casualmente a llevarla, sabía que ella estaría allí como la nueva pareja de Bosco Joveller, el multimillonario. Y como si esto no fuera suficiente etiqueta para exacerbar la curiosidad de la gente, la nueva pareja de Bosco era también la recién descubierta y largamente buscada hija y nieta de dos grandes empresarios, fallecidos, creadores de Ovides, uno de los conglomerados empresariales más conocidos en España.

Pero aunque no se equivocaba sobre lo que su presencia allí, acompañada de Bosco, supondría para los demás, en aquellos momentos había dejado atrás todos sus recelos y miedos y los acontecimientos de la última semana habían quedado en el olvido ante la imperiosa necesidad de arreglarse para su primer acto social tras su, por llamarlo de alguna manera, descubrimiento público. Había expulsado de su mente lo sucedido para limitarse a centrar su atención en procurar sacar el máximo partido a su imagen, pues sabía lo suficiente sobre la apariencia, las primeras impresiones y, en definitiva, los envases, como para no estar preocupada por lo que pensarían de ella. Se había subido a la banqueta del cuarto de baño para poder verse de cuerpo entero desde el espejo del lavabo. Esperaba sinceramente que el vestido negro de fondo de armario, que había adquirido en el showroom privado de Ángel Schlesser, al que había ido acompañada de la propia Elvira, se adecuara con holgura a lo que su jefa había denominado como «cena de pie».

Fuera de sus pensamientos quedaba ahora la segunda cita con María Ángeles Vamazo, a la que fue acompañada por un abogado que Bosco le había recomendado, y de un gestor que la ayudaría a hacerse cargo de todos sus asuntos financieros.

Luna no recordaba ahora el día que había tenido que identificarse y contrastar sus huellas dactilares con las pequeñas marcas impresas en un informe de hospital, que se tomaron cuando nació, y cuya coincidencia, junto con los resultados de las pruebas de ADN, fue suficiente para avalarla como la hija perdida de Álvaro Fernández de Oviedo. Asimismo, no venía a su cabeza el día en que firmó la aceptación de la herencia de su padre, de su abuelo y las deudas de su tío que ya estaba en proceso de subsanar.

No. Todo estaba relegado en su memoria ante una estúpida cena que la estaba poniendo más nerviosa de lo que solía ponerse antes de una puñetera entrevista de trabajo, ante un nuevo proyecto de publicidad o, inclusive, tras los besos de Bosco. No recordaba haber estado tan histérica en su vida.

Y no se mentía a sí misma. Si en realidad le importaba tanto el efecto que pudiera causar y lo que pensaran los demás asistentes, era por Bosco. Se moriría allí mismo si él se avergonzaba de ella. Era una imbécil, sí. Pero se había enamorado de él como una tonta.

No es que Luna fuera dada a las lamentaciones, pero no sabía cómo evitar la sensación de temor que la aquejaba, porque Bosco había puesto su organizada vida patas arriba.

Antes, toda su existencia se había basado en salir adelante, en mantener sobria a su madre, en estudiar para convertirse en una persona normal, en entrar dentro del sistema. Ahora se preocupaba por mil tonterías. Echaba de menos no tener una gargantilla buena en lugar de la de bisutería que llevaba y que dudaba si quitarse, pues casi era peor que no llevar nada. Se preocupaba por ser brillante y entretenida, en lugar de seca y reconcentrada, para que pudiera ser admirada por algo. Deseaba tener un físico más llamativo, saberse y sentirse hermosa para estar a la altura de Bosco. No hacía más que pensar que todos se darían cuenta del fraude que era y se preguntarían qué hacía el gran Bosco Joveller con aquella poquita cosa y, lo que es peor, el propio Bosco acabaría por darse cuenta de su error al haber dado su atención a una callejera como ella.

—Guau. ¡Estás cañón!

Por poco se cayó de la silla ante las palabras de Fidel, que se apoyó tranquilo, y sin ser consciente de que casi la había matado de un infarto, bajo el dintel de la puerta del baño.

—Me has asustado. ¿Cómo has entrado? —le preguntó mientras se reclinaba en sus hombros para bajar—. No me habrás forzado la puerta nueva.

—No. Me cogí un juego de llaves de tu mesilla de noche.

Luna se maldijo por no darse cuenta siquiera de que faltaban.

—¿Qué tal te ha ido?

—Muy bien. ¿Adónde vas? ¿Sales con Bosco?

—Tengo una cena en casa de mi jefa. ¿Qué tal voy?

—Estás de muerte. —Fidel nunca había comprendido por qué Luna, con lo hermosa que era y el cuerpo tan perfecto que tenía, con la dulzura e inocencia que emanaban de su rostro, puro reflejo de su alma generosa, era tan insegura sobre su físico—. Un poco conservadora —añadió con malicia—. Pero imagino que es lo que pega con este tipo de gente de la jet set. Has salido en todos los periódicos, hermanita —cambió de tema, pues se había sorprendido como el que más al enterarse de que su hermana era una rica heredera largo tiempo buscada.

Luna se encogió de hombros.

—Si hubiera sabido dónde encontrarte y cómo localizarte, te lo habría dicho yo.

No se quiso enfadar con él por no estar nunca disponible cuando ella lo necesitaba.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—¿A qué te refieres?

A pesar de conocer a su hermana desde hacía años, Fidel se sorprendió por su indiferencia.

—Esto es todo lo que has ansiado desde pequeña. Poder tener una casa grande, dinero a mansalva, estabilidad….

Luna comprendió que él nunca la había entendido.

—No quería riquezas, Fidel, quería una familia y la que he heredado está muerta. No quería la estabilidad de la riqueza, sino la de la monotonía y la rutina: una misma ciudad para vivir siempre, un trabajo fijo, un sueldo…

—Entonces, ¿no piensas irte a vivir a la casa de tu abuelo ni dedicarte a las empresas?

—Todavía tengo un par de gestiones que realizar antes de que todo pase a ser legalmente mío, así que ni siquiera he visto la casa, y si me llama la atención es porque imagino que estará llena de recuerdos y espero que me ayude a conocer un poco sobre mi padre. En cuanto a las empresas, tengo muchísimo que aprender, así que, mientras tanto, lo he dejado todo en manos de los expertos. ¿Qué zapatos me pongo, estos de tacón tan alto o estos otros de salón?

—¡Dios mío, Luna! Solo tú puedes preocuparte por unos zapatos cuando toda tu vida ha dado un cambio bestial.

Sacudió aun más la cabeza cuando la vio contestar al timbre del telefonillo y decir con toda calma:

—Ya bajo. Es Bosco —le informó a Fidel—. Me tengo que ir. ¿Estarás aquí cuando vuelva?

—Pensaba quedarme contigo hasta que me echaras —asintió—. Pero esta noche saldré. No sé si llegaré antes de que regreses. Me llevo las llaves.

—Me alegro. Así podremos hablar de todo esto. —Se acercó y lo besó en la mejilla con cuidado de no mancharlo con carmín—. Por cierto, me han puesto una alarma.

Fidel alzó una ceja interrogadora.

Incapaz de afrontar su mirada para dar explicaciones por lo que le parecía una excentricidad en un piso en el que no guardaba nada, Luna musitó:

—Ha sido idea de Bosco, después de lo de tu agresión. Lo digo para que lo tengas en cuenta si vas a salir.

Y se marchó precipitadamente.

—¡Luna! —le gritó Fidel antes de que cerrara la puerta al salir—. ¡Has elegido bien los zapatos!

Bosco esperaba de pie, apoyado en su Porsche Cayman. Luna lo encontró increíblemente atractivo en su elegante traje de etiqueta. Lo miró a través del cristal del portal y se preguntó otra vez cómo era posible que aquel hombre maravilloso se hubiera fijado en ella.

—Te he traído esto —le dijo Bosco una vez dentro del automóvil, tendiéndole un estuche.

—¿Qué es?

—Ábrelo, a ver.

Luna así lo hizo. Se quedó muda de asombro al ver una gargantilla, de oro sin duda alguna, que engarzaba una tira de margaritas. Como los ojos de una cara, encima de la sonrisa que pintaba el collar sobre el fondo de terciopelo negro del estuche, dos margaritas iguales, pero de mayor tamaño que las de la gargantilla, completaban los pendientes del juego.

—Es precioso, Bosco —dijo Luna con miedo a tocarlo.

—Es para que te lo pongas —le dijo él, divertido por el respeto en la voz de ella.

Luna procedió a ponérselo con dedos temblorosos. ¿Cómo había podido él saber que ella echaría de menos no estar al nivel que los demás en cuestión joyería? ¿Cómo se había acordado él que las margaritas eras sus flores preferidas?

Los pendientes y el collar lanzaban destellos hacia el pequeño espejo del quitasol del coche en el que Luna se miraba mientras comprobaba, admirada, que sus ojos chispeaban igualmente.

Los terrores de hacía una media hora habían desaparecido. Iba a una cena con un montón de ricos desconocidos, sí, pero iba con un collar y unos pendientes preciosos y acompañada del soltero más codiciado.

Y, por el momento al menos, pensó Luna, él la quería solo a ella.

—Muchas gracias, Bosco. —Y se acercó a depositar un beso en sus labios.

Bosco saboreó el momento. Era la primera vez que ella tomaba la iniciativa de besarlo.

En las otras ocasiones, él había sido prudente, había guardado el control: besos medidos, besos realizados con cuidadosa provocación que, cuando terminaban, Bosco no estaba seguro si habían conseguido el propósito de seducirla a ella, pero que, desde luego, sí lo habían vuelto loco a él. Y aun así, todas las veces, por temor a asustarla con su ardor, se había dominado con férrea disciplina. Con este beso, sin embargo, su autodominio lo abandonó. La intención de Luna había sido darle un suave roce de labios, pero Bosco la cogió desprevenida y profundizó la unión de las bocas. Se quedaron sordos y ciegos a todo, excepto a las sensaciones que los recorrían. Como le había sucedido las veces anteriores, Luna se sintió ingrávida, tan maleable como la margarina derretida, y una ráfaga de placer le aturdió el cuerpo de arriba abajo. Bosco por su parte, solo sabía que quería más.

Bastaron unos pocos minutos para que se quedaran los dos sin aliento y con una profunda frustración. Sí, pensó Bosco cuando la sangre volvió a regarle el cerebro, quizá valía la pena la desilusión de tener que terminar si con ello había conseguido dejar a Luna tan dolorida y anhelante como estaba él.

—No ha sido por el regalo —consiguió decir Luna—. Quiero que quede claro —para ella era muy importante dejar clara la distinción entre las muestras de afecto y las de agradecimiento.

—Nos conocemos lo suficiente como para que creas que soy capaz de pensar eso de ti —le contestó Bosco molesto, para quien el momento había perdido su encanto.

—No pretendía ofenderte. Todo lo contrario. —Se maldijo a sí misma por su inoportunidad y su escaso don de palabra.

—Nos ofendes a los dos al tratar de explicarlo.

Luna lamentaba haber hablado, pero ya no había forma de dar marcha atrás y no encontró la manera de arreglarlo.

—Siento haberlo estropeado todo. Por favor —suplicó—, no nos enfademos.

Bosco sospechaba que con Luna se estaba convirtiendo en un santo, pues ninguna otra mujer –salvo quizá su madre y en contadas ocasiones– conseguía de él ese tipo de contención y buen comportamiento. Suspiró, tragándose su mal genio antes de cambiar de tercio, pues no quería que ella llegase incómoda a la fiesta:

—¿Preparada para nuestra primera cena social juntos?

—Dispuesta —consintió Luna, aceptando el desafío y agradeciendo que él decidiese hacer caso omiso de su torpeza.

Luna jamás había dudado, durante el tiempo que llevaba trabajando con Elvira, de la capacidad profesional de su jefa. En el trato con los clientes era perfecta cortesía y poseía una extensa red de amigos y conocidos que, si bien en un primer momento acudían a los servicios de la agencia por recomendación, terminaban satisfechos y convirtiéndose en fieles tan asiduos como los parroquianos irlandeses lo son a sus bares y a sus iglesias.

En cuanto Luna y Bosco traspasaron el umbral de la puerta de la antigua y señorial vivienda en la calle de Ortega y Gasset, a Luna no le cupo duda de que el don de gentes y el acierto de su anfitriona en el mundo laboral se extendía al ámbito privado.

Una doncella, de inmaculado guante blanco, se hizo cargo de sus abrigos, y unos pasos más adelante del enorme vestíbulo un camarero daba la bienvenida con una bandeja llena de copas de champán.

Los salones, inmensos, abrían sus puertas de doble hoja al recibidor hasta donde llegaban las risas y los comentarios.

Elvira, firmemente custodiada por el enorme cuerpo de su recién estrenado marido, Juan Colinas, brillaba en el centro de todo aquel teatrillo. La anfitriona lucía un vestido que se pegaba a su cuerpo en una fina capa transparente salpicada completamente de lentejuelas de todos los tamaños ofreciendo la impresión de una esbelta burbuja de champán. Diseñado por el indio Naeem Khan, Elvira lo había adquirido del propio estudio del famoso diseñador en Nueva York. Con su vestido negro tan sobrio, Luna se sintió por un momento sosa y apagada. Se recordó, sin embargo, que no llamar la atención esa noche sería bueno para ella, ya que ya estaba en boca de todos y que su propia jefa, de la que se fiaba plenamente, le había aconsejado el prototipo de vestido de fondo de armario. La mano cariñosa y firme de Bosco en la parte baja de su espalda le dio la confianza que necesitaba para entrar y afrontar la noche que, en ese momento, no se le presentaba nada atractiva.

Sin embargo, Elvira no la decepcionó. Con un caluroso y cariñoso recibimiento pasó a presentarle a sus amistades hasta que llegó a un matrimonio de mediana edad de aspecto imponente, que, le informó la recién casada, habían sido grandes amigos de su padre.

Nunca sabría Luna que habían sido estos invitados de último momento y con la idea de favorecer la entrada en sociedad de Luna. Bosco, mucho más perspicaz, no perdió detalle sobre el apoyo de Elvira a Luna y se lo agradeció en un aparte.

—No seas tonto. Además, él me ha conseguido una posible cuenta con una chocolatera.

—Eres muy buena, Elvira, y aunque Luna no se dé cuenta todavía, necesita una amiga como tú.

—Desde que está contigo yo la encuentro más receptiva, más abierta. Está empezando a confiar en la gente, ¿verdad?

—Espero que sí.

Bosco miró a la mujer que amaba. Con la dulzura de gestos que la caracterizaba, rechazó una copa de champán que le ofrecía el camarero y siguió conversando con Carlos y Pilar Montalvo, ansiosa sin duda por escuchar a alguien hablarle de su desconocido padre. En ese momento, precisamente, el dueño de las industrias plásticas Montalvo explicaba a Luna que Álvaro Fernández de Oviedo y él se habían criado juntos, prácticamente como hermanos. Carlos recordaba perfectamente a Sara y el romance que inició con su íntimo amigo, más de un cuarto de siglo atrás.

—Tu padre pareció volverse loco cuando desaparecisteis. Hasta el último momento de su vida estuvo buscándote. De hecho, creo que perdió mucho tiempo y dinero siguiendo una pista falsa que indicaba que os habíais marchado a México con un grupo de rock.

Luna asintió. Recordaba haber oído que uno de los amantes de su madre pertenecía a un grupo de música que había alcanzado cierta fama en los ochenta, pero no sabía que los músicos hubieran cruzado el charco a continuar su trabajo. Como le pasaba con frecuencia últimamente, no pudo evitar pensar en cómo de diferente habría sido su vida sin esos pasos que tomó Sara por ella. ¿Cómo podría haber sido su vida si su padre la hubiera encontrado? ¿Se habría sentido más cómoda en ese ambiente? ¿Qué habría sido de ella si su madre hubiera decidido no llevársela? ¿Qué habría pasado si en verdad hubiera acabado en México, donde su madre terminaría rompiendo con el amante rockero?

Pilar Montalvo pareció entender la línea de sus pensamientos:

—Es tremendo la de vueltas que da la vida —le dijo la mujer, cogiendo entre las suyas la pequeña mano de Luna—. Sutiles cambios del destino que nos convierten en una cosa u otra.

Luna miraba a su interlocutora con cierta ternura, entendiendo el proceso de adaptación que debía afrontar.

—Déjame que te diga que, si tu padre viviera, estaría felicísimo de encontrarte aquí, donde perteneces. Y permíteme que te advierta que, aunque esta vida parece a primera vista llena de privilegios y comodidades, es también muy salvaje. Siempre que quieras y que lo necesites, espero que acudas a Carlos y a mí, como habría hecho tu padre y de hecho hizo, en numerosas ocasiones. Y te lo digo de corazón. No solo porque Álvaro se apoyó en nosotros, igual que nosotros en él, siempre que hizo falta, sino porque, quién sabe, si las cosas hubieran sido diferentes… —No quiso referirse a la aparición súbita de la frívola Sara en sus vidas y el revuelo que despertó rompiendo su propio noviazgo con el padre de Luna—. Tienes edad para poder ser hija mía —dijo y, acto seguido, queriendo demostrar su lealtad al hombre con el que se había casado y que siempre había amado, dirigió a su acompañante una mirada amorosa y añadió—: Carlos y yo nunca pudimos tener hijos, sería un placer para nosotros que nos aceptaras y permitieras que formáramos parte de tu vida como si fuéramos familia. Me gustaría que nos visitaras algún día —siguió la elegante señora—. Podrás ver fotos y compartir recuerdos que, sin duda, te gustará escuchar.

Para Luna fue una velada inolvidable, no solo por haber conocido a los Montalvo, en los que se palpaba el cariño hacia su padre, al que ya empezaba a bosquejar un poco, sino porque se sentía como la protagonista de una película del canal Hallmark. No era una ingenua. Sabía que despertaba la curiosidad de muchas de esas personas por ser la hija perdida de Fernández de Oviedo; de otras, por ser el nuevo «asunto» de Bosco Joveller; y que tanto unos como otros esperaban verla comer con los dedos o cometer cualquier otro tipo de incorrección que les diese que hablar. ¿No se había criado con una hippy drogata? Pero pudo, a pesar de todo, pasar una noche agradable y sentirse querida por aquellos amigos que, tenía que admitirlo, habían dejado de ser meros conocidos.

Cerca ya de las dos de la mañana, Luna sintió que el cansancio podía con ella. La mueca de su sonrisa le producía cierta tensión en el rostro que empezaba a acusar la debilidad. Bosco, siempre pendiente de ella, se dio cuenta de sus gestos cada vez más mecánicos y, suponiendo acertadamente que ya era suficiente y que habían cumplido de largo con el objetivo, la sacó de allí.

Ya en el coche, los dos se dejaron llevar por la satisfacción de comentar juntos la velada, los rumores, las bromas, los vestidos, la decoración, la suculenta cena, los invitados… Para Luna era una novedad poder compartir con alguien las impresiones de sus vivencias. Una novedad y también un placer. Le gustaba la perspicacia de Bosco para juzgar a las personas y las situaciones y la hacía reír con sus burlas sobre algunos de los partícipes del encuentro. La joven se sintió protegida cuando él la orientó sobre algunas reacciones que había visto o sobre algunas declaraciones más o menos acertadas que había escuchado, así como cuando la animó a quitar hierro a un par de meteduras de pata que Luna le confesó avergonzada.

La imaginación de la práctica Luna, cada vez más descontrolada, se entretuvo en evocar lo que sería compartir su vida con aquel hombre siempre tan dispuesto a hablar y escucharla, tan pendiente de cualquiera de sus necesidades… Y por primera vez en su vida, en aquel coche de lujo, se sintió en el hogar, se sintió en casa, se sintió segura y querida.

Todo un caballero, Bosco insistió en acompañarla hasta su piso, abrirle la puerta y confirmar que todo estaba bien antes de darle un rápido beso de buenas noches –no sin lamentar que todavía no fuera el momento de llegar a más– y dejarla allí, a pesar de la brevedad del beso, toda anhelante. Sin embargo, el cansancio facilitó que el deseo desapareciera en cuanto Luna se metió entre las sábanas y se agarró a la almohada con la desesperación y el placer del náufrago ante la tabla de salvación. En menos de cinco minutos había caído en el más profundo de los sueños.

Había sido fácil hacer una copia de la llave del ingenuo del hermano. Lo mismo daba que el novio multimillonario hubiera puesto la puerta blindada y acorazada. Con gente tan descuidada no hacía falta tomarse las molestias. Se detuvo un instante en el umbral a escuchar. Todo estaba en silencio. No esperaba otra cosa. La bella durmiente había abandonado el baile hacía ya dos horas y estaría soñando con su príncipe azul, y Fidel se había quedado tomando copas en un bar con una atractiva rubia pechugona. No habían hecho falta más que veinte pavos para convencer a una mujerzuela de que lo entretuviera por otro par de horas. Sin duda se debía a que era un tipo de hombre que gustaba a las mujeres. A pesar de no tener un euro y estar más delgado que un alfiler, en cuanto abría la boca todas las mujeres lo escuchaban como si fuera a decir algo importante y se reían como unas tontas con sus estúpidos chistes. Nunca entendería qué le veían ellas a los tíos con piquito de oro. Él siempre había pensado que ante un buen físico… Ya lo decía el refrán, que el envoltorio es lo que cuenta. Pero para gustos los colores.

Qué pena no poder ver la cara que se le quedaba a don Labia cuando entrase por la puerta esa noche y viese a su hermanita.

Sí, ya le habían contado que la joven había salido indemne de un anterior intento de asesinato, pero él no pensaba fallar, él no era un yonqui debilucho cegado por el mono. Además, él tenía un interés de un bonito veinticinco por ciento en el asunto.

Con la tranquilidad del que considera que tiene la situación bajo control, se tomó su tiempo para echar un vistazo. El apartamento era tan enano que daba claustrofobia. No había nada que mereciera la pena. Excepto… Silbó interiormente cuando vio las joyas en su estuche de terciopelo. Caló los pendientes y el collar, que destacaban sobre el resto de bisutería, al momento. Lo único de valor en toda la casa. Y aunque no sabía mucho de estas cosas, estaba seguro de que le proporcionarían un buen beneficio. Si no se equivocaba, las piedras eran diamantes. No serían fáciles de colocar así, pues eran identificables, pero esto no lo desanimó. Tendría que enseñárselas a un colega de un colega que se dedicaba a estas cosas. Seguro que eran un regalo del novio rico. O quizá, con la pasta que había heredado la suertuda, había empezado a adquirir gusto por los lujos.

Abrió la puerta entornada del dormitorio sin un solo ruido. La estancia estaba tenuemente iluminada, pues la ocupante no se había molestado en bajar las persianas ni cerrar las cortinas. Se acercó a la cama silencioso como un gato. Su linterna enfocó el cuerpo allí tendido, ajeno a todo, y fue deslizándose por las curvas de la mujer como las manos de un amante. ¡Ah! La durmiente era realmente hermosa. Nunca supo si fue ella la que lo excitó o la situación en sí. Para el caso, no importaba. El hecho es que él era todo un hombre y estaba ante una preciosa mujer indefensa con la que tenía que acabar. En un solo movimiento la destapó y le cubrió la boca entreabierta con su manaza. Sí. Ella no vería el nuevo día, pero antes él pasaría un buen rato.

E-Pack autores españoles 2 octubre 2021

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