Читать книгу E-Pack autores españoles 2 octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 9
Capítulo 3
ОглавлениеLA BODA
Luna lo tenía claro, no quería volver a saber nada de Bosco, así que ni siquiera se molestó en llamarlo para darle las gracias por las flores, pero se sorprendió a sí misma viendo pasar los días y extrañándose de que él no la buscara. Era una sensación extraña, una especie de «quiero y no quiero». Sus sentimientos hacia el único hombre con el que había estado oscilaban desde el odio y el desprecio hasta la ansiedad por saber de él y averiguar si ella ocupaba al menos solo uno de sus pensamientos. Obligándose a sentirse indiferente, se encogió de hombros. Sabía que debía olvidarlo todo como un mal sueño. Pero su siempre activa mente no paraba de barajar las consecuencias que una noche de sexo con Bosco Joveller podría tener en su vida.
¿Había él usado protección? ¿Y si se había quedado embarazada? ¿Cómo podía preguntárselo a él a estas alturas? ¿Y si le había contagiado alguna enfermedad adquirida por su aparente vida libertina? ¿Debería ella hacerse una analítica para despejar sus dudas? ¿Adelantar la revisión anual con el ginecólogo? Y la pregunta que siempre volvía, a pesar de toda la resistencia que ella ponía en alejarla: ¿se acordaba él alguna vez de esa chica borracha con la que durmió?
Luna siempre había aceptado que no era una mujer de las que dejan huella, y bien sabía que él estaba acostumbrado a mujeres que quitaban el aliento. Desde lo sucedido, se había informado lo suficiente para enterarse de que Bosco Joveller estaba muy, muy lejos de su alcance.
El empresario era considerado uno de los hombres más ricos, sino el más rico del país, muy por encima de Amancio Ortega, Juan Roig o Isak Andic, y no pocas veces su imagen llenaba tanto las páginas de revistas de sociedad –acompañado de mujeres del mundo del espectáculo, de la moda e incluso la nobleza– como las de los diarios económicos, señalando sus últimas fusiones, adquisiciones y aciertos, como si del rey Midas se tratara. En definitiva, Bosco Joveller pertenecía a un mundo cosmopolita, de lujo y abundancia, de viajes y mujeres famosas, un ambiente despreocupado y mimado y a millas de distancia del de Luna Álvarez, con su escaso metro sesenta de estatura, su pelo pajizo y su cuerpo menudo, hija de una hippy porreta y un desconocido, y todavía más lejos de su libreta de ahorros, su sueldo precario y su necesidad de contabilizar hasta los céntimos. Que ella hubiese terminado en su cama un sábado por la noche era tan absurdo como que la cría de un gorrión terminase durmiendo en el nido de un pavo real.
Así que, cuando dos semanas después Luna se arreglaba para la boda de Elvira, había asumido que Bosco había encontrado algo mejor que hacer que perseguirla, y ella, a base de fuerza de voluntad, había relegado al fondo de su mente el hecho de haber perdido su virginidad, sin darse cuenta, por culpa de una borrachera.
Siguiendo su estilo conservador, Luna se puso un vestido largo de seda salvaje sin mangas, de escote cuadrado, que había adquirido por un precio ganga en la sección de oportunidades de El Corte Inglés. Era simplemente espectacular, o al menos eso le parecía a ella. Lo había usado en otra ocasión y así como cuando lo compró, se había sentido como una princesa de las de cuento. La tela suave y lujosa, el vuelo ligero de la falda larga, el color celeste con brillos de plata le hacían pensar en ella como la Cenicienta en la noche que conoció al príncipe. ¿Cómo un vestido podía llenar a una mujer de tantas expectativas? Para ir más adecuada en la iglesia, cubrió sus brazos con una pashmina de hilo a juego en distintos tonos de azules claros.
La joven se había recogido el pelo rubio en un moño alto y se había soltado algunos mechones pequeños para suavizar el rostro. Por último, se montó en unas sandalias de tacón con tiras plateadas, con la esperanza de no parecer tan bajita. Se pintó con base de maquillaje que raras veces usaba y pintó sus labios en un fuerte rosa a juego con las uñas de sus manos.
Aunque se sintió absurda trasladándose en autobús vestida de esa manera, se negó a pagar un taxi hasta los Jerónimos y confió en que, desde la iglesia, alguna compañera de trabajo le acercara a la finca de las afueras donde se celebraría la cena o lo haría en los autobuses que los organizadores de la boda habían dispuesto para llevarles.
Enseguida vio a Bosco entre la colorida y elegante multitud que esperaba a la puerta del templo gótico renacentista, quizá porque, por mucho que lo negara, lo estaba buscando en su inconsciente, quizá porque tenía una altura que superaba a la mayoría de los reunidos. Como un ramillete de flores, mujeres enfundadas en colores vivos de todos los tonos del arco iris le rodeaban destacando al lado de su sobrio chaqué. Ni se le ocurrió acercarse a saludarlo. Bastante tenía tratando de calmar a su desbocado corazón. Pasó el rato hasta que empezó la ceremonia hablando de asuntos laborales con los compañeros del trabajo. «Su sitio», se repetía para sus adentros y, una vez en el interior, ocupó discreta uno de los bancos de atrás. Desde allí, además, pudo ver todo el desfile de ricos y famosos que fueron llenando la parroquia: políticos, actores, pintores, deportistas, escritores, empresarios. Todos entraban en intermitente goteo a presenciar el enlace como en otro tiempo habían hecho sus antecesores, en ese mismo santuario, para contemplar la jura de los príncipes de Asturias, alguna que otra boda real y hasta la proclamación de reyes. Bosco ocupaba un lugar privilegiado en el altar de San Jerónimo, junto a otros once hombres, vestidos como él de testigos. Bajo el objetivo criterio de Luna, él era el que mejor planta tenía de todos.
Involuntariamente regresaron a la mente de la joven las imágenes de los besos que se dieron en el ascensor. ¿Por qué no podía acordarse de nada más? ¿Cómo había resultado ser Bosco en la cama? Ruborizándose, se arrepintió en el acto de haber tenido aquellos pensamientos en la casa de Dios. La tristeza la sobrecogió como le pasaba cuando recordaba aquel día. ¿Bastaba un hombre guapo y un poco de alcohol para convertirse en lo que había odiado toda su vida?
Trató de centrar sus pensamientos en el momento actual. No fue difícil. Deseó haber caído en la cuenta de ponerse algún tocado como los muchos que llevaban las invitadas, a cual más sofisticado y elegante, y se tranquilizó al comprobar que no era la única que no llevaba nada. Si le volvían a invitar a una boda no se le volvería a escapar.
Su corazón romántico se emocionó cuando Elvira y Juan pronunciaron sus votos. Pocos compromisos eran tan fuertes como el que exigía la Iglesia Católica a sus fieles para el matrimonio. Para toda la vida, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad… Sin cabida a rupturas ni arrepentimientos. Una nueva familia. Dos seres que voluntariamente se unen para siempre. No pudo evitar preguntarse si alguna vez ella encontraría al hombre adecuado con el que compartir la vida y celebrar una ceremonia como aquella.
Hasta el momento nunca había sentido esa necesidad, quizá porque había estado ocupada en sobrevivir, cuidar de su madre, encontrar trabajo… Le había costado mucho llegar donde estaba. Para ella era muy importante y se sentía muy orgullosa de hacer lo que le gustaba y estar tan situada en su puesto. Elvira era una jefa estupenda, cordial de trato y exigente a la vez, con la que estaba aprendiendo muchísimo y que le planteaba constantemente nuevos retos, le obligaba a estar formada y a no acomodarse. Levantarte por las mañanas con la ilusión de hacer algo con lo que disfrutas, con un equipo humano con el que congenias… no tiene precio. Y, por el momento, no le había dado ocasión a pensar en otras cosas.
Después de lanzar arroz a los recién casados y esperar pacientemente a que el fotógrafo de la agencia –que se había comprometido a llevarla a la cena junto a otros dos compañeros– se fumara un par de cigarrillos, se dirigían juntos hacia el coche cuando Luna sintió que alguien la cogía suavemente, pero con firmeza, del brazo.
—Yo llevaré a Luna a la finca —pronunció una conocida voz que hizo que a Luna le recorriera un no deseado escalofrío de placer por todo el cuerpo.
Su voz había sido tan terminante que ninguno de los compañeros que andaban con ella puso objeción y, sin más dilación, el trío se alejó de ellos, dejándola a solas con Bosco.
—¡Eh! Un momento…
Antes de que pudiera discutirle, Bosco se adelantó a sus palabras, saludándola, recorriéndole el cuerpo con una intensa mirada apreciativa.
—Hola, Luna. Estás preciosa hoy.
«Tonta Luna», se dijo a sí misma, «que te encanta que te mire así y te ruborizas de que te encuentre guapa».
Bosco se había pasado los diez últimos días en Nueva York, en unas reuniones con otros socios propietarios de medios de comunicación, tratando unas inversiones de capital en dos periódicos digitales y dos cadenas de televisión norteamericanos, y no había podido dejar de pensar en Luna. En realidad, no había podido dejar de pensar en las dos Lunas que había conocido. Por un lado, la desinhibida, que se reía a carcajadas con los ojos velados por el alcohol y hablaba sin parar con su voz gutural y sexy, la mujer consciente de sus encantos que disfrutó de su conversación y que se lanzó a sus brazos y a sus besos con una pasión desenfrenada; por el otro, la cautelosa, constantemente ruborizada y seguramente horrorizada y arrepentida por su conducta del día anterior, la mujer aparentemente empequeñecida pero decidida, que con firmeza huía de él. Y Bosco todavía no sabía cuál de las dos lo volvía más loco.
Había logrado convencer a Elvira para que cambiara el protocolo de las mesas y los sentara juntos aquella noche. Para ello, tuvo que prometer a la novia y prácticamente jurar con su sangre que iría con cuidado. Quedaba claro que la Luna responsable despertaba en su jefa un afán protector. «Solo quiero conocerla», le había asegurado Bosco a Elvira. Y así era. Pero, por primera vez con una mujer, no estaba seguro de si iba a quedar satisfecho solo con eso.
Tras secuestrar a Luna a la salida del templo, Bosco la condujo hacia su coche, un Mercedes SLK 250 de dos plazas. A propósito se había llevado ese automóvil, para evitar que nadie más viajara con ellos. Lo único que le faltaba era una algarabía mientras hacía de chófer para un alborotado grupo. Bosco se había fijado en Luna ya cuando esta se acercaba andando desde el paseo del Prado hacia la iglesia. Le gustó el color de su vestido, así como su andar cadencioso y elegante, con cierto aire inquieto e inseguro que la joven sofocaba con la barbilla alta y el aplomo propios de una institutriz del siglo XIX. Bosco dedujo que eso se debía a la Luna conservadora. El sábado de hacía dos semanas había conocido a una mujer. Estaba seguro que este sábado iba a conocer a otra y solo la expectativa le estaba generando muchísimo placer.
—No puedes hacer esto —le dijo Luna con voz contenida.
—¿El qué?
—Decidir por mí con quién voy a un sitio. —Le había dolido en su orgullo que él la tomara como un manojo de perejil, sin preguntarle y sin ninguna consideración hacia ella.
—Está bien —concedió Bosco, pues estaba de excelente humor—, entonces te lo preguntaré. ¿Me haces el grandísimo honor de dejar que te lleve en mi humilde coche? —le preguntó inclinándose ante ella y señalando hacia el impecable e impoluto automóvil.
Luna arqueó una ceja. Pensaba decirle que no, pero luego decidió que era mejor hablarle en el coche, a resguardo de las indiscretas miradas de los que todavía se demoraban a la salida del templo.
Cuando él le abrió la puerta del asiento del pasajero, Luna se tensó ante la muestra de modales, pero luego se ordenó no dejarse impresionar, al recordar que Bosco era así en esencia, el perfecto caballero, y no debía vislumbrar en sus actos nada específicamente destinado a ella. Mientras el propietario del coche rodeaba el automóvil hacia su asiento, Luna trazó mentalmente el infalible plan de aclararle la situación durante el trayecto y, en cuanto llegaran a la finca, no volver a dirigirle la palabra nunca más. Con este propósito en la cabeza, empezó a hablar en cuanto él se sentó al volante:
—Bosco —se humedeció los labios para tranquilizarse—, la mujer que tú conociste el sábado pasado…
—¿Qué mujer? —la interrumpió Bosco sonriente, sabiendo que la desconcertaría, y provocándola aún más al echarse sobre ella y amarrarle él mismo el cinturón.
—¿Có-cómo que qué mujer? —Luna sintió su aliento cálido en sus labios y por un momento pensó que él la iba a besar, y se dio cuenta, avergonzada, de que no iba a hacer nada para impedírselo.
Pero Bosco se puso de nuevo al volante sin abandonar su sonrisa pícara. Parecía muy satisfecho consigo mismo, lo que molestó a Luna y la devolvió a la realidad de su plan.
—¿Que a qué mujer conocí?
Luna se lo quedó mirando sin recordar de qué estaban hablando. Contestó ruborizada en cuanto cayó en la cuenta:
—A mí. Pero no era yo.
—Ajá. —Desde el punto de vista de Bosco, aquello era perfecto. La propia Luna se daba cuenta de la dualidad que existía en ella.
—En serio. Había bebido demasiado. Yo… no tengo la costumbre de beber. Fui una estúpida, ya lo sé, pero Elvira insistió en brindar y yo no pensé que fuéramos a estar con hombres.
Bosco la miró arqueando las cejas:
—¿Hubieras puesto más cuidado de saber que yo iba a estar allí?
—Naturalmente.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Pues, precisamente, para evitar que pasara lo que pasó. Si hubiéramos salido de verdad solo mujeres, tal y como teníamos pensado, no hubiera pasado nada. —Su voz había adquirido un leve tono cercano a la histeria producido por el pesar y el arrepentimiento. ¡Era tan obvio para ella!
—¿Y qué es lo que pasó? —le preguntó Bosco, mirándola dulcemente, de una manera que Luna encontró irresistible.
—Tú ya sabes lo que pasó —contestó, ruborizándose.
—Dímelo —insistió Bosco.
En tan solo una décima de segundo, Luna pasó de encontrarlo maravilloso a enfadarse con él por ponerla en la tesitura de tener que expresar en palabras el principal motivo de su vergüenza, y fue por esta razón que decidió herirlo.
—Pues mira, no lo recuerdo. Sé que te besé y deduzco, por cómo aparecí al día siguiente en tu casa, que te aprovechaste de mí.
—Así que no lo recuerdas, ¿eh? —el tono de Bosco seguía siendo ligeramente irónico y no enfadado, como Luna había esperado—. Te diré, para tu información, que no pasó nada.
El silencio se hizo denso en el coche. El alivio de Luna luchaba contra la incredulidad.
—¿Nada? —trató de confirmar con voz ahogada.
—Aunque no lo creas, soy un caballero. Jamás me aprovecharía de una mujer bebida. A pesar de que eres irresistible para mí y que me supuso un gran esfuerzo, me limité a acostarte y dejarte descansar.
De la garganta de Luna salió un sonido extraño, estrangulado.
—¿No te acostaste conmigo? —Luna sintió que el mundo era un lugar sensacional para vivir. La sonrisa en su cara le dio un toque mágico a su ya natural belleza.
—Te aseguro, encanto, que, si me hubiera acostado contigo, al día siguiente te acordarías. —Bosco bromeó, seguro de sí mismo.
—¿Sigo siendo virgen? —se le escapó emocionada a Luna, antes de darse cuenta de la intimidad que desvelaba.
Entonces fue Bosco quien la miró con un gesto indescifrable y un tanto especulativo mientras asentía con la cabeza.
Y todo pasó a la vez: Luna se dio cuenta de lo que había dicho y, avergonzada, desvió la vista de aquellos ojos que la miraban asombrados y la posó en el salpicadero. Hizo esfuerzos por entender lo que sus ojos veían para distraerse de su desliz y, cuando su cabeza registró la velocidad a la que viajaban, se olvidó de lo que acababa de decir y chilló:
—¡Para! ¡Para ahora mismo!
—Luna, por Dios, ¿qué te pasa? —preguntó Bosco sin obedecer.
—¿Has visto la velocidad a la que vas? ¡Nos vamos a matar!
Bosco se encogió de hombros y, como vio que estaba asustada de verdad, decidió mentirle.
—Está roto.
—¿El qué?
—El velocímetro —siguió él, como si fuera la cosa más natural del mundo.
El suspiro de alivio de Luna lo hizo sonreír, pero tuvo que aguantar las ganas de carcajearse cuando la oyó decir:
—Ya me parecía que no podía ser.
—¿Podemos volver a nuestra conversación ahora que ya estás más calmada?
—¡Ah, sí! Pues bien —dijo Luna, que necesitó de unos segundos para relegar a lo más recóndito de su memoria su declaración de virginidad y recordar que iba a decirle que no debían verse más—. Ya hemos dejado claro que yo no soy como crees que soy, así que en realidad no has mandado flores a la mujer que creías, ni has subido a tu coche a la mujer que creías. Por lo tanto, yo, la real, me bajo del automóvil en cuanto lleguemos y cada uno por su lado. ¿Vale?
—Vale —Bosco asintió, conforme, mientras miraba al frente.
Ante la facilidad con la que había aceptado su propuesta, Luna decidió, molesta, que en cuanto Bosco se había dado cuenta de que ella era virgen había comprendido la realidad. No sabía por qué se sentía ofendida, pues al fin y al cabo era lo que quería que él entendiera, pero le dolía ver que aceptaba tan fácilmente su negativa a prolongar el trato entre los dos. Decidió que le molestaba porque era muy poco halagador para ella. En algún recóndito lugar de su solitario corazoncito había albergado la tenue esperanza de significar algo para él y haberle dejado, en verdad, algo de huella.
Apartó sus pensamientos de un manotazo. Ella era más práctica que todo eso. Conocer a Bosco, dormir en su casa, las horas que pasaron aquella noche conversando, eran experiencias que difícilmente olvidaría. Y cada vez que oyera o leyera de él en las revistas y en las redes sociales, se acordaría con emoción y cariño.
Bosco la miraba de reojo, complacido. Desde luego, aquella muchacha lógica y precavida despertaba un interés en él mucho mayor que la desinhibida que durmió en su casa. Y lo más curioso era que, aunque no había dejado de desearla, deseaba aún más conocerla a ella, sus pensamientos, sus ideas, sus sentimientos y sus proyectos. Seguro de que Luna era demasiado correcta como para no sentarse donde le indicaran, se despidió de ella con un ligero movimiento de cabeza, disimulando una sonrisa cuando la vio ruborizarse al marcharse hacia la otra punta de la recepción. Sí, pensó con arrogancia, no había nada como el desafío de una mujer que se cree inaccesible para incentivar las ansias de conquista en un hombre.
Había contratado a un matón. Pensaba que eso solo ocurría en las películas americanas. Pero ahora sabía que era una realidad cercana. Había resultado fácil y excitante y le había hecho sentirse un hombre de verdad. Nada, nada de lo que había hecho o experimentado anteriormente se podía comparar con aquella sensación. Cierto que su sicario no era precisamente un experto asesino a sueldo, pues no hubiera tenido valor para contratar a uno. Ni en sus momentos de máxima euforia había perdido de vista que si algo salía mal acabaría entre rejas. Sabía que podía localizar a un matón a través de internet, pero hoy en día todo dejaba huellas y la informática no era su fuerte. No. Todo había resultado mucho mejor de lo esperado dando la cara, aunque esta hubiera estado ligeramente en penumbra y semiescondida bajo un sombrero.
Le había costado acercarse a aquel bar de mala muerte en el barrio de Malasaña donde, eso sí que lo había investigado en internet, uno podía encargar con la misma facilidad que pedía una caña, un secuestro, un asesinato o un susto violento. En el blog con el que había contactado le dieron algunos consejos para no caer en la trampa de algún poli trabajando encubierto. Y todo había ido sobre ruedas y a un precio que ni soñado.
Ya había tirado los dados. No era posible dar marcha atrás. Se sentía como un dios, decidiendo sobre la vida y la muerte. La euforia y la adrenalina recorrían su cuerpo con un hormigueo incesante que no le abandonaba. ¡Era tan emocionante lo que había hecho! Casi, casi, las emociones que sentía superaban los beneficios que iba a obtener con el asesinato. Casi. Ya no iba a haber más sorpresas. Lo suyo sería suyo y de nadie más gracias a que él había sabido hacerse dueño indiscutible de su destino… y del de alguien más.
Acababa de decidir que su sobrina Leticia no iba a vivir. ¡Qué gran poder!
Estaba muy pagado de sí mismo, además, por haber mantenido su mente para los negocios hasta en circunstancias así. Con astucia, se había negado a pagar todo de golpe y porrazo, le había dado a aquel yonqui avaricioso un adelanto y le había prometido el resto cuando terminase el trabajo. ¡Qué manera más efectiva de garantizarse que se hacía lo que habían acordado!
Había tenido que pasar, eso sí, por explicarle los engorrosos detalles. El yonqui esperaría hasta que Leticia se durmiera, entonces entraría en la casa. Ya habían examinado la puerta y el asesino la había abierto con pasmosa facilidad. La había forzado simplemente con un destornillador apretando en el lugar adecuado. A pesar de tener pinta de necesitar un chute, su contratado necesitó solo dos intentos para dominar la cerradura. ¡Impresionante! Le hubiera pedido allí mismo que le enseñara cómo lo había hecho si no fuera porque había querido largarse de allí cuanto antes.
Habían entrado en el piso. Bueno, él realmente no había querido dejar sus huellas en el lugar del crimen y había mirado desde el umbral. El sitio daba asco. ¿Cómo podía ser Leticia una Fernández de Oviedo y vivir en esa buhardilla con muebles de pino? Aquello no era digno ni de su personal de servicio.
¡Ay, padre! ¡Qué forma tan absurda de dilapidar tu fortuna! En el fondo, Roberto pensaba complacido que estaba haciendo un favor a su viejo y a la economía familiar. Una chica así, acostumbrada a vivir con hippies y sin haber pisado una alfombra persa en su vida, no era digna de recibir la herencia. ¡En qué se la hubiera gastado? ¿En muebles de Ikea y un adosado en Montecarmelo? ¡Venga ya! ¡Qué espanto!
Echó un último vistazo al reloj. Esperaba ansioso la llamada que le confirmase que ya todo se había hecho. Confiaba en aquel yonqui para hacer el trabajo. Al fin y al cabo, no exigía una gran dificultad cortarle el cuello a una mujer dormida. Se podía permitir ir hasta arriba de coca, aunque había jurado que no tomaría nada hasta terminar. Y lo mejor de todo era que, si algo salía mal, no había nada que lo pudiera relacionar con él. Ni siquiera su asesino podría decir una sola palabra acerca de su persona. No tenía ni idea de quién era ni de dónde provenía. Se había tomado las molestias de presentarse con otro nombre y hacer el pago en efectivo. Y ¿cuántos hombres respondían a su descripción? ¿Alto, moreno y con pinta de rico? ¿Qué más podría decir de él? Incluso el teléfono al que debía llamar al terminar, era un terminal de prepago que destruiría en cuanto pasara la noche.
Por otro lado, nadie los había visto salir y entrar del edificio, de eso estaba seguro, pues no habían coincidido con ningún vecino en toda la finca.
Roberto sonrió satisfecho.
De su cartera sacó la foto que había conseguido de su sobrina. Debería destruirla, solo por precaución. La miró, despidiéndose de ella. La verdad es que era guapa. Muy lejos del tipo de los Fernández de Oviedo, que tradicionalmente eran mujeres hermosas, altas, fuertes, bien dotadas, de las que causan sensación. Su sobrina tenía la apariencia de un duendecillo con atractivo. Poseía una mirada que lo abarcaba todo, de almendrados ojos grandes. Iba un poco encogida, como si no quisiera llamar la atención, pero lo cierto es que, a su manera, tampoco pasaba desapercibida. Reconoció con cierto orgullo familiar que la hija de su hermano tenía clase. Además, siguió pensando Roberto, para haberse criado con una hippy, vestía muy bien. En sitios baratos –recordó las etiquetas de Zara y Cortefiel que había divisado sobre la pulcra mesilla de la entrada de su apartamento–, pero con cierto estilo.
Sin embargo era poquita cosa y no cabía en su mundo. Esa era la verdad.
Mientras esperaba, cada vez más inquieto, que se acabase con la vida de una persona por orden suyo, trataba de encontrar su conciencia. Sin éxito. No sentía ni un ápice de remordimiento. No creía estar haciendo nada especialmente malo. Por el contrario, iba a recibir muchos beneficios. Este último pensamiento, el de la herencia que recuperaría, lo hizo olvidarse completamente de tratar de sentirse mal por lo que había hecho. El dinero era muy importante para él. En realidad, el dinero era lo único para él. En cuanto recuperase la herencia podría seguir adelante con su vida. Nada cambiaría a peor tras la muerte de su padre. Tendría todo el bienestar material para el que había nacido.
Fidel entró en la parada de metro de Gran Vía y no se molestó en pagarse un billete con las monedas que había conseguido en el ratillo que estuvo tocando la guitarra en la Puerta del Sol. No. Simplemente saltó por encima del torno e hizo caso omiso de los gritos del taquillero. Sabía que el taquillero no saldría de allí y hasta que llegase un guardia jurado… ¡Le encantaba Madrid! Y ciertamente que había echado de menos la ciudad. Llevaba un par de años de vagabundeo en compañía de Diana. Barcelona, Londres, París, Los Ángeles, incluso Holllywood y un par de viajes relámpago a Las Vegas. Lo habían pasado bien, pero ahora estaba de regreso, con los bolsillos más vacíos que cuando se fue, tal y como su compañera de viaje le había hecho notar, y solo de nuevo. Y Fidel no sabía estar solo.
A veces pensaba que tenía que haber hecho como Luna, centrarse, estudiar una carrera y buscarse un empleo respetable, pero en el fondo sabía que eso no era para él. Demasiados años viviendo en la anarquía. Claro que su hermana se había criado igual que él, durante mucho más tiempo, y ahí estaba, tan completamente imbuida en la estabilidad y las normas que no parecía haber hecho otra cosa en toda su vida.
También la había echado de menos a ella. Después de todo, ambos eran lo único que tenían en el mundo. Hasta que había aparecido Diana, para Fidel, Luna y su madre eran toda la familia con la que había podido contar. Sobre todo Luna. Sara, con sus adicciones, era otro cantar.
Sabía que Sara había muerto. Había mantenido el contacto lo suficiente como para saberlo y como para imaginar lo duro que había sido para su hermana. Pero, ¿para qué engañarse?, desde el lejano estado de California, donde estaba en aquel momento con Diana haciendo el amor en la playa y vendiendo camisetas pintadas, realmente la cosa no parecía tan mala. Y como tampoco tenían dinero para retornar, era mejor no hacerse mala sangre y seguir con el día a día.
Ahora por fin regresaba. Volvía a su hogar. Volvía a su Luna.
De pie, en el metro, rodeado de extraños y sin necesidad de agarrarse para mantener el equilibrio mientras el tren se deslizaba por los túneles subterráneos de la ciudad, Fidel sonrió al pensar en ella. No le había avisado de que llegaría hoy, no teniendo muy claro, con el presupuesto que tenían de vuelta, cuánto tiempo les costaría lograr aterrizar en el Adolfo Suárez de Barajas.
Así era más cómodo. No le esperaba y, por lo tanto, no se preocupaba.
Ignoraba si su hermana estaría en casa, pero, con lo precavida y poco social que era, tenía más probabilidades de encontrarla en su apartamento siendo sábado que entre semana, que trabajaba.
Fidel siempre había sentido una ligera curiosidad por conocer quién era el hombre que había engendrado a Luna y descubrir si era tan metódico, ordenado y responsable como ella. Si así fuera, se aclararía por qué su hermana era tan opuesta a Sara en todo. O quizás la genética no fuera la causante del carácter de Luna, quizás tan solo se debía a un efecto rebote de todo lo que había vivido. En el momento en que su hermana había tenido edad de vivir como le daba la gana, había procurado con disciplinada minuciosidad hacer lo contrario que había visto en su madre. Y no cabía duda de que lo había logrado.
Deseoso de estrechar a Luna entre sus brazos y de verla preocuparse por él y coserlo a preguntas sobre todo lo que había hecho, Fidel se apeó en la parada de Cuatro Caminos y, como ya le había sucedido otras veces, equivocó la salida y tuvo que andar más de la cuenta hasta llegar al edificio donde su hermana había alquilado su pequeño apartamento.
No le importó que no estuviera. Esperó en la calle hasta que una mujer mayor salió del portal. Luego entró y, sin ningún remordimiento, forzó la cerradura con una especie de ganzúa que llevaba en su petate.
Echó un primer vistazo y sonrió.
—Luna, Luna, Luna, nunca cambiarás —dijo entre dientes.
Desde la última vez que había vivido con ella, su hermana se había construido un hogar, algo perceptible a pesar de los muebles baratos. Se imaginaba perfectamente a Luna leyendo apaciblemente en el sillón orejero, bajo la lámpara de pantalla beige, o pintando sus numerosos cuadros ante la ventana que daba a la calle.
Encogiéndose de hombros en un gesto típico de él, se dirigió a la nevera. Su organizada Luna no lo decepcionó. Tenía una fiambrera con un guiso de carne, pasta con la salsa de champiñones que le salía de muerte y, ¡oh sí!, las sobras de un pastel de queso. Después de servirse a gusto y de repantigarse en el sofá a ver un partido de fútbol carente de interés, se acostó sin remordimientos en la única cama que había en la casa. Cuando Luna llegara, ya verían lo que hacían. Con un poco de suerte, su hermana lo vería tan dormido que no lo despertaría y se iría ella a dormir al sofá.