Читать книгу E-Pack autores españoles 2 octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 18
Capítulo 12
ОглавлениеSEGUNDO INTENTO
—Y eso es todo lo que te puedo decir por ahora —terminó Nacho Rullatis, que se había presentado en casa de Bosco en cuanto este dejó a Luna en su apartamento. A pesar de la hora y ante la gravedad de lo averiguado, el experto dedicado a temas de seguridad e investigación no había dudado en alarmar a su buen amigo. Por otro lado, no era la primera noche que se pasaban en vela juntos, y casi todas las veces anteriores por motivos mucho más banales.
—¡Joder! —el miedo provocó que Bosco dejara salir algo de su ira—. ¿Entonces no sabemos quién pudo haber matado al yonqui?
—No. Y ante la falta de pruebas, a la policía le gustaría seguir pensando que ha sido una sobredosis. De ese modo, tendrían el asesinato de Roberto resuelto. Pero precisamente la oportunidad de las pruebas, el arma con las huellas encontrada, la excesiva facilidad con la que todo encaja, les hace dudar. Y a mí también. Nunca he creído en el trabajo fácil.
Y Bosco no iba a desestimar los instintos de su buen amigo, que nunca fallaban.
—Esa… persona, ese asesino —se corrigió rápidamente— todavía puede querer hacer algún daño a Luna.
Nacho no se molestó en tranquilizar a su amigo. Precisamente por ese motivo y sin necesidad de consultarlo, había puesto a la muchacha vigilancia las veinticuatro horas del día.
—Sabiendo lo que sabemos y teniendo en cuenta quiénes se beneficiarían con la muerte de Roberto, nos quedan pocas piezas por investigar: la consejera delegada María Ángeles Vamazo y los Fernández de Oviedo de la otra rama de la familia. Pero para tener en cuenta a estos últimos no debemos olvidar que tendrían que querer eliminar a Luna de la ecuación también, si tomamos la herencia como móvil, tal y como tú has deducido. Claro —añadió como si se le acabara de ocurrir —que también cabe la posibilidad de que sean los dos juntos. No sería la primera vez que llevo un caso en el que hay más de un culpable. Muerta Luna, se reparten la torta. En cualquiera de los dos casos, tu mujer está en peligro.
—De lo que no caben dudas es de que Roberto contrató a Félix Rojas para matar a Luna. ¡Qué hijo de puta! —bajo la superficie de buena educación que siempre ostentaba Bosco, sus ojos traslucían la furia que le consumía—. Barajando la tesis de que fuera Vamazo quien le matara a él…
—Estoy prácticamente seguro, Bosco. La policía tiene pruebas de que lo hizo Rojas, sus huellas en el puñal y todo eso… pero es demasiado obvio para mi gusto. ¡Por amor de Dios! Las cinco huellas bien pegaditas en el mango y el cuchillo allí sin más, a simple vista, encima de una silla. ¡No me lo trago!
Conociendo a Nacho como lo conocía, Bosco no lo dudó.
—Bien, ¿Vamazo mató también al yonqui?
—Estoy seguro, pero tampoco puedo demostrarlo. Quizá usó un matón. —Con la mano extendida sobre la mesa junto a formularios e informes, Rullatis señaló unas desagradables fotos que había conseguido del informe policial.
—Los quiero vigilados, Nacho: a los familiares de Luna y a la consejera delegada. Será la mejor forma de proteger a Luna, pero también de acabar desvelando todo.
—No tienes que decirlo. Estoy en esto contigo, no permitiré que le pase nada.
Bosco sabía que Nacho antes perdería una mano que permitir que a esa Luna, a la que no conocía personalmente todavía, le sucediera algo malo.
—¿Qué hay del préstamo?
—Las cuentas están clarísimas. Vamazo se fue quedando con parte del accionariado, comprando a accionistas minoritarios, pero también a base de cobrar con desmesurados intereses los préstamos que le hacía a Roberto. Imagino que, si Roberto heredaba, todo el poder que ella había ido acumulando carecería de importancia. No se podía permitir que Roberto se recobrase económicamente.
—¿No has pensado que Roberto pudiera tener algo que ver con la muerte de su hermano y su padre? —preguntó Bosco, expresando un temor que no se había atrevido a concretar hasta ese momento—. No me fío de la casualidad, y tampoco de las muertes tan seguidas. A fin de cuentas, Roberto necesitaba el dinero. Pudo eliminar a su hermano para que su padre le permitiera gestionar su parte y, cuando el viejo se enteró de todo, o al menos de sus deudas, se lo cepilló también.
Nacho se encogió de hombros con la indiferencia del que ha aceptado hace mucho que no puede luchar contra todas las maldades del mundo.
—Llevo lo suficiente en este trabajo como para aceptar que nunca lo podré saber todo. Sí existe el crimen perfecto, a pesar de lo que los idealistas piensen. Tu teoría no es descabellada, pero imagino que nunca lo sabremos.
El sonido de una alarma interrumpió la conversación.
—¿Qué pasa? —preguntó Bosco.
—Alguien sin identificar está en el piso de Luna —la intranquilidad sonaba clara en la voz del exlegionario.
Ambos hombres estaban en marcha antes de que Nacho pudiera dar ninguna explicación.
—Hermosa Marian, ¡eres insaciable! —Javier Barceló, de segundo apellido Fernández de Oviedo, contemplaba deleitándose el reflejo de su amante a través del espejo, mientras se ajustaba la corbata después de ponerse la camisa. A pesar de los cincuenta años de edad de su compañera de cama, la madurez de esa mujer no había conseguido envilecer un ápice su cuerpo, que en ese momento descansaba lánguido entre las sábanas de satén—. Ya sabes que he de irme. Mi mujer no tiene paciencia y vuelve a mi secretaria loca si estoy en paradero desconocido más tiempo del acostumbrado.
—Te tienes que separar, Javi. Es la moda ahora —dijo María Ángeles aparentando despreocupación—. Así podrás hacer lo que te dé la gana con la única responsabilidad de pasarle una cantidad mensual a tu mujer. Te evitas también tener que afrontar sus gastos, y ella se tendrá que ajustar al presupuesto que acordéis y, para poner la guinda, te quitas el jaleo de los niños de en medio.
—Cielo, precisamente me casé para tener ese jaleo. —Se puso los pantalones sin darse cuenta del daño que hacían sus palabras—. Me gusta mi familia.
María Ángeles hizo caso omiso a la punzada de celos. No lograría nada perdiendo los papeles. Sus anteriores ataques de mal genio ya habían demostrado que Javier no tenía paciencia.
—Para ser un hombre de familia, todavía no has conocido a tu sobrina, ¿o sí y no me lo has contado? —dirigió la conversación hacia el tema que le interesaba. Quizá no podría tenerlo a él por completo, pero al menos sacaría algún provecho del revolcón.
—¡Qué va! Tampoco tengo ganas, no creas. Recuerdo vagamente a su madre. Una pirada, todo el día de juerga y siempre bebida. Álvaro perdió la cabeza con ella. Pero cualquiera sabe si esta Sol, surgida de no se sabe dónde, es en verdad Leticia.
—Sol no, Luna, tonto.
—Sol, Luna, lo que sea. Un nombre hippy como cualquier otro. —Poco le importaba mientras no interfiriese directamente en su vida—. Los Montalvo, que ya sabes que eran íntimos de Álvaro, quieren ayudarla a introducirse en sociedad.
—No le hace falta mucha ayuda en ese sentido. Bosco Joveller se ha prendado de ella y es su abanderado.
—¡No jodas! —un largo silbido expresó la admiración de Javier—. ¿Qué es?, ¿muy guapa?
—Más bien poquita cosa. Del tipo vulnerable. Imagino que hay hombres que pierden la cabeza por ser caballeros andantes.
—Tú nunca necesitarás un paladín que te defienda, ¿eh?
María Ángeles desechó recrearse en la idea de que otro luchara sus batallas. De sobra sabía que deleitarse en ese tipo de sueños no llevaba más que tristeza a su corazón. Hacía tiempo que había aceptado que ella, y solo ella, tomaba de la vida lo que quería, que nadie la cuidaría ni miraría por sus intereses.
—¿No te molesta que con la aparición de Luna dejes de heredar un buen pellizco? —le preguntó curiosa, pues no terminaba de entender la indiferencia con que Javier había recibido la aparición de la heredera.
Javier se encogió de hombros mientras se ponía su chaqueta de Hugo Boss. Su gesto fue tan casual que María Ángeles no pudo averiguar si mentía.
—Nunca soñé con tocar nada de Ovides. Primero estaba el viejo avaro, que no quería soltar el timón del barco, y luego Álvaro y Roberto.
—Si Luna no existiese, Ovides pasaría a ti y a tus hermanos.
—¿Y qué me sugieres que haga, Marian? —le preguntó con desgana mientras se inclinaba sobre la mujer desnuda y le daba un protocolario beso de despedida—. ¿Que la asesine?
Las palabras quedaron flotando en el dormitorio del hotel cuando Javier salió cerrando suavemente la puerta. María Ángeles se mordisqueó el labio nerviosa. Las cosas no iban como ella esperaba. Últimamente estaba jugando muy fuerte y perdiendo la paciencia muy rápidamente. No podía permitirse el lujo de fallar justo ahora, cuando estaba más cerca que nunca de conseguir todo lo que quería.
Se pasó las manos por las partes del cuerpo donde todavía sentía las huellas de Javier. Acababa de marcharse y ya lo estaba echando de menos. Llevaban más de quince años liados. Había aguantado por él más que una fiel esposa. Y aunque sabía que siempre había sido la última de una larga lista de obligaciones que Javier consideraba más importantes –su familia, su trabajo, sus amigos, el club de golf, sus otras amantes temporales–, nunca había podido dejarlo. Javier era el responsable de que ella pudiera acercarse a entender de alguna manera las dependencias. Se había enamorado de él como una escolar y continuaba encandilada a pesar de los años pasados. En un súbito impulso por volver a verlo se acercó a la ventana. Sola como estaba no se molestó en cubrir su desnudez. No se preocupó de que la lámpara de pie de la habitación la iluminara. No había nadie a aquellas horas por la calle y dudaba que alguno de los vecinos del edificio de enfrente estuviera despierto.
Abajo, en el asfalto desierto y húmedo tras el riego de los encargados de la limpieza, Javier se subía a su Volvo.
María Ángeles deseó con fiereza que no tuviera otra mujer, que no perteneciera a nadie. Y en la fuerza de su deseo, no vio el pequeño Volkswagen negro que siguió al coche de Javier y dobló la esquina tras él.
Luna se había despertado para encontrarse con la peor pesadilla que una mujer podía tener. El desconocido la tenía completamente inmovilizada. Sentado a horcajadas sobre ella, Luna sintió asqueada como le pasaba la lengua sobre el cuello mientras le murmuraba obscenidades. Con las rodillas le tenía sujetas las manos y Luna solo podía tratar de retorcerse bajo él a la vez que forcejeaba para soltarse. En un momento en que él se acercó a besarle la boca, superando todo su asco, Luna lo mordió con todas sus fuerzas. Sintió el sabor de la sangre en su boca, lo cual le provocó unas náuseas que pasaron desapercibidas ante la intensidad de la lucha y la reacción rápida de él, que le estampó un puñetazo en el rostro.
—¡Zorra de mierda!
Luna estaba tan asustada que ni siquiera sintió dolor. En un momento de vértigo horrible lo vio abrirse los pantalones. A pesar del alboroto, oyó el sonido de la cremallera cuando el desconocido se la bajó en un único y rápido movimiento. El pánico la invadió. Se retorció con más ahínco, cada vez más convencida de que no iba a poder escapar. Consiguió liberar una mano y, asustada como estaba, no dudó en dirigirla en forma de garra al rostro del intruso.
Él chilló. Descargó otro puñetazo que estampó la cabeza de Luna contra el cabecero. Le volvió a atrapar la mano con la rodilla y de un tirón le desgarró el camisón. La joven sintió que se moría al notar como le sobaba los senos apenas cubiertos por una fina camisola interior de tirantes.
El cuerpo de Luna dejó de sufrir. Lloraba, aunque no oía sus gemidos ni sentía las lágrimas cayendo a raudales por su rostro.
Sin embargo, en un instante, todo cambió. Un segundo tenía al violador encima de ella, y al segundo siguiente él salía despedido por la habitación contra el armario empotrado.
Ante el desconcierto de la joven, dos desconocidos más habían entrado en la habitación. Uno de ellos, sin duda el que le había quitado a su agresor de encima, estaba terminando, con un par de firmes y últimos golpes, de noquear al violador para reducirle y, sacando unas esposas de detrás de su cintura, lo esposó. Con un asentimiento de cabeza hacia una asombrada Luna, lo sacó de su cuarto.
—Quédate con ella. El jefe debe estar al caer.
El otro hombre desconocido, joven y fuerte, vestido con unos vaqueros, una camisa y una chamarra bajo la que se ocultaba una sobaquera donde la joven le vio guardar un arma con la que había entrado en la mano, le mostraba ahora las palmas y se acercaba a ella mientras le hablaba en tono suave.
—Trabajo para Bosco Joveller —le dijo sabiendo que el nombre del empresario significaría algo para la víctima ante él—. Teníamos el piso bajo vigilancia y al ver que había un intruso, hemos decidido entrar —le explicaba tratando de usar frases breves, sabiendo que la conmoción que sufría Luna tras el ataque, le impedía seguramente entender ni lo que había sucedido ni qué hacían ellos allí—. Ahora está segura. Joveller no va a tardar nada en llegar. Está en camino.
Se acercó con pasos lentos a la cama, mientras le seguía mostrando las manos, serenas y firmes.
—Todo ha terminado. —Y haciéndole una señal hacia su cabeza, le preguntó—: ¿Puedo? —No esperó a que ella asintiera y Luna sintió su mano, suave, bajo su mandíbula mientras sus ojos le examinaban analíticamente la cara y los hematomas que ya amenazaban con aparecer.
Cuando Bosco y Nacho llegaban al apartamento de Luna, lo primero que vieron fue a uno de los empleados de seguridad salir del piso llevando esposado a un hombre con la bragueta abierta y todos los síntomas de una buena pelea. El corazón de Bosco se le cayó al suelo.
—No ha pasado lo peor —se adelantó a decirle avergonzado el guardia—, pero nos hemos confiado pensando que era el hermano y hemos perdido unos segundos preciosos…
El salvador de Luna no pudo terminar la frase. El puño de Bosco, rápido y concienzudo, se descargó en un formidable golpe contra el estómago del violador que se dobló en dos sobre sí mismo por el dolor.
Sin molestarse en mirarlo, Bosco se dirigió a Nacho:
—Es mío —exigió con tono duro—. Pero antes quiero ver a Luna.
—Otro de mis hombres está con ella —Nacho le hizo un gesto amigable en el hombro antes de verle correr hacia el dormitorio.
—¿Llamamos a la policía, señor? —le preguntó su empleado.
Rullatis sabía que estaba yendo contra las normas de su propia empresa, por no hablar de la ley, y que se jugaba algo más que una cuantiosa multa por la infracción, pero no dudó:
—Todavía no. Lleva a este cerdo a las oficinas, a la sala de interrogatorios. Asegúrate de que no tiene móvil, que no se pone en contacto con nadie. Aislamiento total. No sé cuánto tardaremos en estar allí —y cuando el hombre ya se iba, añadió—: que no se os olvide, ¡es de Joveller! por muchas ganas que le tengáis.
Nacho fue hasta el dormitorio. En ese momento el segundo de sus hombres abandonaba la habitación.
—Señor —saludó con una inclinación de cabeza a su jefe—. Lamento lo ocurrido.
—Habéis evitado lo peor. ¿Cómo está ella?
—Es una mujer fuerte, aunque no lo parece. La histeria está cediendo y con él —hizo un gesto hacia Bosco— parece recobrarse más rápido.
—Mañana analizaremos qué ha pasado. Ahora dejadnos.
Nacho solo echó un vistazo al dormitorio donde Bosco cubría a una pequeña mujer con sus brazos. El ex legionario solo llegó a vislumbrar un diminuto pie desnudo sobre la cama deshecha. Fue suficiente para que se despertase su afán protector. No era el mejor momento para conocer a la mujer que volvía loco a Bosco. Pero, por Dios, daba igual qué mujer fuera. Había poco más que Nacho odiase con tanta fiereza como los violadores, tan solo los pederastas. No soportaba los abusos contra los débiles. Apretó los puños conteniendo las ganas de golpear algo.
Quizá debido a su impresionante fuerza, de la que gozaba desde niño y solo había tenido que incentivar con un poco de ejercicio y pesas, nunca había tolerado que se maltratase a nadie impunemente a su alrededor. Ya en el colegio se había visto envuelto en más de una pelea por meterse donde no le llamaban, siempre para defender a alguien. Los abusones le ofendían. No los podía entender. ¿Dónde estaba la gracia en tirar al suelo a alguien que caía con tanta facilidad?
A él le atraía lo difícil. Le gustaba todo aquello que suponía un reto.
Que además, el abusador gozase con el dolor y la humillación del abusado le solía poner de muy mal genio.
Bosco siempre le acompañaba, pero al no ser tan grande ni tan fuerte, solía salir bastante peor parado que el enorme italiano al que muy pocos, ni siquiera los mayores que él, podían tocar un pelo de su cabeza. A los doce años, sus compañeros le apodaron Obélix, en honor al gigantesco protagonista de los cómics de Albert Uderzo.
Rullatis era muy consciente de su fuerza. Cuando tomaba la mano de una mujer, dejaba la suya prácticamente blanda por temor a apretar sin darse cuenta. Sus movimientos solían ser controlados. Y había aprendido, con la edad, a controlarse y moderar su fuerza. El Ejército le había dado disciplina y le había enseñado a canalizar la ira.
Ahora, pegado a la pared del cuarto de Luna, oyendo sus entrecortados hipidos y los suaves susurros de Bosco, recurrió a toda su fuerza interior para no bajar por las escaleras, los escalones de cuatro en cuatro, y apretar el cuello hasta matarlo del hombre que habían cogido. Sin embargo, sabía que Bosco tenía todo ese derecho, y él no se lo iba a negar.
Bosco se despidió de Nacho en el portal de casa de Luna. No le dijo nada, pero su mirada le dijo a las claras que no hiciera nada sin él.
—Me llevo a Luna a casa —le informó después de presentar a la aturdida joven que le sonrió por encima de su enrojecida cara.
—Hola. —Luna había oído hablar de Nacho con anterioridad a Bosco. Le había comentado que era uno de sus mejores amigos, sino el mejor, y que eran amigos desde niños. Le hubiera gustado causar mejor impresión en el primer encuentro. Pero seguía aturdida y afrontaba la realidad como si su mente planeara por encima de ellos. Hasta los sonidos le parecía que estaban filtrados. Le llegaban como si fueran a través del agua.
Bosco había esperado paciente a que se vistiera en el cuarto de baño. Se había vestido como para hacer montañismo, con ropa abrigada, jersey de cuello vuelto, porque sentía un frío especial, no debido a la temperatura exterior, sino al choque emocional, que la ducha caliente no había conseguido eliminar. Al menos, se consoló, la ducha le había eliminado la sensación de suciedad de su cuerpo, le había limpiado del contacto con el violador.
Ya en la calle, echó un vistazo hacia atrás, hacia su hogar. Le parecía que no había nada suyo ahora mismo allí y agradecía que Bosco hubiera dado por hecho que no podía quedarse a dormir en ese apartamento y que iba a dormir en su casa. De repente, el dormitorio que ya había utilizado en otras dos ocasiones, se le antojaba el paraíso. Tan neutro, tan cálido, tan cómodo.
Santiago los recibió, con toda su profesionalidad, con una ligera mirada de alarma que recorrió preocupada la figura de Luna de arriba abajo.
—Tiene su dormitorio preparado. En cuanto esté lista le llevaré un vaso de leche caliente y un sedante para que duerma tranquila y sin pesadillas.
Bosco, cariñoso como solo él sabía serlo, no se separó de ella y la esperó sentado a los pies de la cama mientras ella se volvía a desvestir en el cuarto de baño y se ponía un pijama de franela a cuadros escoceses abrochado hasta el último botón y unos calcetines granates de lana bien gorda.
Cuando salió, se sentó junto a Bosco en la cama. Éste le obligó a beberse despacito la leche y a tomarse la pastilla.
—Te relajará. Necesitas descansar.
—No quiero quedarme sola. —Se atrevió por fin a decir en voz alta.
—No te pienso dejar —le mintió él. Y depositando el vaso vacío en la bandeja de la mesilla de noche, ayudó a Luna a meterse entre las sábanas, la cubrió con el edredón, y se tumbó a su lado, abrazándola por encima de la colcha.
Solo se oyó un temblor en la respiración de Luna, el hipido entre cortado de después del llanto, así que Bosco incorporó su cabeza para mirarla bien.
—No voy a llorar más —le aclaró ella en voz baja.
—Puedes hacerlo si quieres.
Ella negó, mientras se le cerraban los ojos.
—Ya he llorado para toda una vida. —Volvió a abrir los ojos, como si un pensamiento la hubiera espabilado—. ¿Por qué me ha pasado esto, Bosco? ¿Tú lo sabes? —Había miedo en su cuestión y el millonario sintió de nuevo la rabia.
—No, no lo sé. Pero pienso averiguarlo. ¿Confías en mí, verdad Luna?
Ella no tuvo que pensarlo. ¡Por supuesto que confiaba en él, en que era incapaz de hacerle daño.
—Sí —asintió convencida.
—Pues te prometo que aquí estás segura.
—Lo sé. —Tragó saliva mientras trataba de analizar sus temores—. Creo que me daba miedo quedarme allí después de lo que ha pasado.
—¡Ni en broma te hubiera dejado allí! —No era el momento, por supuesto, y él lo sabía, pero le dieron ganas de hablarle de lo que le gustaría que viviera allí, en su casa, con él, para siempre.
—Gracias.
—Para eso estamos los amigos —le dijo él bromeando mientras le depositaba un beso en la coronilla.
—Gracias —musitó mientras se le volvían a cerrar los ojos.
Bosco esperó un rato, acariciando el pelo de Luna y asegurándose que no se despertaba y que el sedante había cumplido su función. Echándole un último vistazo y dándole un tierno beso en la cara y en los labios, se marchó de allí sabiendo que nada ni nadie podría acercarse a ella mientras estuviese en su casa.
—Ha entrado con la llave de Fidel, Bosco. Todavía la llevaba en el bolsillo junto con esto.
Nacho, ante una mesa de su sala de reuniones, sacó de una bolsa el collar y los pendientes que Luna había lucido tan feliz tan solo hacía ¿cuánto? ¿Seis horas? Parecía que habían pasado siglos desde la cena a la que habían acudido los dos a casa de Elvira.
—Quiero matarlo —dijo Bosco con voz sombría. Había llegado hacía tan solo unos minutos, vestido en vaqueros y con la rabia contenida bajo muy frágil presión. En cuanto se había ido de la presencia de Luna, su rostro se había endurecido y la determinación en él se había hecho firme.
Santiago le había despedido con un liberador y competente: «no se preocupe de nada de la casa. Me quedo al mando y, si pasase algo, le avisaría enseguida».
—No puedo soportar la idea que esa carroña esté viva después de haberla tocado —siguió expresando su sentir a su amigo.
—Y sabes que yo tan solo me desharía del cadáver y jamás lo reconocería ni ante mi padre, Bosco. Pero primero hay que averiguar quién está detrás de todo esto. Lo de esta noche no ha sido un intento de violación. Ni siquiera un robo con un ladrón que se despista y se pone a violar. Este hijo de la gran puta iba a matar a Luna y simplemente se entretuvo en el camino. —Dejó pasar unos segundos mientras su amigo consideraba sus palabras—. ¿Cómo está ella?
Bosco no quería pensar en Luna. No quería evocar cómo la había visto: asustada, dolorida, humillada, ultrajada, desorientada y absolutamente desvalida y frágil. No quería recordarla así porque necesitaba tener la cabeza fría, y sabía que si la imagen de la mujer que amaba lo rondaba acabaría cometiendo un asesinato.
¿Qué secuelas podrían quedarle a la joven tras un ataque como este? ¿Necesitaría ayuda psicológica para superarlo o bastaría con dejar que el tiempo hiciera su trabajo? Como la furia volvía a embargarlo, se centró en Nacho, que estaba hablándole.
—Tenemos algo de tiempo para interrogarlo, pero luego debo llamar a la policía, Bosco, no solo porque es lo estipulado, sino porque Luna debe denunciarlo y la denuncia se irá al carajo si no encaja adecuadamente en horarios y partes médicos. Tu abogado puede encargarse luego de los detalles para armonizar todas nuestras declaraciones, pero más vale que acabemos con nuestro invitado antes de que se haga de día.
El convidado en cuestión continuaba con la bragueta abierta y el pantalón desabrochado, aspecto de su indumentaria que no había podido corregir debido a seguir esposado. Al verlo, a Bosco le volvieron las ganas de matarlo otra vez. No quiso dejar que su mente vagara sobre lo que podría haber pasado si los hombres de Nacho hubieran tardado un poco más.
Nacho. Su fiel amigo estaba detrás de él, todavía echando un vistazo a la ficha que había conseguido sobre el violador.
—Marcelino Gutiérrez —leyó en voz alta—. Tienes un bonito historial —recitó con aburrimiento una larga lista de delitos de mayor o menor importancia que iban desde hurtos hasta tenencia de drogas, pasando por dos denuncias, que no llegaron a más, referentes a intentos de violación. Nacho dejó los folios a un lado mientras con un elegante gesto se sentó ante la mesa frente a Marcelino.
Bosco podía imaginarse que el muy imbécil estaba intimidado por Nacho. Dado que su amigo era del doble de tamaño que un hombre normal y que, a pesar del traje chaqueta elegante, se adivinaban sus músculos bajo la ropa, el agresor de Luna pensaría que el mayor problema de esa sala era él. Pero Bosco sabía muy bien que eran su propia ira y su odio a los que Gutiérrez debía temer.
—A mí me gusta que la gente sepa a qué atenerse conmigo —le estaba diciendo con voz monótona Nacho—. Así que te lo voy a dejar muy clarito: no soy de la pasma, como ya te habrás dado cuenta, por lo que los derechos civiles y demás pamplinas yo me los paso por el forro. Es cierto que, si sales de aquí con vida, y presta atención, he dicho «si», puedes denunciarnos. Pero más vale que lo sepas desde ya. De aquí no te vas sin decirnos quién te contrató.
—No sé de qué me hablan…
—Aún no he terminado —atajó Nacho—. He dicho que, si sales de aquí por tus propios pies, no te vas sin decirnos quién te encargó el trabajito y sin la correspondiente denuncia por intento de violación, agresión, allanamiento, hurto… y seguro que me dejo algo en el tintero. En cuanto a la posibilidad de que, si sales de aquí por tus propios pies, seas tú quien nos denuncie a nosotros por agresión, te digo desde ya que serás un caso más de los que se pierden en la burocracia judicial. Tenemos medidas muy aburridas y efectivas para lograr que ese tipo de papeles nunca encuentren asiento. —A continuación, Nacho se inclinó sobre el esposado, su nariz rozando prácticamente la nariz del otro, y procedió a hablarle tan bajo que Bosco no consiguió entenderlo. Solo cuando Nacho se irguió y lo miró asintiendo con la cabeza, el famoso empresario se levantó con aparente tranquilidad de su silla y se acercó a ellos.
En aquel momento, en la sala solo se oyó un ligero jadeo y el ruido de agua al caer. El hombre de la bragueta abierta acababa de comprender que su verdugo, al que de verdad debía temer, se estaba acercando, y solo al sentir el calor entre las piernas, se dio cuenta de que se estaba haciendo pis encima.