Читать книгу E-Pack autores españoles 2 octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 12
Capítulo 6
ОглавлениеSU HISTORIA
Aunque había desarrollado un repentino, inesperado y más arraigado amor por Luna de lo que nunca hubiera creído que se daría en él, no ya por cualquier mujer, sino por una a la que acababa prácticamente de conocer, Bosco no conseguía sentir el más mínimo respeto por su hermano. Era Fidel el tipo de persona que despertaba en él todos sus recelos, por no decir antipatías: el típico «vaguete» simpático que se deja caer a la espera de que sus necesidades sean satisfechas sin ningún tipo de esfuerzo por su parte y sin valorar, por supuesto, lo que los demás hacen por él.
A la mirada sagaz de Bosco no se le había escapado, una vez en el apartamento de Luna, que el «cariñoso» hermanito se había puesto a dormir en la cama de su hermana –y conociendo a esta como la conocía, intuía que no hubiera sido capaz de mandarlo al sofá, como sospechaba que también lo sabía Fidel– después de haber disfrutado, a juzgar por los platos y fiambreras sucios, de una opípara cena, sin molestarse en recoger.
Comprendía los lazos familiares y las responsabilidades y ataduras que estos exigían, pero sopesando lo poco que sabía sobre el pasado de Luna y habiendo quedado claro que sus dos huéspedes no eran realmente hermanos, le picaba la curiosidad. Y puesto que se había comprometido en acompañar a Fidel en su fase post–trauma, no vio nada malo en dejarle hablar todo lo que quisiera, suponiendo acertadamente que, siendo tan egocéntrico, estaría más que satisfecho de hablar de sí mismo.
Bosco no sintió ni un ápice de remordimiento cuando además lo acicateó con un poco de whisky. A fin de cuentas, el alcohol también ayudaría al muchacho a dormir como un bendito cuando decidiera acostarse, y eso le permitiría a Bosco dirigir la conversación hacia el tema que a él más le interesaba: la mujer que dormía a escasos metros de ellos y que había compartido gran parte de su vida con aquel joven dispuesto a permanecer despierto las próximas horas. Ya que tenía que soportarlo, se dijo Bosco, siguiendo la mentalidad emprendedora que lo había hecho rico, al menos sacaría algún beneficio de tener que acompañarlo.
Luna acababa de cumplir trece años cuando Fidel y José Luis, su padre, entraron en su vida. Apenas una adolescente, Luna poseía la gravedad de las personas que no han conocido las risas o, al menos, no las han vivido muy de cerca. Su madre, soltera, huyó de una familia adinerada en el Madrid de los años ochenta con un cantante de un grupo de música pop de mala muerte, con grandes aspiraciones y poco talento, que actuaban de feria en feria por pequeñas ciudades y pueblos y se entregaban al abandono de las novedosas drogas tan a menudo como podían.
A pesar de que se lo pusieron difícil, pues nació prematura y de bajo peso, Luna fue un bebé saludable, pequeño y excesivamente llorón. Para su madre, la niña fue una extraña que la cargaba de deberes, deberes que no estaba dispuesta a llevar adelante, por lo que su alimentación y atención dependieron de alguna que otra alma caritativa que se apiadaba al oírla lloriquear. A medida que el bebé fue comprendiendo que llorando no conseguía nada, pasó de las lágrimas a los gorjeos y a tratar, inconscientemente, de conquistar a los extraños adultos de pelos de colores y aros en la nariz que asomaban por su sucio moisés de vez en cuando. Su madre, sin embargo, la miraba extrañada de haber salido de la casa donde la había dado a luz arrastrándola con ella. Innumerables ocasiones a lo largo de los años siguientes se preguntaría qué instinto compulsivo la obligó a partir con el bebé a cuestas en lugar de abandonarlo como todo lo demás. En sus escasos momentos de lucidez, se recordaba a sí misma que Luna era lo mejor que había hecho nunca y agradecía ese momento loco en que la había llevado con ella, pues era su recordatorio de que en el mundo había todavía belleza, inocencia y amor incondicional.
Cuando la trayectoria musical del grupo se rompió definitivamente y el último amante de Sara se quedó sin dinero para pagarle las drogas, esta se marchó al pueblo de al lado, donde aceptó un trabajo de camarera. En ese momento sí se olvidó de llevarse a Luna consigo, estaba demasiado borracha o drogada, además de preocupada por su futuro, para recordarla. Fue uno de los técnicos, que se había quedado otro día más para una nueva representación, quien se encargó de «devolverle el paquete», tal como le dijo cuando le llevó a la niña, completamente dormida, con el cansancio que solo provoca el llanto continuo y descontrolado por las horas que había pasado desatendida.
Como el sueldo no era suficiente para pagarse drogas, tras el trabajo nocturno en el bar, Sara se adormecía a base de ginebra a palo seco, tratando de esa manera de soportar el mono. Gracias a su falta de dinero fue como aprendió que el alcohol salía mucho más barato y, a pesar de la tentación, consiguió abandonar de manera más o menos continua las pastillas, si bien se daba un regalo alguna vez, cuando consideraba que se lo había ganado.
Los servicios sociales podrían haberle quitado la custodia de Luna, algo que a Sara le habría venido de perlas si se le hubiera ocurrido, pero en aquel pequeño pueblo y en esas casi chabolas, la norma no dictaba precisamente inmiscuirse en la vida de los demás, por lo que los asistentes sociales jamás se enteraron siquiera de la existencia de la niña. Una vecina de Sara, de más de sesenta años, aquejada de una afección respiratoria y confinada sin salir en su pequeña y desaseada casa, fue la que se encargó de sacar adelante al flacucho bebé, hasta que prácticamente cumplió los tres años. Al alcanzar aquella edad, Luna no hablaba todavía.
Sara se marchó entonces detrás de un nuevo amante, esta vez un jugador de cartas con más suerte que destreza, y que se apoyaba en las trampas más de lo aconsejable mientras daba tumbos por España pegando pequeños timos.
A pesar de que con la madre mantenía una sórdida relación en la que nunca había tranquilidad, el jugador liberó hacia Luna cierto sentimentalismo o instinto paternal que había permanecido siempre escondido, y decidió pagar la matrícula de la niña en una pequeña guardería. Sin embargo, en cuanto las notitas desde el centro escolar se sucedieron pidiendo una cita con los padres o tutores, mencionando la dificultad de integración de la niña o que esta presentaba serios trastornos motores y en el habla, Sara no tardó en sacarla de allí. La discusión que provocó en la pareja esta reacción desencadenó en su separación. El timador acusó a Sara de mala madre antes de desaparecer, decidiendo que ni la desastrosa mujer ni la hija que jamás sería suya merecían su atención ni las constantes broncas que vivir con aquella alcohólica malhumorada generaban.
Aquella fue la primera vez que alguien acusaba a Sara, explícitamente, de no cumplir con su deber de madre adecuadamente y, apesadumbrada tanto por haberse quedado sola de nuevo como por haber comprendido que un hombre temporal en su vida tenía más corazón que ella, decidió cambiar su actitud hacia la niña. Con el petate a cuestas, se llevó a Luna a vivir a un pequeño pueblo del extrarradio barcelonés y encontró un trabajo como cocinera en un restaurante, obteniendo así un horario que le facilitó compaginar su recién descubierta actividad como madre.
El asombro con el que Luna, a sus casi cuatro años, empezó a recibir las muestras de cariño de su madre, sus besos y abrazos, sus repentinos cuidados –de golpe y porrazo era Sara ahora quien la bañaba, daba de comer y acostaba– se transformó en una entusiasta aprobación. Luna empezó a convertirse en una niña confiada y alegre, comenzó a hablar y su mayor placer era acudir a la cama de su madre por la noche, donde siempre era recibida de buen grado.
Sin embargo, el papel maternal de Sara no podía durar mucho en soledad, pues era una mujer que no sabía estar sin un hombre. El nuevo amante, un chulito de barrio de las afueras de la ciudad condal, trabajaba en un taller y robaba coches que desmontaba y cuyas piezas usaba luego para las reparaciones, cobrándoselas a los clientes como nuevas. Las posesiones de la nueva figura paterna de Luna se centraban en un piso de protección oficial –ubicado en un edificio colmenar de diez alturas, en un polígono obrero cercano a su trabajo– y dos coches, resultado de sus robos, que eran todo su orgullo y que usaba alternativamente para mantenerlos siempre a punto, aparcaba con cuidado escrupuloso en un descampado frente a la casa y vigilaba intermitentemente desde la ventana de su salita de estar.
Sara y Luna se mudaron a vivir con él y tuvieron que aceptar las normas, definitivamente estrictas y sin ninguna consideración hacia la niña, que marcó el dueño del domicilio.
Luna tenía prohibido deambular por la casa. En cuanto entraba por la puerta de la vivienda, la niña debía permanecer encerrada en la habitación que él había designado para ella: un pequeño cuarto sin ventana ni ventilación, con un respirador diminuto que daba a un patio interior. Junto a su cama y un baúl para sus cosas, Luna debía dormir con estanterías metálicas repletas de botes de aceites y lubricantes, baterías y faros y todo tipo de piezas de automóviles, así como herramientas. La luz de la estancia provenía de una bombilla colgando del techo y jamás podía tenerla encendida después de las ocho de la noche.
El mecánico ladrón afirmaba temerariamente que a los niños había que imponerles directrices y disciplina y marcarles las pautas para poder tener una convivencia con ellos. Sara accedía a todo de buen grado, agradecida de que alguien tomara las decisiones por ella y asumiera su responsabilidad de educar, y Luna vivió la decepción de perder a la madre a la que había vislumbrado durante aquellos meses y que nunca antes había conocido. Con la serenidad o sumisión que no le quedaba más remedio que tener, aceptó que la ternura y la alegría habían vuelto a desaparecer de su vida.
A tumbos por distintas ciudades, pisos, pueblos, amantes, escuelas y trabajos, Sara y Luna seguían siendo una pareja indivisible, pero con apenas relación. La niña se acostumbró a que su mantenedora tenía un carácter voluble y dejó de esperar nada de ella. Se convirtió invariablemente en el hombro sobre el que su madre se apoyaba en ausencia del hombre de turno y tomó clara conciencia de que lo que quisiera en esta vida tendría que conseguirlo ella misma y por sus propios medios.
Observando la vida de su madre, ya desde muy pequeña, Luna se juró que viviría apartada de los hombres, el alcohol y las drogas, y que algún día se establecería fija en un sitio, crearía un hogar permanente, preferentemente en Madrid –ciudad que su madre parecía evitar y quizá precisamente por eso– y no dependería de nadie para subsistir.
Para cuando Fidel y su padre, José Luis, entraron en su vida, Luna había adquirido ya plena conciencia de la importancia de la educación, insistía en ir diariamente al colegio (a pesar de que su madre no se preocupaba por ello) y había decidido estudiar una carrera. Esta vocación profesional o interés por los estudios lo desarrolló gracias a una profesora de una pequeña escuela de Málaga donde vivieron casi un año entero. La maestra andaluza abrió la mente de Luna hacia los libros, el arte y la expresión. Fracasó en la escritura y lectura –pues ya era tarde para Luna y requirió de la ayuda de un logopeda para perfeccionar ambas disciplinas–, sin embargo, la niña encontró un gran placer en la expresión artística. Pintar la relajaba y le ayudaba a evadirse. Sus cuadros oscilaban desde paisajes de los alrededores a fantasiosas ensoñaciones sobre hadas y mundos irreales, pasando por etapas más oscurantistas –precisamente cuando Sara salía con algún hombre inadecuado– o retratos callejeros y escenas cotidianas. Esta profesora le regaló a Luna su primera caja de pinturas al óleo y acuarelas y un cuaderno de dibujo. En sus momentos de máxima felicidad, así como en los de más tristeza, la pintura supuso para Luna más que un simple medio de expresión: fue una vía de escape cuando la realidad la superaba y un medio de acrecentar el placer de las alegrías de su vida. Como casi todo el que hace algo que le gusta, alcanzó una gran maestría, por lo que sus pinturas se convirtieron, además de en su medio de comunicación con los demás, un medio de vida: los cambiaba por un plato de comida, una noche de hotel, unos zapatos… y aceptaba encargos para poder pagar algunas facturas.
Además de los trabajos por los que Sara iba pasando como la corriente de un río por su cauce, madre e hija se acostumbraron a integrarse en la multitud de mercadillos donde los cuadros de Luna, la mayor parte de las veces en lienzos caseros y sin enmarcar, se vendían como piruletas en la puerta de un colegio.
El padre de Fidel, un fotógrafo viudo, entró en contacto con Luna al examinar los dibujos que esta había expuesto al sol en la Explanada de España en Alicante, mientras su madre servía platos en un chiringuito en la playa del Postiguet. José Luis llevaba a Fidel de la mano y el crío se encaprichó de un perro de juguete horroroso que pegaba un ladrido estridente gracias a las pilas y que vendía un senegalés inmigrante ilegal situado al lado de Luna. Así que, mientras el niño miraba extasiado el peluche, José Luis tuvo tiempo de echar un serio vistazo a las pinturas. Luna había pintado esos días distintos parajes de la ciudad: el Castillo de Santa Bárbara, destacando el perfil del moro en su cuesta de montaña; el magnífico edificio de la Diputación; la Avenida de la Estación con sus palmeras; la antigua estación de Murcia y distintos momentos en la playa. José Luis expresó su interés en que le dejara usar sus dibujos para ilustrar, junto con sus fotografías, un libro que estaba preparando para la Oficina de Turismo sobre la comarca.
A sus trece años, Luna era lo suficientemente espabilada como para saber que aquello daría dinero y lo suficientemente prudente como para posponer el acuerdo a la espera de que estuviera su madre presente, pero también lo suficientemente humilde e ignorante como para no darse cuenta del halago que suponía. Sin embargo, aunque quizá el futuro de Luna como pintora hubiera encontrado allí su posibilidad de atisbar una proyección profesional, tanto el libro como la implicación de Luna en él fueron relegados en cuanto José Luis conoció a la hermosa Sara y quedó completa e irremediablemente seducido por ella.
Por primera vez en su vida, Luna vivió en una casa concebida como tal y con los suficientes recuerdos de la fallecida esposa de José Luis como para conservar todo el calor del hogar. A pesar de su profesión, un tanto liberal, José Luis era un alma tranquila, apasionado de la lectura y la contemplación y, hasta que conoció a Sara, completamente volcado en su hijo.
Por primera vez en su vida también, Luna fue a un colegio privado, empezó a hacerse amistades y, lo más importante para ella, creó lazos con otro niño: Fidel. El hermano que nunca había tenido fue el objeto de todos sus amores, alguien a quien dar cariño, que nunca la rechazaba, la reñía o le decía que no tenía tiempo. Fidel, por su parte, estaba más que complacido con su tierna hermana mayor, ya que su padre parecía haberse olvidado de él.
Cuando José Luis murió, Luna y Fidel se sobrepusieron valientemente apoyándose el uno en el otro para llorar abrazados por la noche. Sin embargo, Sara fue la que peor lo encajó. A sus treinta y seis años, después de haber rechazado la estabilidad y la seguridad del padre de su hija, de haber pasado por un sinnúmero de amantes, había encontrado un amor sereno, una vida ordenada y se había acostumbrado a ella. Prácticamente casi no bebía y se había amoldado a llevar un proceder relativamente normal. Sin José Luis, recuperó todas sus pautas de comportamiento anteriores, su rebeldía y su conducta antisocial con más ahínco que nunca.
Ante la inexistencia de algún otro familiar por parte de José Luis, Sara se vio en la obligación de adoptar legalmente a Fidel. Pero ni siquiera esa responsabilidad la hizo centrarse. Todavía en Alicante, y malviviendo con la pensión del difunto, sacó a los niños de los colegios privados y los pasó a los públicos y volvió a la bebida con auténtica desesperación. Pasó de un amante a otro ajena a todo lo que no fuera el alcohol y las manos de un hombre sobre su cuerpo. Solo cuando era consciente de las miradas de susto y preocupación de Luna y Fidel, lloraba por ellos y los abrazaba hasta que empezaba todo otra vez.
Cuando el último amante del momento trató de pegar a Fidel y Luna, al defenderlo, recibió una paliza que casi la mata, cercana ya la muchacha a la mayoría de edad, se encontró con la suficiente madurez y energía como para tomar las riendas de la familia.
Vendieron la casa de José Luis y se instalaron a las afueras de Madrid, en Tres Cantos, cerca de una Residencia de Alcohólicos donde Sara comenzó su tratamiento. Fidel continuó sus estudios y Luna se matriculó en Bellas Artes, su sueño de toda la vida, gracias a una beca. Además, consiguió un par de trabajos para sufragar los gastos del hogar. No permitió que Sara volviera a caer en malos hábitos: la espiaba con frenesí y se erigió ante ella con autoridad. Le prohibió, terminantemente, aparecer con ningún hombre en el hogar que había construido, y si Sara tuvo alguna relación, no le quedó más remedio que mantenerla en secreto.
A Luna se le partió el alma cuando Fidel, al llegar a la mayoría de edad, decidió no estudiar y, con una gran cantidad de dinero que Luna había conseguido ahorrar, desapareció con una amiga mayor que él que había conocido, al igual que solía hacer Sara antiguamente, en un bar. Aunque Fidel llamara de vez en cuando y esas llamadas tranquilizaran a Luna, aunque volvía a Tres Cantos cada vez que sentía ganas, se enfadaba con sus amistades o las cosas no le iban bien, Luna aceptó que, una vez más, había perdido a otro de los amores de su vida. Y asumió que, aunque al igual que con su madre, ella estaría allí siempre para él, Fidel no estaría para ella, como efectivamente pasaría, cuando lo necesitara.
Cuando Sara empeoró y murió en el hospital de cirrosis hepática, después de que los médicos aseguraran que no había nada ya que se pudiera hacer por ella, Luna se sintió completamente vacía y se volcó en sus aspiraciones profesionales. Para evitar gastos de transporte y como vivía sola, alquiló un estudio en el centro de Madrid. Conocedora de cómo la informática había revolucionado el mundo artístico, se perfeccionó en diseño gráfico, ganó su primer sueldo aceptable como fotógrafa, gracias a las enseñanzas que le había impartido José Luis alguna que otra vez, y así siguió hasta que la contrató la empresa de Elvira.
A sus veintiséis años, Luna pensaba que sabía perfectamente quién era, dónde estaba y adónde iba. Se consideraba afortunada si se comparaba con el resto del mundo: tenía libertad, sin necesidad de dar cuentas a nadie, había alcanzado una considerable independencia, hacía un trabajo que le gustaba y por el que cobraba lo suficiente para mantenerse. Aunque no tenía a nadie en el mundo más que a Fidel, y sus numerosos conocidos no alcanzaban el grado de amistad, bendecía su soledad y la paz de la vida que se había construido.
La soledad no era un problema a resolver, no cuando ella había logrado tener orden, rutinas, limpieza y un lugar al que llamar hogar.