Читать книгу E-Pack autores españoles 2 octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 13
Capítulo 7
ОглавлениеEL ASESINO
Lo primero era eliminar los cabos sueltos. No solo debido al cambio de su estrategia, sino como precaución. Ahora que el pánico atenazaba con sus garras de culpabilidad y miedo al castigo, Roberto estaba cogiendo conciencia del delito cometido. Una idea cobraba forma en su mente: Félix Rojas tenía que ser hombre muerto. Él era el único capaz de relacionarlo con lo ocurrido en el piso de su sobrina. Aunque la noche del encargo había estado muy seguro de que no podría identificarle ni decir nada que pudiera señalarle, con las primeras luces del alba ya no estaba tan seguro. ¿Qué ocurría si por casualidad le delataba? ¡No, no, no, no! No podía arriesgarse a que la policía encontrara a ese maldito yonqui incompetente y le sometiera a un interrogatorio.
La idea de que los yonquis a veces se pasan de dosis pasó por su cabeza, pero, claro está, él no sabía dónde hacerse con la droga.
Sí, tenía que deshacerse de Félix Rojas, y, por esta vez, no delegaría. Él mismo se encargaría de hacerlo, por mucha repulsa que le diera. Una vez desaparecido el yonqui, absolutamente nada ni nadie podría culparlo.
Supuso que no sería fácil descubrir el escondrijo de su asesino a sueldo. Si el tal Félix tenía la mitad de la pizca de inteligencia que aparentaba, no saldría a la luz en una buena temporada.
Roberto se tildó a sí mismo de estúpido por haber confiado en él. Siempre había sabido que, cuando se quiere que las cosas se hagan bien, ha de hacerlas uno mismo. Confundir a la diminuta de su sobrina con ese pintas de su hermanastro… ¡Hermanastro! Roberto bufó interiormente. Desde luego, Sara no había perdido el tiempo. El primero en seducirla podía haber sido su hermano Álvaro, por aquella época cuando ella era alguien decente, pero no cabía duda de que su cuñadita se había estado abriendo de piernas por toda España después de abandonarlo. Raro era que no se hubiera cargado con más bastardos. Claro que, pensó Roberto, ese tipo de mujeres saben cómo evitar tales cosas. Sintió asco, como sentía siempre que pensaba en sexo.
Roberto había experimentado seducción por parte de algunas mujeres a lo largo de su vida, pero esta atracción siempre había sido platónica. El sexo, tal como él concebía el asunto, como un asqueroso intercambio de fluidos, no tenía cabida en su escrupulosa vida. Para un hombre para el que la pulcritud, el orden, la limpieza, concretados en dos duchas diarias con dos cambios de ropa completos y uñas precisamente cortadas, y que siempre se lavaba, incluso sus partes pudendas, después de hacer pis, la realización del acto reproductor era algo completamente repulsivo, y esa repugnancia había sido tan acentuada desde los primeros años de su vida que habían eliminado cualquier impulso sexual ya desde la adolescencia. Por ese motivo, aunque se había sentido atraído por algunas mujeres a lo largo de su vida, había sido esta una fascinación puramente contemplativa: como el espectador de una maravillosa obra de arte. Jamás había sentido lujuria, al menos no hacia ninguna mujer, ni pensamientos obscenos. Su propia reacción puramente masculina ante algunos estímulos le asqueaba y si, tras despertarse de algún sueño, había encontrado su pijama o las sábanas manchadas, los había echado a la colada procurando olvidar el incidente más rápidamente de lo que tardaba la lavadora en blanquear las señales.
De ahí que no comprendiera en absoluto el tipo de relaciones que podía mantener una mujer como su cuñada, con tanta liberalidad y promiscuidad. Solo pensar en tanto contacto le producía un asco enorme.
Abandonó sus reflexiones para centrarse en la mejor manera de encontrar a Rojas. Como no quería dejar pistas de su búsqueda, en lugar de utilizar su sedán tomó un taxi hacia el barrio de Bilbao. Allí se bajó y, envuelto en una gabardina, con el pelo revuelto, comenzó su búsqueda hasta Malasaña. No pudo creer en su suerte cuando vio a la rata en uno de sus puntos de venta de costumbre.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó escamado, a pesar de su alegría por haberlo encontrado, pues no quería pensar en lo que hubiera pasado si la policía lo hubiera llegado a localizar antes que él.
—Intentando sacar algo de pasta antes de que me trinque la pasma. Colega, suerte que has venido. Así me pagas y me piro.
—¿Pretendes que te pague después de no haber hecho el trabajo? —la indignación de Roberto sonó sincera, a pesar de que esa discusión no le podía interesar menos en aquellos momentos en que ya tenía decidido lo que iba a hacer y que, obviamente, el dinero nunca llegaría a manos del camello.
—Tío, ¿me presenté o no me presenté allí? ¿Yo qué culpa tengo de que me dieras mal los datos? El pavo con el que me encontré allí casi me mata. Me salvé por los pelos. —Y al darse cuenta del gesto indiferente de Roberto, añadió: —No pretendas joderme, tío —a medida que hablaba Félix se calentaba más, con la irritabilidad de los yonquis—, estoy harto de que todos me jodáis. Yo hice lo que se me dijo, así que ahora págame. ¡Págame, colega, o te juro que te parto el alma!
—Está bien —dijo Roberto para tranquilizarlo. Miró a ambos lados de la calle—. Pero no aquí. Vamos a donde no nos pueda ver nadie. No quiero que puedan relacionarme contigo.
Anduvieron dos manzanas escasas hasta un callejón sin salida.
—Ahora dame la pasta y desapareceré durante unos días.
—Sí —dijo Roberto mientras sacaba su pistola del bolsillo, una pistola de duelo de las antiguas, de la colección privada de su padre, apuntándole con ella directamente a la cara—, desaparecerás, pero por algo más que unos días.
Antes de poder apretar el gatillo sintió el dolor punzante en el costado. A pesar del dolor, vio la cara de Rojas pasar del temor ante la muerte, a la sorpresa y luego al reconocimiento. Se le doblaron las piernas y se golpeó en la cabeza al caer contra el asfalto. Sintió el calor viscoso de la sangre que manaba de la herida, manchándole la camisa y resbalándole por el abdomen. Le sobrevino la oscuridad dos segundos después de lamentarse, asqueado, por haberse dado de bruces contra un charco hediondo.
Luna se despertó repentinamente. Había olvidado dónde se encontraba, pero en cuanto encendió la luz recordó que estaba en casa de Bosco y se ruborizó al percatarse de que ocupaba el mismo dormitorio que aquella horrible mañana en que creyó que se había acostado con él.
Tardó en descubrir, admirada, que las persianas se subían electrónicamente mediante una clavija situada al alcance de la mano desde la cama. Se dejó llevar por el entusiasmo y las subió y bajó una y otra vez para comprobar el funcionamiento. Asimismo, había un panel de botones al lado del interruptor de la luz. Con infantil curiosidad tocó el primero, pero, al no suceder nada, se lanzó al segundo. Se encendió una radio, cuyo sonido escapaba por unos altavoces incrustados en la pared. El ruido rompió el silencio de la habitación y, sin saber por qué, se asustó. La apagó inmediatamente, como una niña pillada en falso.
En ese momento llamaron a su puerta. Instintivamente se cubrió con las sábanas.
—¿Desea algo? —Un hombre desconocido hizo su aparición.
—No, muchas gracias —contestó en un murmullo. Y, decidiendo acertadamente que había pulsado el botón que comunicaba con el servicio, añadió—: Lamento haberle molestado, yo no sabía…
—No se preocupe. Sucede a menudo. ¿Quiere que le traiga el desayuno, o prefiere tomarlo en la salita?
—¡En la salita! ¡En la salita! —aseguró, incómoda ante la idea de que le sirvieran en la cama.
Con una inclinación de cabeza y tan silenciosamente que Luna pensó que habían sido imaginaciones suyas, el hombre desapareció.
Se duchó lo más rápidamente que le permitió la novedad y el lujo de todo lo que la rodeaba. No tenía muy claro qué debía hacer con la cama, así que hizo lo mismo que le gustaría que un invitado hiciera en su casa: quitó las sábanas, las dobló y las dejó en una esquina del lecho, encima del maravilloso colchón.
Al salir del dormitorio se encontró con Bosco que, aparentando casualidad y simulando que no llevaba esperando desde que Santiago le había avisado, se unió con ella para dirigirse a una sala pequeña, en comparación con las dimensiones del resto de la casa, donde estaba servido un suculento desayuno digno del mejor hotel.
Luna estaba obnubilada, tanto que Bosco tuvo que cerrarle la boca abierta, con suavidad, mediante un ligero golpe de nudillos.
—Lo siento. Es que está precioso. No faltan ni las flores. ¿Siempre te sirven así el desayuno?
—Creo que Santiago ha hecho un esfuerzo sabiendo que había invitados. Yo no suelo desayunar. Me basta con un café. Como Santiago lo sabe, suele subírmelo a primera hora a mi habitación.
—No se debía haber molestado —dijo Luna, pero se sentó inmediatamente y se sirvió un vaso entero de zumo de naranja recién exprimido.
Bosco la contemplaba con placer. Le gustaba pensar que en su casa podía ofrecerle unas comodidades de las que carecía en su vida y en su piso. Por animarla con la bollería, se sirvió un cruasán en el plato y jugueteó con él. Tenía un montón de cosas que hacer, pero admirar la manera en que Luna degustaba su desayuno le impedía recordar cuáles. ¿Y no se había hecho el domingo precisamente para descansar?
Mientras Luna engullía con admirable voracidad un bollo relleno de crema, hablaba de no dar la lata, de marcharse enseguida, de que tenía que poner en orden toda su casa y de despertar a Fidel, justamente cuando el aludido hizo su aparición con una camiseta con una calavera dibujada y en la que se leía no estoy muerto, simplemente estoy descansando. Cuando se giró para servirse una taza de café, su espalda desveló el resto de la leyenda, a la que Bosco no terminó de encontrar la gracia, si es que la tenía: no estoy en paro, simplemente estoy descansando. Llevaba el pelo mojado por la ducha y una sonrisa de oreja a oreja, como si la noche anterior no hubiera sido atacado y luego emborrachado.
Bosco sintió celos por primera vez en su vida cuando le vio acariciar el cuello a su hermana para luego reposar las manos en sus hombros. Y los celos fueron lo que lo distrajo de decirle a Luna que había dado orden para que su piso fuera limpiado y ordenado y para que se colocara una puerta nueva, mucho más segura. Por otro lado, sabiendo lo que sabía de Luna, estaba convencido de que no se tomaría muy bien que él se gastase su dinero en ella. Así que, cuando se recuperó de esa extraña envidia tan rara en él, solo se encogió de hombros y decidió seguir camuflando su olvido.
Debido a este silencio, cuando Luna llegó a su casa, donde un hombre la esperaba con las nuevas llaves, como tuvo que firmarle unos papeles, la joven pensó que los del seguro habían tenido la cortesía de asear y colocar todo y se pasó toda la mañana expresando en voz alta su satisfacción por ello y felicitándose por la aseguradora y el tipo de póliza elegidas e, incluso, cuando Bosco la llamó para ver qué tal había pasado el día, se lo comentó tan entusiasmada y ufana que el millonario tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. La sintió tan feliz y contenta consigo misma que no tuvo un ápice de remordimientos por haberla engañado. De ahora en adelante sabía que iba a hacer todo lo posible por cuidar a esa estupenda mujer, por tratar de hacerla feliz. Aunque ella no lo supiera o no lo quisiera aceptar, él ya tenía claro que no habría otra en su vida. Por fin la había encontrado y no la pensaba soltar.