Читать книгу E-Pack autores españoles 2 octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 21
Capítulo 15
ОглавлениеEN FAMILIA
Bosco observaba a Luna dormir. Había cogido la costumbre de entrar a su cuarto al llegar tarde del trabajo, aunque ella ya estaba dormida, simplemente por el placer de confirmar que la joven seguía allí, que estaba a salvo y bien.
No habían vuelto a hablar de su relación, pero Bosco sabía que muchas de las barreras de Luna habían caído. No podía ocultar la satisfacción que sentía al haberla conquistado. Sonreía para sus adentros cuando ella lo buscaba con total confianza. Sabía, porque se notaba, que Luna se encontraba perfectamente a gusto en su casa y convivir con ella era un placer. Ella era todo para él y era mucho más de lo que había imaginado. La amaba por lo hermosa que era, por su lealtad, por su seriedad, por su tenaz empecinamiento en «convertirse en una persona normal», por las carencias de amor que había tenido en su vida y que él quería llenar, por su desbordante alegría ante las cosas pequeñas, por sus sonrojos, por su mirada…
Estaba deseando hacerla suya. Pero quería esperar. Se encogió de hombros mientras pasaba el dedo índice por el ceño fruncido de ella. Conociendo a Luna, sabía que si la seducía tendría su lealtad de por vida. Pero él no la quería así. La quería atada a él por propia voluntad, con la cabeza bien fría y, como diría su madre, ante Dios y ante los hombres. Le costaría, pero no pensaba tomarla antes.
Luna volvió a fruncir el ceño y entonces él le besó suavemente la nariz y ella sonrió. A Bosco le gustaba pensar que su cercanía a ella la tranquilizaba. No dudaba que el horror de los días pasados la acompañaría sobre todo en las noches, cuando el inconsciente se relaja, y por eso justificaba su imperante necesidad de entrar a verla. Además, quería cerciorarse de que ella reponía fuerzas con el sueño.
Y para el día que venía, Luna debía estar bien descansada.
Sonrió mientras la joven durmiente suspiraba. Aquella misma mañana él había llamado a su madre y los esperaba a comer. Sabía que, después de este, ya no le quedaban muchos más pasos que dar. Y el reloj marchaba en su contra. Él era un hombre paciente, pero los sucesos alrededor iban demasiado rápido. Nacho lo estaba ayudando a parar las cosas para darle tiempo, pero hasta que todo quedase solucionado, él debía proteger a la mujer que yacía inconsciente y ajena a todo ante él y conseguir que se comprometiese con él de por vida para ser su familia. No había nada que desease más en el mundo. Y, como todo lo que se proponía, lo iba a conseguir.
—¿Quién vive aquí? —Luna se inclinó sobre el hombro de Bosco para obtener una mejor vista de la propiedad donde entraban.
Bosco, que sabía lo que disfrutaba Luna de la moto, la había llevado en su BMW último modelo de dos ruedas hasta casa de su madre, diciéndole únicamente que iban de paseo, ocultándole a propósito su destino para que no se pusiera nerviosa.
El sábado se había levantado glorioso y soleado. Luna, que tras su herencia había ampliado su armario, se había vestido de modo informal con unos pantalones de pinzas beige y un jersey de cachemir. A pesar de la sencillez de su atuendo y de la simple cola de caballo en la que había recogido su pelo, toda ella rezumaba elegancia. Cuando la conoció, Bosco pensó que, a pesar de sus orígenes, tenía un buen gusto instintivo. Ahora comprendía que quizá lo llevaba en la sangre.
Después de quitarse el casco, ayudó a Luna a bajarse de la moto y se alegró, como siempre le sucedía, al ver el rostro enrojecido de la joven con la satisfacción del viaje pintado en la cara.
—Bueno, ¿a quién venimos a ver? ¿O tal vez es esta otra de tus múltiples propiedades?
En realidad lo era. La casa, emplazada en El Viso, una de las zonas más privilegiadas del interior de Madrid, fue un regalo que Bosco hizo a su madre con sus primeras ganancias. Sin embargo, su madre no quiso aceptarla y se negó a que la pusiera a su nombre. Así que, aunque se había convertido en el hogar de su progenitora, legalmente todavía era suya. La pregunta de Luna solo le vino a recordar a Bosco que ya era hora de poner fin a eso.
—Es la casa de mi madre —y, antes de que a Luna le diera tiempo a reaccionar, añadió—: Quiere conocerte, Luna. Ha oído hablar de ti, sabe lo que siento por ti. No es justo que yo te esconda.
—¡Podías haberme avisado! —dijo enfurecida, pateando el suelo de piedra con su espléndida bota de ante.
—No he querido que te pusieras nerviosa.
—O que me negara a venir.
—No te hubieras negado. Sabes que tiene derecho. Eres incapaz de negarle algo a alguien.
Luna se lo quedó mirando.
—Me podría haber arreglado más.
—Estás perfecta.
—El pelo.
—Es precioso.
—¿Hay alguien más?
—Seguro que acaban viniendo mis hermanas, aunque sea a tomar café, si es que no se atreven a presentarse en la comida, aunque me inclino por esto último.
—¿Nos vamos a quedar a comer?
—No pretenderás llegar a la una y marcharte a las dos.
Luna iba a decir algo, pero cuando fue a abrir la boca, la puerta principal de la maravillosa vivienda se abrió y apareció ante su vista la gemela de Lauren Bacall, o eso le pareció a Luna. La mujer, que se desplazó como si volase en vez de andar, provocando con la suave ondulación de sus caderas un sugerente vaivén en su falda entallada con caída abierta, tenía una sincera sonrisa en su rostro y sus ojos, curiosos, de una profunda mirada azul, pasaron rápidamente de Luna (con la que no quiso ser maleducada mirándola demasiado) a su hijo, al que extendió, cariñosa, los brazos para recibir su beso.
A Luna la enterneció ver el intercambio de saludos, pues no fueron un mero cumplimiento. En el rápido beso y abrazo quedó patente el amor, el instinto protector de Bosco, que la cogió suavemente de los hombros, con delicadeza, así como la superioridad maternal de ella, en su prudente escrutinio, en su sencilla aceptación.
Bosco, sabiendo lo diferentes que eran las dos mujeres, no hizo grandes gestos:
—Mamá, esta es Luna, de la que ya te he hablado.
Luna pudo sentir el olor a suave perfume, sin duda caro, antes de recibir los educados dos besos de rigor.
—Bienvenida —no especificó si se refería a la casa o a la familia—. Entrad, ¿o preferís que tomemos un aperitivo en el porche?
—Dentro está bien —contestó Bosco enseguida. Y le guiñó un ojo a su madre, gesto que Luna interpretó como intento de tranquilizarla o de señalarle su aprobación.
Pero en cuanto traspasaron el umbral, Luna se olvidó de todo. En la inmensa pared frontal que limitaba el amplio vestíbulo, perfectamente enmarcado, estaba uno de sus últimos cuadros. Sobre una enorme madera –que Luna había encontrado abandonada en los contenedores de basura de su calle y que probablemente había sido una tabla de somier de cama de matrimonio–, la joven había pintado con óleos una perspectiva desde la catedral de la Almudena, con el Palacio Real y los jardines y montes de detrás. Aunque el cielo de Madrid había ofrecido un aspecto gris, el cuadro gozaba de una rica gama de colores difuminados a lo largo de toda la creación.
Por unos segundos, la mente de Luna se quedó en blanco. ¿Cómo había llegado su cuadro hasta aquí?
—Fue un regalo que le di a mi madre.
—¿Có…?
—Se lo compré a Fidel
—¿A Fi…?
—No la obligué a colgarlo aquí. Simplemente le encantó, ¿verdad, mamá?
—Es maravilloso, Luna.
—Pero… —Sintió que enrojecía, no sabiendo por dónde empezar—. ¿Fidel te vendió a ti los cuadros? —preguntó, experimentando un inexplicable resentimiento hacia su hermano.
—Bueno, lo acompañé a por ellos y, en cuanto los vi, supe que los quería. Eres realmente buena, Luna. Con un buen representante y un galerista, tu nombre llegaría al otro lado del mundo.
—No me adules, por favor. Me siento tan mal.
La madre de Bosco se disculpó, murmurando unas palabras sobre avisar en la cocina para que fueran preparando el asado.
—¿Qué ocurre, Luna? Te lo habría dicho, la verdad, pero me hacía ilusión que lo vieras por ti misma, y Fidel me pidió que esperara unos días para que no me hicieras devolverle el dinero.
—Eso es lo que me avergüenza. —Todavía abochornada escondió la cara en el pecho de él mientras Bosco jugueteaba con algunos mechones sueltos de su coleta—. Lo voy a matar. Yo nunca te los hubiera vendido. ¡Por el amor de Dios! ¡Estoy viviendo en tu casa! —se tapó la boca con las manos y miró a todos lados preocupada porque alguien la hubiera oído.
—No me los has vendido tú, me los vendió ese caradura que tienes por hermano.
—¡Él también ha vivido en tu casa!
—Dijo que necesitaba el dinero, que en la calle le darían un buen pico por ellos, que en ocasiones habíais vivido meses enteros solo de tus cuadros.
—¡No me lo puedo creer! Por favor, dime qué te cobró y permíteme devolvértelo.
Bosco se encogió de hombros.
—Lo voy a matar de verdad —siguió Luna.
—¿Por qué no dejas eso de lado? ¿No prefieres congratularte con la idea de que tu futura suegra, que, por cierto, sabe bastante de arte, piensa que eres una pintora excelente?
Luna se sintió nuevamente dividida. ¿Futura suegra? El corazón comenzó a palpitarle a gran velocidad.
—Está claro que no quieres disfrutar el momento. Culpa mía, claro —decía Bosco al ver la boca abierta de Luna y, a pesar de sus palabras, su rostro no mostraba un solo signo de remordimiento—. Me he equivocado. Pensaba que darías saltos de alegría al ver los cuadros colgados y tú, sin embargo, te quedas en los detalles.
«¿Futura suegra es un mero detalle?», pensó Luna todavía para sí aletargada. Pero, de pronto, otra idea asaltó su mente.
—¿Cua-cuadros?
—Claro. Todavía no has visto la sala de estar y… hace mucho que no pisas el salón de nuestra casa, ¿verdad?
«Nuestra casa».
—No, ya me doy cuenta de que no —con la naturalidad del que hubiera estado comentando la decoración, rodeó los hombros de Luna con su poderoso brazo y se dirigió hacia el aperitivo.
No fue hasta aquella noche en la cama que Luna se sintió muy orgullosa de sí misma y más satisfecha que nunca, al recordar sus cuadros colgados y cobrando vida en las paredes de la casa de la madre de Bosco.
Si a Lauren Bacall le parecían buenos, es que sin duda eran buenos.
Bosco había salido a despedir a sus hermanas a la puerta y Luna permanecía rígidamente sentada ante la mesa de centro, frente a María Eugenia, intentando en vano recuperar la tranquilidad de espíritu y la relativa comodidad con que había afrontado la comida familiar. El hecho de que hubiera habido más personas que ellos tres había facilitado que la conversación fluyera y que la joven no se sintiera el centro de atención.
Ahora, delante de aquella mujer que la intimidaba involuntariamente, no solo por ser la madre de Bosco —lo cual, lógicamente, era importante, pues su opinión a favor o en contra acabaría influyendo antes o después en su hijo—, sino porque emanaba de ella una elegancia, un saber estar, una belleza, una categoría en definitiva, que Luna se sabía muy lejos de alcanzar, comprendía que no tenía más remedio que afrontar una conversación de carácter más personal.
El silencio reinaba entre las dos mujeres mientras María Eugenia atendía el servicio de café.
—¿Azúcar?
—Sí, por favor —pidió Luna, que aborrecía el café, pero no se atrevía a decirlo y, ya que se lo iba a tomar, prefería adulterarlo—, y un poco de leche.
—Luna —le dijo María Eugenia mientras le tendía la taza en su plato con una cuchara de plata—, no te estoy desvelando ningún secreto si afirmo que mi hijo se ha enamorado de ti.
«Oh, oh», pensó Luna, «aquí viene». El estómago se le bajó a los pies y sintió que las entrañas se le retorcían. No creía que fuera a poder soportar a esa señora soltándole un elegante pero dañino rollo sobre sus orígenes, sus carencias de educación, su desconocimiento de los usos de la alta sociedad y que, a pesar de su recién descubierto pedigrí, era poca cosa para su hijo tan estupendo, tan arrogante, tan perfecto.
—Yo acabo de conocerte hoy y tendrás que perdonarme la franqueza con la que te hablo, pero supongo que las madres nos creemos justificadas para todo, especialmente si pensamos que estamos protegiendo a nuestros hijos. —Lanzó una sonrisa perfecta que Luna odió porque supo que estaba exenta de alegría y le parecía fuera de lugar—. Así que, desconociendo como desconozco tus sentimientos hacia él, lo único que como madre me atrevo a pedirte es que tengas cuidado con los suyos.
Por un momento Luna pensó que había escuchado mal.
—Nunca antes lo he visto enamorado y, aunque no me lo ha dicho, sé que ha puesto muchas ilusiones en ti. Para una madre es un placer ver que un hijo sienta la cabeza.
—Si la elección es adecuada —no pudo menos que decir Luna.
Un chispazo de entendimiento cruzó por los ojos de María Eugenia.
—Cuando me casé, mi familia estaba encantada con mi marido. Hijo de un ministro de Franco, título nobiliario, bien asentado social y económicamente, una joven promesa en el complicado mundo de las empresas y los negocios… —Hizo un amplio ademán con las manos—. Me hizo una desgraciada.
Luna no supo qué decir viendo a aquella mujer admirable hablar de su fracaso matrimonial con tal naturalidad y perfectamente asumido. María Eugenia continuó:
—La mayor de mis hijas, que nació un año después que Bosco, se casó hace cuatro con el quinto hijo de un militar que sacaba adelante a su familia dignamente, pero con austeridad. Mi yerno ha estudiado Historia y gana un sueldo que, considerando la fortuna familiar, es una nimiedad. Porque él tiene su orgullo y no ha querido aceptar ningún tipo de ayuda, viven en un piso monísimo, pero pequeño, en el Barrio del Pilar y, aunque mi hija podría pedirme ayuda para comprarse un coche mejor, joyas o abrigos, termina el final de mes mirando mucho el dinero. Me consta que se aman y que son muy felices y que, por la educación que él ha recibido y vivido, aunque ya sé que no se puede poner la mano en el fuego por nadie, dudo mucho que un día deje a mi hija por otra mujer. Dudo incluso que tenga ojos para ninguna otra mujer. Así que, créeme si te digo que hace tiempo que mi escala de valores sobre lo que han de tener los cónyuges de mis hijos cambió del todo.
Luna sentía que sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Como te he dicho —siguió María Eugenia—, no hace mucho que te conozco, pero Bosco me ha hablado de ti y sé que tienes cabeza y corazón y eres leal. Lo único que quiero pedirte es, que si no sientes por Bosco lo mismo que él por ti, si el matrimonio con él no entra en tus planes, se lo hagas saber pronto y definitivamente. No tiene sentido seguir dándole alas si no, ¿no te parece?
Inevitablemente, una lágrima rodó por las mejillas de Luna.
—¿Por qué lloras? —había una nota de ternura en su voz.
—Lo siento —se avergonzó Luna mientras se limpiaba con el dorso de la mano—, es difícil de explicar. Durante el tiempo que he conocido a su hijo he tratado, aunque no lo parezca, de mantener mi corazón alejado, intentando no involucrarme… Sé que no lo he conseguido. Pero todo este tiempo sabía y aceptaba que Bosco un día diría que se acabó, que se había cansado de mí. Me he engañado a mí misma pensando que lo tenía asumido y que no me iba a importar, que no iba a sufrir. Después de todo —soltó sin pensar en lo que decía—, estoy acostumbrada a que las personas que quiero entren y salgan de mi vida. —Por fin había encontrado el pañuelo que buscaba—. Y aunque cada vez me resulta más difícil de creer, ahora ya no puedo evitar creerme que él me quiere, ¡a mí! —Se sonó la nariz—. Es como una novela romántica barata: el hombre perfecto y se ha fijado en mí, quiere casarse conmigo. ¡Oh, sí, ya empiezo a creérmelo! Y su preciosísima y elegantísima madre, que yo pensé que me iba a echar, no solo cuelga mis cuadros en su casa sino que considera que el amor de Bosco hacia mí es tan intenso que soy yo la que tengo que tener cuidado con sus sentimientos.
Al darse cuenta de que estaba balbuceando entre las lágrimas, se echó a reír.
—Lo siento. Pensarás que estoy loca.
—Ni mucho menos, hija mía —María Eugenia deseaba consolarla y abrazarla, pero sabía que todavía era pronto. No se le había escapado la reflexión que había hecho Luna sobre que estaba acostumbrada a que la abandonasen. Su corazón de madre estaba conmocionado. Y su corazón de mujer aceptó en ese momento a Luna, sin condiciones, prometiéndose a sí misma poner remedio a las carencias afectivas con las que había vivido.
Cuando Bosco regresó, Luna se había recompuesto lo suficiente, en su rostro apenas quedaban señales de haber llorado y, con una mirada cómplice que se dedicaron las dos mujeres, y que no pasó desapercibida para el empresario, decidieron de mutuo acuerdo guardarse el secreto de sus confidencias.
Fidel se había tomado ya tres cervezas cuando apenas alcanzaban las doce del mediodía. Hacía un tiempo que no se soportaba. Su vida era una mierda. Ya estaba harto. Pero no sabía cómo empezar a cambiarla.
Miró a su alrededor. Salvo por algún que otro desorden, el apartamento de Luna era el mismo de siempre. Dejó que la ya tradicional mezcla de envidia y amor hacia su hermana lo embargara, desde hacía unos días aderezada con una buena dosis de culpa. Bosco y su amigo, el antiguo militar, le habían explicado de qué iba todo.
Le hubiera gustado encogerse de hombros y fingir indiferencia, pero no había modo de escapar al hecho de que Marcelino Gutiérrez le había robado a él la llave y que fue él mismo quien le contó, sin recelo alguno, el asunto de la alarma.
¿Es que siempre tenía que ser tan gilipollas? No sabía de nada que hubiera hecho bien en toda su vida. Ni una sola cosa.
Pensó en Luna. Era incomprensible que ella lo quisiese a él de un modo tan incondicional. Él no había hecho nada para merecerlo, nunca, para ganarse su amor. Al revés. Lo había despreciado como quien desecha ropa de segunda mano.
Pensó en Sara que, a su manera, había intentado ser una madre para él. A ella ni siquiera le había dado el buen trato y la mínima cortesía que había tenido hacia Luna.
Fidel había odiado a Sara. Desde que Sara había entrado en su vida, él había perdido a la única persona que le importaba en el mundo: su padre. Luna había sido un pequeño consuelo a cambio. Y luego, cuando su padre murió, aquella terrible vorágine de amantes, ciudades y casas de cochambrosas habitaciones… hasta que Luna, ¡siempre ella!, había cogido el mando de la particular familia que eran. No se arrepentía de no haberlas acompañado en las horas de hospital. Sara había destrozado el maravilloso mundo masculino que tenían su padre y él. Y si bien Luna había hecho todo lo posible por compensarle, los daños habían sido tantos que siempre, siempre, había guardado un tremendo resquemor hacia ella.
Y a pesar del rencor envidioso que guardaba hacia su hermana, había algo noble en él que lo empujaba hacia ella. Y al escaso orgullo que tenía no le importaba aprovecharse de todo lo que se le ofrecía: el techo, el dinero, las sonrisas, la comprensión, el perdón…
Pero desde el atentado, todo había cambiado para él. Mientras terminaba la cerveza que tenía entre las manos reflexionó sobre el hecho de que había sido él, en gran medida, el responsable de lo que pasó. Y no podía soportar la idea de hacerle daño a Luna. Una cosa era que jamás se hubiera entregado del todo a Luna, que nunca hubiera movido un dedo por devolverle algo de todo el cariño que ella le daba, pero ¿hacerle mal? ¡Eso jamás!
Bosco y Nacho le habían asegurado que estaban investigando quién había detrás, quién había contratado a Marcelino. Seguramente había sido otro de los tiburones del nuevo mundo al que pertenecía su hermana. Pero ¿para qué?, ¿quién podría salir beneficiado de su muerte?
Un extraño temor inundó a Fidel. Si Luna moría, muy probablemente él heredaría, sino todo, una gran parte. Luna se había empeñado, tiempo atrás, en legalizarlo todo y hacía muchos años que había sido adoptado por Sara. Así pues, siendo él el único pariente vivo más cercano, ¿no sería él quien se beneficiase si Luna moría? Y, siguió con esa línea de pensamiento, ¿quién podía estar interesado en que él heredase y Luna desapareciese del mapa?
Sintió, aunque sabía que no era posible, que el corazón se le paraba y no se dio cuenta de que había contenido el aliento hasta que su cuerpo no tuvo más remedio que reaccionar y obligarlo a respirar.
¡No podía ser!
Pero sus entrañas le decían lo contrario.
Diana le había roto el corazón, había sido una zorra, pero ¿una asesina?
Fidel se negó a aceptar que hubiera estado viviendo ciegamente enamorado de una asesina. Sin embargo, la vida de Luna podía seguir corriendo peligro si él no decía nada, si se callaba sus suposiciones.
Diana había sido ambiciosa, cada vez más. Jamás lo había ocultado. Desde que se habían conocido lo había embaucado a base de buenas dosis de adulación y de sexo. Se aprovechó de sus pocos ahorros para que él le costease el viaje a Nueva York. Allí malvivieron mientras su novia se daba de cabezazos en sus numerosas entrevistas y castings como actriz. Posteriormente había arrastrado a Fidel a la Costa Oeste, a Los Ángeles, con la esperanza de triunfar allí. Fidel había consentido en todo, estúpidamente enamorado, hasta que Diana había querido volver a España, harta de ganar dinero dibujando camisetas y de estar considerada en Estados Unidos como una ciudadana de segunda categoría. En cuanto habían aterrizado en Barajas, la mujer que amaba se había despedido de él. Necesitaba a alguien con más ambición que la suya, le dijo.
—No te lo tomes a mal, cielo —le había soltado con una insultante palmada en el cachete—, pero tú siempre serás un vendedor de camisetas. Yo necesito a otro que me saque de esta mierda.
Y sin más, la primera mujer con la que Fidel había tenido una relación duradera, fuera de Sara y Luna, había desaparecido.
Había recorrido medio mundo con ella, había cruzado el charco gracias a su ingenuo optimismo: en cuanto un director la conociera, pensaba, admiraría su talento. Habían pasado buenos y malos momentos. Dudaba que Diana le hubiera sido fiel, sobre todo en sus épocas de vida conjunta con otros jóvenes en su misma situación, compartiendo pisos con desconocidos y fiestas salvajes… Pero para él, ella lo había sido todo. La había admirado, la había seguido como un cachorrillo y había hecho todo lo que ella había querido.
Ahora se daba cuenta de que había estado cegado completamente por la lujuria, porque, para qué engañarse, no los había movido el amor: necesidad de libertad, falta de ganas de estar solos, sexo del bueno… y todavía recordaba, con una punzada de cariño y otra de arrepentimiento por su candidez, el día que se casaron en Las Vegas. Igual que en el cine.
Otra de las tonterías de Diana en su afán por vivir el sueño americano. Y el caso es que, a efectos legales, seguramente seguirían casados.
Ninguno de los dos se había preocupado por divorciarse, del mismo modo que ninguno de los dos se había sentido realmente casado. Pero lo cierto es que habían legalizado el matrimonio en el consulado español en California y que habían pagado la apostilla.
Así que, ahora mismo y con la línea de pensamientos que estaba teniendo, no podía dejar de escuchar una discreta, pero clara voz interior, que lo animaba a quedarse tranquilo del todo, a descartar esa terrible posibilidad que daba vueltas y más vueltas en su cabeza. Imágenes de Diana enfadada, con esa cara horrible que ponía, desfilaban ante él avalando que la mujer en cuestión era capaz, como había demostrado, de utilizar la violencia si hacía falta. ¿No le había pegado más de una vez en sus múltiples discusiones? ¡Si en una ocasión hasta le había abierto el labio!
Recuerdos de Diana echando a la lluvia a un cachorro abandonado que los siguió hasta una choza donde habían vivido una temporada en una playa de San Diego, de cómo criticaba a sus amigos y compañeros una vez no estaban en su presencia, la sarna y la ira con que ridiculizaba los defectos físicos de cuantos conocían… Había estado ciego con ella, la había disculpado hasta la extenuación, porque quería vivir la vida alocada y sin pensar que ella, las drogas y el sexo loco le ofrecían… pero, realmente, no había nada admirable en aquella mujer con la que había pasado más de dos años de su vida.
¿Y no podía Diana ser capaz de pensar en aquel papel que todavía les unía legalmente? Si él era el heredero de Luna si a esta le pasaba algo, ¿no era Diana heredera de él si seguían casados? El miedo le atenazó. ¿Pensaba Diana que la mitad de lo suyo era de ella o también pensaba quitarle a él de en medio? Lo cierto es que daba igual si legalmente el planteamiento era bueno o no. Lo único que importaba era si Diana lo creía así. ¿No estaba volviendo a llamarle últimamente? ¿No le había solicitado, con su mejor voz a lo Marilyn Monroe, que se vieran otra vez? ¿No le había puesto cachondo por teléfono insinuándosele y gimiéndole mientras le aseguraba que le echaba muchísimo de menos?
Como ignoraba realmente todo lo referente a aspectos legales, decidió llamar a Bosco. Él era su mejor opción, tanto para tranquilizarlo con respecto a la seguridad de Luna como para aclararle la posibilidad de que Diana estuviera detrás de todo aquel horror.
Santiago le informó que Luna sí estaba en casa, pero que Bosco estaría fuera hasta tarde. Por un momento, Fidel consideró compartir las dudas con su hermana, pero en su primer instinto protector hacia ella decidió no decirle nada y evitarle un disgusto. Su hermana era muy sensible y sufriría pensando en él y, después de todo, quizá fuese solo una paranoia.
Dejó recado de que Bosco lo llamara cuando llegase y, después de pensarlo unos segundos, llamó a su «esposa» para sondear el terreno un poco.
Desde la agresión que Luna había padecido en su apartamento, Santiago, que anteriormente había sido tan respetuoso y discretamente correcto, se había volcado en la nueva huésped. Aunque Bosco no estuviera en casa, Santiago permanecía despierto y cercano hasta estar seguro de que Luna se dormía, por si esta necesitaba algo. Si la joven se retiraba pronto a su dormitorio con la idea de que el pobre hombre pudiese también dar por terminada la jornada, el encargado de la casa la sorprendía llamando suavemente a su puerta cargando una bandeja con un vaso de leche caliente y unas galletas caseras.
Aunque al principio Luna, desacostumbrada a que nadie cuidase de ella, se sentía incómoda por las molestias que creía que causaba, hasta se ruborizaba, había terminado por encontrarse a gusto con aquel hombre mayor. Contrariamente a sus años de crecimiento, en el transcurso de los cuales los mayores estaban por delante y ella debía procurar no molestarlos, ahí estaba Santiago, que por lo menos la doblaba la edad, pendiente no solo de sus necesidades, sino de cualquier deseo que él intuyese, ya que Luna jamás pedía algo.
—Buenas noches, señorita Luna. —Una noche más Santiago entró prácticamente sin hacer ruido con su bandeja inglesa.
—¡Ummmmm! Santiago, estoy segura que desde que he venido a vivir a esta casa he engordado un par de kilos. No creo que sean muy favorables para la figura estas galletas tan exquisitas que prepara.
—Tengo entendido que en mi día libre se propuso hacerme la competencia —contestó él con humor.
Luna evocó la noche en que preparó la cena para Bosco, disponiendo la mesa en la cocina con velas, en un intento de agradecerle su estancia allí y sonrió para sí al recordar el agrado con que Bosco degustó los platos que cocinó.
La joven había conocido el arte culinario con diez años, cuando a la salida del colegio esperaba a que Sara terminase su turno como camarera en un restaurante cordobés. El jefe de cocina le había enseñado a hacer cada día un plato distinto que luego le obligaba a comer, y, por una vez, Luna se había sentido superior a Bosco en algo, pues su anfitrión desconocía incluso cómo freír un huevo.
—Los dos sabemos que yo no podría ganarme la vida dedicándome a la cocina.
Con toda la sinceridad en sus apreciativos ojos, Santiago le contestó:
—Los dos sabemos que usted triunfaría dedicándose a lo que se le antojara.
Luna procuró no sonrojarse. Desde que había conocido a Bosco había aprendido a aceptar las demostraciones de cariño y aprobación de cuantos la rodeaban con mayor soltura y, como consecuencia, se sentía más querida que en toda su vida.
El último pensamiento de Luna antes de quedarse dormida con la confortable sensación del estómago lleno y la calma inducida por la leche calentita, fue que, a pesar de saber que alguien ahí fuera la quería muerta, paradójicamente se sentía, por primera vez en su vida, completamente segura y tranquila, y con el gusto además de saberse completamente valorada solo por ser quien era y tal como era.