Читать книгу E-Pack autores españoles 2 octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 8
Capítulo 2
ОглавлениеRESACA
Alguien había clavado un sinfín de clavos en la cabeza de Luna y disfrutaba con el masoquismo de golpearlas una y otra vez con un martillo para que se incrustasen más adentro. La dolorida dueña de la cabeza trató de abrir los ojos, pero sintió como si estuvieran llenos de arena, hasta que se dio cuenta de que era la luz lo que le molestaba. Con un gemido, cambió de postura hasta ponerse boca abajo, rodando sobre las suaves sábanas de la cama y escondiéndose bajo la almohada.
—Veo que te has despertado.
La voz de hombre, extrañamente familiar y a la vez completamente desconocida, hizo desaparecer por arte de magia la conciencia de dolor y malestar de su cuerpo. Luna levantó la cabeza de golpe, lo que le provocó una punzada en la nuca a la que consiguió no hacer caso. Su cara de susto debía ser evidente porque Bosco —comprobó al mirar que no era otro sino él quien se alzaba al pie de su cama, correctamente vestido y con pinta de no haber roto un plato en su vida.— Le sonrió con picardía mientras corría las cortinas para suavizar la iluminación.
—¿Dónde estoy? —la voz de Luna parecía salida de ultratumba.
—¿No te acuerdas?
Luna estrujó su cerebro embotado y solo consiguió que volvieran los dolores de cabeza. «¡Joder! ¿En qué día estoy? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¡Oh, Dios mío! ¿He tenido un accidente? ¿Una enfermedad?», se preguntó cada vez más horrorizada.
Entonces se dio cuenta de que le faltaba ropa.
Incorporándose de un salto se vio las piernas desnudas asomando por entre un revoltijo de sábanas. Encogiéndolas en un movimiento instintivo de pudor se tapó lo mejor que pudo, subiéndose la sábana hasta la barbilla.
—¿Dónde están mis pantalones?
Con un gesto indiferente, Bosco señaló con la cabeza una silla a los pies de la cama, donde él mismo los había dejado por la mañana, tras recogerlos del suelo.
«Esto no me puede estar pasando a mí», se decía Luna mientras su corazón galopaba y su cabeza estallaba de dolor una y otra vez.
La joven miró a su alrededor y tomó conciencia de lo que la rodeaba. Se encontraba en un dormitorio tan grande como todo su apartamento. A su izquierda, debajo del inmenso ventanal por el que no se filtraba ningún ruido exterior y cuyos visillos blancos habían atenuado la entrada del radiante sol, había una zona de estar, con dos butacas y un sofá tapizados en crudo, que rodeaban una mesa de centro rectangular en la que un enorme cesto de flores frescas ponía la nota de color. Al fondo de la pared, de la que colgaba lo que Luna supuso, erróneamente, que no podía ser más que una imitación de un Cézanne –¿cómo iba a ser auténtico?–, una puerta semiabierta laqueada en blanco y con molduras permitía vislumbrar el espejo y el mármol beige de un cuarto de baño.
—¿Estamos en la suite de un hotel? —preguntó perpleja tratando de recordar si se había registrado la noche anterior en alguno.
Bosco volvió a sonreír y, tratando de observar la habitación con la objetividad de un extraño, negó:
—Estamos en mi casa —como se dio cuenta de que Luna necesitaba ayuda, añadió—: vinimos ayer por la noche. Tú lo hiciste por voluntad propia —le recordó intencionadamente.
Luna percibió rápidos flashes de imágenes que se sucedieron desde el fondo de su memoria: la cena, el vino, los chupitos y Bosco, guapo e imponente, mirándola, hablándole… Y de repente recordó, avergonzada, una tórrida escena de besos en el coche de él… ¡Y ella, desde luego, no había sido una mera espectadora!
«¡Ay, Dios mío! ¿Fui yo realmente la que tomó la iniciativa de subirse a su regazo y comerle, literalmente, los labios?» se preguntaba, sabiendo y temiendo la respuesta. ¿Dónde había quedado su tan cacareado control? Por un instante de vértigo, volvió a sentir las manos de Bosco por su cuerpo, sujetándola por el trasero, mientras cargaba con ella a horcajadas por un elegante portal y luego el ascensor. Entretanto, Luna –más le valía aceptar que no había sido un sueño–, ajena a todo, recorría su hermoso rostro con sus labios.
No conseguía acordarse de nada más, pero tampoco hacía falta ser un sabio para deducir qué había pasado.
La enormidad del acto que había cometido la abofeteó con toda claridad. ¡Se había acostado con aquel hombre tras una borrachera, después de haberse comportado con él como una experta ligona! ¡Había entregado su virginidad a un desconocido para el que sería simplemente una más en la lista! ¡Y ni siquiera se acordaba!
Bosco estudiaba el rostro de su invitada, observando divertido sus cambios de expresión. Casi podía ver el cerebro de Luna trabajando y esforzándose por recordar, pasando de la vergüenza a la más pura consternación. Se sentó en la cama, en el lugar donde antes habían descansado las bellas piernas de su ocupante y, alargando la mano hasta la mesilla de noche, cogió un vaso de agua y un par de ibuprofenos.
—Bébete esto, Luna, te sentará bien.
Como una buena chica, Luna se tomó las pastillas y, con una mano temblorosa, volvió a dejar el vaso en la mesilla. La oleada de náuseas fue inmediata, pero no lo suficientemente fuerte como para que Luna olvidara su pudor, así que, arrastrando la sábana con ella se levantó hacia el cuarto de baño, donde no tuvo tiempo de cerrar la puerta, por lo que, para su mayor embarazo, los ruidos de su vomitona llegaron con claridad hasta la cama donde todavía aguardaba Bosco. Cuando terminó, y con toda la dignidad que pudo, cerró la puerta y, con las piernas temblándole, se sentó en el suelo de mármol, escondió la cara sudorosa entre las piernas y lloró. Lloró lágrimas ardientes por su estupidez. Lamentó haber acudido a la despedida de soltera de Elvira. Se arrepintió de la primera copa de vino que tomó y odió al hombre al otro lado de la puerta que actuaba con tanta naturalidad y parsimonia cuando para ella, prácticamente, había llegado el fin del mundo. ¿Cómo había podido ser tan tonta? ¿Por qué diablos, sabiendo como sabía lo destructivo que era el alcohol, había bebido aquella maldita noche? ¿Acaso había revelado el alcohol su verdadero carácter promiscuo, como el de su madre, escondido férreamente tras su lucha intensiva por no parecerse a ella?
Pero Luna no era dada a la contemplación y mucho menos a la autocompasión. Tardó unos minutos en comprender que la mejor manera de salir de esa situación era aceptarla cuanto antes. Podía asumir lo que había hecho. Lo lamentaba, pero tendría que aprender a vivir con ello. Lógicamente, deseaba no volver a ver a Bosco nunca más. Nada conseguiría disuadirla de que él también tenía su parte de culpa, a pesar de que ella había tomado la iniciativa y su comportamiento había sido de lo más indecoroso.
¡Joder! ¿Ya no había código de conducta caballeresca?
Las normas más elementales le prohibían a un hombre aprovecharse de una mujer bebida, ¿no?
Lentamente se puso en pie, comprobando que ni su cabeza ni su estómago sufrían las consecuencias. Se lavó la cara y las manos. Cogió un peine de concha y se lo pasó por el pelo totalmente aleonado hasta que le dio su apariencia habitual. Se arregló como pudo las arrugas de su camiseta sin mangas. Comprobó, aliviada, que al menos conservaba puesta la ropa interior.
¿Debería sentir algo entre las piernas? ¿Dolor? ¿Alguna sensación física de la invasión que había padecido?
De un manotazo mental decidió no pensar más en el asunto, al menos por el momento. Paso a paso. En aquel instante lo primero era hacer frente al hombre de la habitación y abandonar lo más rápidamente posible la casa. Levantando la barbilla, salió al dormitorio con el firme propósito de marcharse enseguida y no volver a ver a Bosco en la vida.
Por su parte, Bosco se reía de sí mismo. A sus treinta y cinco años era un próspero hombre de negocios, había construido un imperio de la nada y había logrado triunfar económica y socialmente. Humanamente, creía encontrarse por encima de la opinión de los demás. Actuaba de acuerdo a su propio código ético y nunca echaba la vista atrás. Su relación con las mujeres se remontaba a casi dos décadas atrás y nunca le había supuesto ningún esfuerzo. No recordaba una sola mujer a la que hubiera dedicado más de dos pensamientos seguidos. Sus prioridades habían sido otras. Sin embargo, allí estaba él, perplejo y sin saber muy bien qué actitud tomar, ante una chiquilla ruborizada que vomitaba y lloraba en su cuarto de baño, y que le interesaba y le intrigaba más de lo que se quería reconocer a sí mismo.
Se daba cuenta de que Luna pensaba que habían tenido sexo y, de momento, no encontró razón alguna para desvelarle la verdad. Pero también notó que él quería que hubiera sido realidad y que esperaba que Luna quisiera volver a verlo. Sin embargo, nada más escrutar su rostro al salir del cuarto de baño, supo que ella no iba a querer y que volver a tenerla como la noche anterior, suave y dispuesta, iba a requerir un gran trabajo. Y, Dios, ¡cuánto le gustaban los retos a él! Se relamió los labios ante la perspectiva del nuevo desafío, ante el deleite que le provocaba ese nuevo objetivo. Pocas veces, por no decir ninguna, se encontraba con una mujer difícil, lo cual él lamentaba profusamente, pues había pocos placeres superiores al de la sensación de victoria y se negaba por completo a abandonar la satisfacción de conquistar a Luna y ganarla.
Con la cara pálida pero alzada, tratando de mostrar dignidad, Luna salió a recoger sus pantalones, sus zapatos y su chaqueta en completo silencio y volvió a encerrarse en el cuarto de baño. Al rato salió arreglada y, aunque algo arrugada, no había ningún indicio de la joven resacosa de hacía tan solo unos minutos.
Bosco había vivido numerosas veces «el día después». Según el tipo de mujer, habían sido estos desde tranquilos y educados hasta apasionados o recriminatorios, pero estaba claro que el de Luna no entraba en ninguna clasificación anterior. Y como sintió algo de pena por la hermosa joven enmudecida, decidió ponerle las cosas fáciles.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí, gracias. —Al alzar la vista hacia él volvió a ruborizarse.
Bosco pensaba que era muy agradable mirarla, ya que actualmente las mujeres se sonrojaban bien poco para su gusto. Con un elegante movimiento se levantó de la cama y, cogiendo a Luna suavemente de los brazos, la enfrentó:
—Luna —dijo, acariciándole los antebrazos y no permitiéndole que bajara la vista—, en cuanto a anoche…
Todavía más ruborizada, tanto que Bosco pensó, divertido, que acabaría por arder, Luna posó sus dedos delgados sobre los labios de él.
—No, por favor, prefiero no hablar de ello. Yo… no estoy muy acostumbrada a este tipo de situaciones. —Se miró los pies—. En realidad, nada.
Bosco pensó que se refería al hecho de haber tenido una noche de pasión con un desconocido, no al sexo en sí.
—Y preferiría que lo olvidáramos. Lamento mucho lo que pasó.
Bosco se sintió dolido.
—No hay nada que lamentar, Luna.
—No, de verdad. Solo… me gustaría irme. Si me indicas por dónde salir, me quiero ir a casa.
—Te irías mejor, y yo me quedaría más tranquilo, si lo habláramos mientras desayunas.
—No tengo ganas de desayunar nada —la sola idea de tomar algo le producía nuevas náuseas. Sin poner atención por dónde pasaban, acompañó a Bosco y llegaron a un vestíbulo con suelo de parqué y a las puertas de acero de un ascensor.
—Por cierto, ¿dónde estamos? —se giró hacia él.
Él tardó un segundo en entender que se refería a la ubicación de su casa.
—En la Castellana, a la altura de los Nuevos Ministerios.
Luna barajó mentalmente la posibilidad de ir andando hasta su apartamento, porque, después de todo, tampoco recordaba si le quedaba dinero en la cartera.
—Déjame que te lleve a casa.
—No, de verdad, gracias.
—Te pediré un taxi, entonces. —Y marcó un par de números desde un aparato de teléfono que había en la pared.
—¿Tomás? Un taxi. Sí, gracias.
La acompañó hasta el portal bajando con ella en el elevador y donde ya esperaba el automóvil. El conserje uniformado con una chaqueta y pantalón de corte militar con botonadura dorada y guante blanco les abrió cortésmente las puertas.
Luna se despidió de Bosco en la acera lo más educadamente posible, pero sin saber muy bien si él esperaba de ella un beso en los labios y sin importarle realmente, pues lo que le hubiera gustado era que se desplomara muerto en el suelo y se llevara a la tumba el secreto de esa noche que ella quería olvidar como fuera.
Cuando llegó a su dirección, la joven extrajo los últimos billetes que le quedaban en su monedero y se encontró sorprendida con que el taxista se negó a cobrarle la carrera asegurándole que el recorrido había sido pagado en el origen.
Bosco, por su parte, la había visto marchar y se había quedado con mal sabor de boca. Tenía que reconocerse a sí mismo que no había llevado el asunto todo lo bien que se podía esperar de él. Podía haberle dicho la verdad y quitar de ese bonito rostro la expresión que tenía de triste culpa y remordimiento. Pero ella había estado tan digna y tan distante en su desastroso aspecto resacoso que le había colocado a él en una extraña posición en la que no se había visto nunca antes. Estaba acostumbrado a ser escuchado y atendido con avidez, a tener rostros deseosos de pasar más tiempo en su compañía, no a mujeres huidizas que lo miraban como si fuera un delincuente. Y, a pesar de todo, solo esta mujer le había interesado y Bosco no podía permitir que su relación con ella terminara allí. No podía imponerse a ella, eso lo sabía, pero sí luchar para ganársela. Y eso es lo que iba a hacer.
Allí mismo, solo ante su grandioso y elegante edificio, viendo desaparecer el taxi al doblar la esquina de Raimundo Fernández Villaverde, decidió por primera vez en su vida que quería ligar a una mujer. No lo había hecho antes, pero algunas ideas cobraron forma en su cabeza. Como buen empresario, enseguida un plan se trazó en su cerebro. Tenía mucho que hacer y el objetivo no era, como había sido con otras, llevarla a la cama, no, la meta era mucho más difícil: ganarse su confianza, demostrarle quién era él y el verdadero valor que tenía, que muy pocas personas, solo los elegidos por él, sabían que tenía.
El lunes cuando Luna llegó al trabajo, con su mejor cara y mentalmente decidida a relegar lo pasado como si nunca hubiera existido, se encontró con que un enorme ramo de rosas rojas ocupaba su mesa de trabajo. Al menos tenía cincuenta flores. Luna no había visto un ramo tan enorme y precioso en toda su vida. Al principio pensó que alguien lo había dejado allí por error, pero luego escuchó las risitas de algunas compañeras y el corazón le dio un vuelco al comprender que eran para ella.
Nunca nadie le había mandado flores. Una sonrisa de placer se le puso en la cara. Brevemente pensó que todas las mujeres del mundo deberían recibir al menos una vez en la vida un ramo.
—¡Luna! ¡Qué calladito te lo tenías! —Las risitas de alrededor le trajeron de golpe a la realidad.
Teresa, que estuvo en la despedida de soltera de Elvira, añadió en un tono no exento de envidia:
—Esto no tendrá nada que ver con tu apartado con Bosco Joveller la otra noche, ¿verdad? ¡Lo manipulaste todo el rato! —y su tono destilaba cierta envidia—. ¡Hija mía! No sé de qué hablarías tanto tiempo, pero el pobre tenía una cara de aburrido… —añadió con malicia.
Luna se acercó con paso tembloroso hacia las hermosas flores. El sobre colgaba de una tira de papel celo sobre el plástico. En el interior había una tarjeta de visita con el nombre de Bosco Joveller en letras de imprenta, sus números de teléfono y su dirección. En el reverso, una sola frase, en letra enérgica de trazo seguro: Quiero volver a verte.
Sin firma.
Sintió que la cara le ardía. ¿Qué pasaba con ese hombre? El día anterior se habían despedido por la mañana como dos extraños, educada pero definitivamente, ¿o es que acaso mandaría flores a todas las mujeres con las que pasaba la noche? Seguramente, sí, decidió, matando de un pisotón mental el regocijo que había experimentado en el primer momento. En eso se diferenciaban los hombres corrientes de los conquistadores natos, en ese tipo de detalles que cualquier otra mujer consideraría románticos. Pero no ella. Acostarse con un desconocido, por muchas flores que enviase al día siguiente, no tenía nada de romántico. Y ella, por su parte, seguía con ganas de hacer desaparecer lo sucedido o esconderse en un agujero bajo tierra.
Le costó centrarse en el trabajo. Repentinamente se encontraba mirando sin ver la pantalla del ordenador, recordando la risa de él, la aprobación que había reconocido en algunos de sus gestos, sus manos al tocarla, grandes, elegantes, masculinas, su mirada azul, que parecía entenderla y llegarle a lo más hondo, su olor, a perfume caro de hombre, sus comentarios, inteligentes y acertados… ¿Qué demonios le pasaba? Nunca se había sentido así por ningún hombre y la sensación era a la vez atemorizante y estimulante. La hacía sentir inquieta y esperanzada. ¿Qué iba a hacer? ¡Ella no era así! ¡No se reconocía en estos sentimientos que la embargaban!
Hacia mediodía recibió una llamada de Elvira para que fuera a verla a su despacho.
Como siempre, su jefa estaba imponente. Vestía una falda negra evasé hasta las rodillas, de Prada, y sus largas piernas iban envueltas en unas altísimas botas de ante de fino tacón de unos diez centímetros. Lucía una camisa negra y ajustada de seda natural y, como complemento, un collar de cuentas de color hueso daba vueltas alrededor de su esbelto cuello.
—Buenos días, Luna —saludó alegremente—. ¿Me acompañas con el café?
—No, gracias.
Luna no soportaba el café. Desayunaba leche azucarada y, si necesitaba algo para despertarse, tomaba coca-cola, toda la que hiciese falta, a lo largo del día. Con el tiempo se había acostumbrado a tomarla light o cero y así no tomaba tanta azúcar.
Durante unos minutos, las dos mujeres hablaron de una campaña que estaban preparando para una juguetera alicantina y cuyos bocetos Luna estaba a punto de terminar.
—En realidad quería que vinieras para hablar contigo de otra cosa.
Por primera vez desde que Luna la conocía, su jefa parecía nerviosa.
La empleada barajó por un momento la posibilidad de que la fuera a despedir y sintió que el corazón se le aceleraba, así que no pudo decir nada. Permaneció callada, aguardando en silencio y con los ojos muy abiertos.
—Todavía no te he dado las gracias por todo lo que preparasteis el sábado. Creo que salió perfecto y lo pasamos muy bien, ¿no?
Luna no había hecho mucho, pero como las demás había colaborado pagando la parte correspondiente al regalo común y había coreado con el grupo la canción que, con la música de una canción de Juanes, le había hecho una de sus futuras cuñadas cambiándole la letra y personalizándola con anécdotas de la vida de Elvira y Juan.
—En realidad, tu hermana y Sonia fueron las que lo prepararon todo. No puedo apuntarme el tanto. Pero es verdad, lo pasamos muy bien —contestó, a pesar de que se estaba acalorando y de que temía que Elvira le hablase de su estrafalario comportamiento o quisiese indagar sobre su conducta hacia Bosco.
—No quiero que pienses que me entrometo, Luna. Desde que has venido a trabajar aquí has sido para mí algo más que una empleada. —¿Cómo explicarle, se preguntó Elvira, la necesidad que había sentido de acercarse a ella, de conocerla más, de brindarle su apoyo, de protegerla?—. Me da la sensación, corrígeme si me equivoco, de que no eres una persona muy dada a las relaciones superficiales.
—Dejémoslo —admitió Luna con una sonrisa irónica— en que no soy dada a las relaciones, sin más.
—Ya me parecía. Verás, no he podido dejar de enterarme de que Bosco y tú parecéis estar interesados el uno en el otro, he visto las flores y he oído hablar de vosotros —aclaró—. Bosco es uno de los mejores amigos de Juan. Ellos dos tienen algunos negocios juntos, suelen irse a navegar de vez en cuando —escogió las palabras con cuidado, pero finalmente decidió ser directa—: Sin embargo, me disgustaría mucho que te hiciera daño. A ver si me entiendes, no porque él sea cruel, pero… ¿Cómo decirlo? Creo que eres demasiado ingenua para él.
El silencio, breve, se hizo en el despacho. Luna fue la primera en cortarlo.
—Te agradezco que te preocupes, Elvira, pero puedo asegurarte que no hay nada entre Bosco y yo. Y… también sé que no soy tan boba como piensas —le hizo gracia que aquella «niña pija» criada entre algodones pensara que ella era ingenua—. Conozco el tipo de hombre que es Bosco y también sé que no es para mí. No tengo interés de iniciar nada con él.
—Me preocupa que ahora él se haya encaprichado de ti. Está acostumbrado a tomar de la vida lo que se le antoja. Insisto, no sé ni de una sola mujer con la que haya estado que no tuviera muy claro cuáles eran las condiciones, pero no sé si tú… No sé si él se ha hecho una idea equivocada contigo, después de todo, el sábado bebimos mucho y tú estabas bastante diferente a como solemos verte habitualmente. —Elvira parecía cada vez más incómoda.
Luna volvió a sonrojarse.
—Prefiero dejar el sábado en el pasado, Elvira. Quizá sí, aquella mujer achispada se mezclaría con alguien como Bosco, pero la Luna de todos los días lo tiene fácil para no coincidir siquiera con hombres como él, porque no suele despertar su interés.
Y tampoco frecuenta sus ambientes, pensó terminando con la conversación y volviendo al trabajo con una sonrisa tranquilizadora hacia su jefa.
«Efectivamente, pensó Elvira viéndola salir, no hay mujer que se acerque a Bosco Joveller así como así, pero lo que tampoco hay es sitio seguro donde una mujer pueda escapar de él».
En un lujoso despacho de la calle Serrano de Madrid, el notario Ignacio Siblejas, de casi sesenta años de edad, trataba amablemente de tranquilizar al hijo de su testador con quien tanto había colaborado en vida y tan buena relación había mantenido.
—Si por fin su padre localizó a la nieta tanto tiempo perdida, es lógico que dividiera todos sus bienes, a partes iguales, entre usted y ella. Tenga en cuenta, don Roberto, que si su hermano de usted no hubiera fallecido, él hubiera heredado esa mitad y, por lo tanto, la recién descubierta nieta lo heredaría todo posteriormente por línea directa de sucesión y sangre. No pretendería dejar a su hermano sin herencia, ¿verdad? Pues los herederos de su hermano son los legítimos herederos de su padre. —Aquello era tan elemental que no entendía cómo tenía que explicarlo.
—¡No puedo aceptarlo! —casi gritó el hombre, entrado en la cincuentena, vestido de luto riguroso—. ¡Por amor de Dios! ¡Si no la había visto en su vida! Usted mismo acaba de explicarme que mi hermano Álvaro consiguió dar con su paradero tan solo unos días antes de morir. ¿Cómo es posible que mi padre se enterara de todo? Y ¿cómo podemos saber que es ella realmente? ¡Hace veintipico años que no sabemos nada de ella y ahora que hay una herencia de por medio resulta que aparece de la nada? ¡Venga ya, hombre!
Armándose de paciencia ante la evidente histeria de su interlocutor, el notario prosiguió con sus explicaciones:
—Es evidente que don Álvaro se lo dijo a su padre antes de fallecer. Y no solo eso: pidió expresamente que don Ramón se pusiera en contacto con Leticia y ejerciera de abuelo en la medida de lo posible. Su hermano Álvaro estaba apenadísimo de no poder disfrutar de su recién encontrada hija y su abuelo, que ha apoyado siempre la búsqueda, sufrió mucho por la injusticia de que su hijo muriera justo al haberla encontrado sin poder hablarla ni abrazarla.
—¿Y mi padre la vio? ¿Llegó a tener trato con ella? ¿O tampoco? —preguntó el recién huérfano con ansiedad, tratando de eliminar la punzada de celos que sintió por verse excluido de ese secreto familiar.
—Lo ignoro, y si lo hubo, desconozco exactamente los términos del encuentro. Creo que Leticia vive ahora bajo otro nombre y que ignoraba todo sobre la familia de su padre. Según tengo entendido, cuando el detective contratado la encontró, la madre de la muchacha estaba enferma. —Siblejas cogió un folio del informe que tenía en su mesa y mientras lo leía añadió—: Aquí dice que su cuñada, Sara Álvarez, estaba ingresada en proceso terminal en el Hospital de la Paz. —Siblejas se quitó las gafas y continuó—: Pues bien, le decía que hallaron a la esposa de su hermano moribunda ingresada, por lo que su padre de usted no consideró apropiado irrumpir en aquel momento en sus vidas. No sé si su padre tuvo tiempo de intentar otro acercamiento, pero sí que lo tuvo para dejar todos los asuntos legales cerrados, así como los económicos. Lo hizo todo conmigo, precisamente, dos días antes de morir. Dadas las circunstancias íntimas de los hechos, no creí oportuno fisgar. Recogí todas sus peticiones y como no lo encontré con el ánimo de conversar, no me atreví ni a felicitarle ni a indagar.
—¡No me lo puedo creer! —Roberto se dejó caer pesadamente en el asiento de cuero a la vez que se mesó con desespero los cabellos—. Yo contaba con heredar ese capital.
El notario carraspeó mientras miraba disimuladamente su reloj de pulsera.
—Lo que su sobrina va a heredar es, ni más ni menos, lo mismo que su padre le dio a usted ya en vida: la mitad de la compañía Ovides, la mitad de sus bienes personales y la mitad de los bienes y las acciones de su hermano Álvaro y de las otras propiedades patrimoniales.
—Exactamente, ¡joder! —Roberto se levantó y paseó por la sala—. ¡Cómo me ha podido pasar esto! —espetó al fin y, como si se le ocurriera de repente, preguntó—: ¿Y sabemos cómo se hace llamar ahora mi sobrina?
—Tengo todos los datos en un archivo para poder ponerme en contacto con ella. Lo habitual en estos casos es contratar los servicios de una agencia especializada para localizarla, pero sabiendo que su padre ya la había encontrado, se lo pediremos a la misma agencia de detectives.
—Pero ¿sabe dónde está ahora? —preguntó ansioso el huérfano.
—En realidad, no. Para realizar el testamento, su padre solo nos facilitó su nombre y edad legal, así como los datos de registro de nacimiento —como el notario padecía de mala memoria, ya que no había recurrido a ella una vez aprobada su oposición, allá en su juventud, alcanzó de nuevo el documento sobre su escritorio y leyó—: Según nos han informado, la madre de la niña consiguió cambiarle el nombre al huir y por eso ha resultado tan complicado encontrarlas.
—¿Podría darme el nombre del despacho de detectives?
—No veo por qué no. Le pediré a mi secretaria que se lo facilite —le dijo el notario, alegre de conseguir por fin un modo de despedir a Roberto de su despacho.
Si había algo que temiera un notario, era precisamente enfrentarse con el descontento de los herederos. No hay nada que pueda cambiar el testamento de un fallecido, y muchas veces es este el único acto de enfrentamiento que se atreven a tener algunas personas. Utilizan su última voluntad para expresar su desaprobación hacia alguno de sus familiares, mostrando post mortem lo que no se arriesgaron a manifestar en vida. Y solo quedaba ante los desilusionados desheredados el odio al mensajero que, cómo no, desearía estar en cualquier otra parte.
Con un hondo suspiro al cerrar la puerta tras el hijo de uno de sus clientes más queridos, el notario se lamentó por la pobre muchacha a la que estaba a punto de cambiarle la vida, ya que, aunque se iba a convertir en millonaria de la noche a la mañana, provocaba tristeza saber que debería enfrentarse a aquel espécimen de egoísta, malcriado y consentido tío y, sin embargo, no iba a poder conocer a dos de los hombres más estupendos e íntegros con los que había tenido el placer de trabajar.
Desde luego, si de su hija se tratara, él podía decir con orgullo que su Ana preferiría mil veces antes conocer a su padre perdido y a su abuelo que heredar tanto dinero. Solo esperaba que la joven Leticia tuviera suficiente cabeza para no dejarse avasallar por el ambicioso tío.