Читать книгу E-Pack autores españoles 2 octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 19
Capítulo 13
ОглавлениеLA HEREDERA
Luna todavía estaba aturdida cuando bajó a desayunar a la mañana siguiente. Rozaba el mediodía cuando se había despertado, perfectamente consciente de dónde se encontraba y, a pesar de los desagradables acontecimientos de la noche pasada, con una confortable sensación de seguridad y mimo. Ignoraba que Bosco la había dejado unas horas por la noche, como ignoraba que a su regreso de la oficina de Nacho y darse cuenta de su sueño inquieto a pesar de los sedantes, se había tumbado junto a ella sobre la cama, acunándola en sus brazos y acariciándola con ternura para que, en su inconsciencia, ella se sintiera acompañada.
Bosco no había pegado ojo. Ni se le había ocurrido tomarse una pastilla para conciliar el sueño. Nunca lo había hecho y no lo encontraba necesario. Pero la intensidad de sus sentimientos y lo desagradable de lo sucedido, sumado a su preocupación por la mujer entre sus brazos, apenas le permitieron dormir. Pero no le importaba. Mientras arrullaba a la joven, había estado pensando. Su intuición no le había fallado días atrás cuando había supuesto que Luna corría peligro. La alarma que había hecho instalar y los vigilantes apostados en la calle que había ordenado Nacho, habían jugado un papel fundamental para que hubieran podido reaccionar y salvarla del desastre. Pero tal y como estaban las cosas, no era suficiente.
No permitiría que nadie la rozara siquiera nunca más.
Bosco no se opuso al feroz acto de posesión que lo embargó. Luna se le había metido dentro de la piel y lo aceptaba como lo que era: una verdad irremediable. Era suya, solo faltaba que ella lo reconociese. Como su tesoro más preciado, la defendería. No consentiría que se encontrase en medio de una guerra por ambición, aunque para ello tuviese que esconderla en cualquiera de las propiedades que poseía en todo el mundo.
Al menos, se consoló, esa noche habían descubierto de dónde y de quién procedían los ataques. Estarían preparados, se dijo mientras abrazaba más fuerte a la muchacha.
Pasó la yema del índice por el ceño fruncido de la joven durmiente. No quería que nada desagradable perturbase su descanso y la acompañó mientras le acariciaba la cabeza con suavidad.
Enlazado a Luna había esperado el nuevo día. Solo considerar la cantidad de diligencias que debía realizar para asegurarse de que todo iba bien lo obligó a levantarse del lecho con las primeras luces del alba. Y, sin saberlo la joven, el vacío que dejaron los brazos de Bosco rodeándola fue lo que buscó inconsciente, moviéndose hacia el calor que había dejado el cuerpo de él en el colchón.
Mientras Luna entraba en el pequeño comedor donde Santiago solía disponer el desayuno, dio mentalmente las gracias a Dios por haber puesto a Bosco en su vida justo en esos momentos en que tan valioso estaba resultando. Sacudió la cabeza, provocando que su pelo, recién cepillado, se ondulase suavemente. No le gustaba pensar sobre la gente en parámetros funcionales, pero tampoco era capaz de enfrentarse al hecho de que Bosco le provocaba algo más que gratitud. No estaba preparada para reconocérselo ni a sí misma. No desde aquel día en que había visto tan claro cuánto podía hacerle él sufrir.
Sin embargo, tratar de convencerse de que no eran más que amigos no ayudaba porque en su balanza ella aportaba bien poco en esa amistad. La realidad de que él daba mucho más que ella le hacía sentir como una abusona al mantenerse firme en su voluntad de no abrir demasiado su corazón pero sí abrir sus brazos a todo lo que él le daba. Cierto que había tomado esa decisión con el ánimo de protegerse, no de abusar de él. Pero a la luz del nuevo día que empezaba y de todo lo sucedido el día anterior, se sentía mezquina por poner medidas a su amor por él y por calibrar lo que debía o no compartir con ese hombre que la tenía absolutamente encandilada.
Eran amigos, se reiteró mentalmente, como una letanía. Y la amistad es dar y tomar.
Acto seguido, sintió una punzada de remordimiento. No era imbécil. Bosco quería algo más. A pesar de que habían acordado ser amigos, él quería más.
Es verdad que cada vez contemplaba de una manera más flexible la idea de mantener una relación amorosa con él, pero sería una tonta si le entregase su corazón. La vida le había dado pruebas suficientes para saber que nadie mantenía una promesa de amor eternamente.
Enseguida lamentó haber encasillado a Bosco como al resto del mundo, pues a medida que le conocía, más le costaba pensar que él pudiera hacerla sufrir. Pero, por supuesto, eso era porque ella todavía era objeto de su interés.
Suspiró al sentarse a la mesa. Sus pensamientos, como pelotas, rebotaban y volvían al bucle del que no sabían salir.
Distraída, se fue sirviendo, y tan absorta estaba que no se dio cuenta de la irrupción de alguien más.
Bosco contempló su ceño fruncido desde el umbral. El rostro de Luna mostraba las señales de la pelea nocturna. Gracias a los antiinflamatorios, y sin duda al maquillaje, su aspecto no era grotesco. Pero cada señal incendiaba la ira de Bosco. Aun así, el dueño de la casa respiró tranquilo. Ella estaba ahora bajo su protección. ¡Por Dios, qué gusto le daba tenerla allí! Deseaba con todas sus fuerzas que Luna se acostumbrase a vivir con él, porque no creía que fuera a poder soportar que ella durmiera en ningún otro lugar.
Pensó que iba a caer de rodillas ante ella cuando Luna alzó la mirada y, al verle, su rostro herido se iluminó, desde su sonrisa magullada hasta sus ojos brillantes, uno de ellos ligeramente amoratado y levemente cerrado. ¿Cómo podía negar Luna lo que él significaba para ella y luego mirarle con el alma en sus pupilas?
—¿Cómo te encuentras? —Se acercó hacia ella e inclinándose le dio un leve beso en la comisura del lado sano de la boca.
—Estoy mejor de lo que aparento. —Trató de tranquilizarle ella—. He dormido fenomenal y eso ayuda. Muchas gracias —añadió, consciente de que había sido quien había conseguido facilitarle el descanso.
—¿Por qué?
—¡Por todo! Por la seguridad de tu casa, por la pastilla, por todo el arsenal de antiinflamatorios y calmantes, por estar conmigo hasta que me dormí… —enumeró, consciente de que gracias a él, había dejado de estar sola.
—No las merece —y en tono grave por la emoción, le aseguró—… me hace muy feliz tenerte aquí, Luna.
La llegada del abogado los distrajo y, en cuanto se lo presentó a Luna, Bosco se disculpó. Aunque nada le apetecía más que quedarse allí mirando a su Luna, tenía una mañana complicada. Además, no se creía capaz de escuchar las declaraciones de la joven sobre lo sucedido la otra noche y no quería emponzoñar el ambiente con su odio.
—Solo necesito que firme estos papeles. Es la denuncia y la declaración para la ficha policial.
El abogado, uno de los socios principales de Uría Menéndez, no se molestó en explicarle que se estaban saltando todos los procedimientos habituales y ahorrándole a ella un montón de molestias y de colas de espera en la comisaría.
—¿Lo leo antes de firmarlo? —preguntó Luna con sincera ingenuidad.
El letrado no pudo por menos que reírse ante su tranquila confianza mientras se echaba las manos a la cabeza. Sí, pensó el experto en leyes, aquella mujer era perfecta para el frío hombre de negocios en que se había llegado a convertir Bosco.
—Como tu abogado, te aconsejo que siempre leas todo, absolutamente todo, antes de firmar cualquier documento y que si al leerlo no entiendes algo o no estás de acuerdo, por mínimo que sea, no firmes hasta estar de acuerdo o entenderlo todo.
Si a Luna no le hubiera dolido la boca, se habría reído por la ofensiva seriedad con que le había contestado. Así que, para tranquilizar a aquel atractivo hombre vestido con un impecable traje chaqueta, le tocó suavemente la mano. ¿Por qué todo el mundo se pensaba que ella era tan inocente, cuando llevaba toda su vida viendo cosas que escandalizarían a aquel modelo de elegancia y refinamiento que estaba sentado a su lado?
Trató de concentrarse en el texto ante ella y procuró no dejarse impresionar al leer el resumen de lo sucedido aquella noche en su casa. No supo por qué los datos fríos, escuetos y claros parecían tan efectivamente descriptivos y aun más crueles si cabe que lo que realmente pasó. Mientras leía, se acarició los brazos con las manos arriba y abajo para tratar de darse calor.
Estaba a punto de terminar cuando sus ojos se detuvieron en una cantidad de dinero. Releyó lo que había simplemente mirado por encima.
—¿Qué es esto?
—Hemos presentado también una denuncia por robo. El intruso se había metido las joyas en el bolsillo. Las llevaba encima cuando le detuvieron. Iba a robar la gargantilla y los pendientes, evidentemente.
—¿Y quién… quién ha valorado en tantísimo dinero las joyas?
El abogado se encogió de hombros:
—Es lo que cuestan.
—Pero ¡es muchísimo dinero! ¿Cómo… cómo se sabe que han costado tanto?
Él enarcó una ceja:
—Están valoradas en el precio actual de mercado, a la baja…
Pero no pudo seguir dando explicaciones. Luna se había puesto de pie.
—¡Este hombre se ha vuelto loco! —y cogiendo la declaración, la joven salió como una exhalación.
A Luna el corazón le palpitaba, sentía el pulso fuerte contra las sienes. Apenas podía pensar e hilvanar una idea coherente. Si se paraba a analizar, se daría cuenta de que estaba tan aterrorizada como la noche anterior. No sabía dónde se encontraba Bosco, pero instintivamente se dirigió hacia el despacho que sabía tenía en la misma planta. La puerta estaba cerrada, sin embargo, por primera vez, Luna iba a hacer caso omiso de la prudencia y de los modales. De un solo movimiento, giró el pomo y se enfrentó a un asombrado Bosco que, por hábito adquirido, se puso en pie en cuanto la vio entrar.
—Tú… tú… —Luna apenas podía hablar. No encontraba las palabras y mucho menos el discurso que quería expresar—. ¿Has pagado todo este dinero por el collar y los pendientes?
Bosco no necesitaba leer la declaración para saber de qué hablaba, pero sí necesitaba tomarse su tiempo antes de contestar y fingió que miraba el documento.
—¡Aquí! —le espetó Luna, señalando la cifra con temblorosos dedos al ver que él no contestaba.
—¿Qué pasa, Luna? —preguntó él, poniéndose cómodo, apoyando la cadera sobre su escritorio, su impecable traje azul perfectamente amoldado a su figura.
—Contéstame, por favor —suplicó la joven amedrentada—. ¿Te costaron todo este dineral?
—Sí.
El silencio llenó la habitación. Luna parecía haber entrado en shock.
—Pe-pero… ¿por qué?
—¿Por qué?
—Bueno, ya sé que no sé mucho sobre tu ambiente social, pero no creo que gastes ese dinero con cada mujer que sales, me cuesta imaginar que hagas ese tipo de regalos a todas las mujeres que has tenido…
—¡Claro que no! —la interrumpió Bosco. ¿Cómo iba a comparar cualquiera de los ligues sin importancia anteriores con ella? Se acercó a la mujer que amaba y le acarició suave, aunque con firmeza, los hombros—. Estoy enamorado de ti, Luna, cualquier tonto puede verlo menos tú —declaró ya sin pudor y poniéndose en sus manos.
Ella negaba con la cabeza.
—Lo siento, pero sí —Bosco siguió inflexible, pero en sus ojos había ternura—. He hecho algunos regalos a mujeres, pero todos han sido detalles sin importancia, por quedar bien, por cumplir… casi todos elegidos por mi secretaria. Sin embargo, quería que tú tuvieras algo especial la noche de tu primera aparición en la sociedad de tus padres, y un recuerdo mío de ese momento para toda la vida. En cuanto vi el collar, supe que estaba hecho para ti. Tú misma me dijiste que te encantaban las margaritas.
—¡Sí, pero esas están hechas con diamantes!
Bosco se encogió de hombros divertido.
—¿Y te acabas de enterar?
—¡Oh! Pues claro que sí. No las hubiera recibido con tanta naturalidad anoche si hubiera sabido lo que valían. Pensé que era oro, claro, no podía imaginar que compraras bisutería. Pero… no sé, unas circonitas… no diamantes… ¡diamantes!
—Suelen ser las mejores gemas.
—Pe-pero no puedes, no debes regalarme algo tan caro.
—¿Por qué no?
—No tenemos ningún compromiso —balbuceó Luna torpemente—. Yo mañana puedo desaparecer de tu vida sin explicaciones.
Aunque la idea de que ella se marchara hacía hervir su sangre, Bosco se ordenó a sí mismo mantener la calma.
—¿Crees que los diamantes te atan a mí? —le dijo con voz semiburlona que escondía el enfado que sentía.
—Yo no sabía que eran diamantes.
—Yo no te lo dije tampoco. —Se encogió de hombros. Le molestaba que ella lo hiciera parecer estúpido, pero como se daba cuenta de que no era el hecho de que los diamantes le ataran a él, sino de que no se terminaba de creer que él ya estaba atado a ella, siguió—: No pretendía dártelos para encadenarte a mí, Luna. Los vi, me gustaron, me gustó la idea de verte con ellos y los compré. Así de fácil. No representan mucho para mí, económicamente hablando. No pensé que te estuviera comprando.
Inconscientemente, Luna dio un paso atrás. Sabía que si continuaba con esa línea de comportamiento le haría daño a Bosco. Instintivamente comprendió que él era sincero. Había sido un regalo, sí, pero también un gesto de amor.
—Lo lamento, Bosco, perdóname.
Bosco la seguía mientras ella retrocedía avergonzada.
—Parece que ese collar me predispone a hacerte daño. Yo… supongo que no estoy acostumbrada a recibir regalos. —Incapaz de afrontar su rostro por más tiempo, bajó la mirada a la alfombra.
El corazón de Bosco se cayó al suelo por el dolor y la compasión. No, pensó, ella no tenía costumbre de ser mimada, de ser agasajada, de ser valorada. La comparó mentalmente con otras mujeres que había conocido, con otras jóvenes de su mundo que se creían con derecho a regalos, a las que todo les parecía poco, que consideraban hasta los gestos más lujosos hacia ellas como merecidos. Su Luna no era así. Por mucho que él la mimara, nunca lo sería.
Suspiró profundamente para tratar de contener la cantidad de sentimientos que quería compartir con ella. Se recordó que debía ir despacio.
—Ya te irás acostumbrando, cielo. —Le besó con suavidad el rostro magullado. Él se encargaría de que ella acabara recibiendo todo lo que él tenía por darle—. ¿Cómo te encuentras? —le preguntó mientras la acariciaba suavemente.
En una de las escasas iniciativas que ella tomaba, Luna le cogió las manos para devolverle la caricia. Entonces vio los destrozados nudillos.
—¡Dios mío! ¡Bosco! ¿Qué te ha pasado?
Bosco sintió un cosquilleo malsano de regocijo al sentir su preocupación. ¿Se angustiaría por él, así de intensa y rápidamente, si en verdad no lo quisiera, si no sintiese algo profundo por él?
—¿Cómo te has hecho esto? ¿Te has pegado con alguien? —en cuanto lo dijo, entendió lo que había pasado—. ¿Qué has hecho? —preguntó desolada—. Creí que llamaríais a la policía, que ellos se encargarían de todo.
—Luna, él se atrevió a tocarte. No pretenderás de verdad que le dejara irse de rositas.
Luna lo miró horrorizada. Era esta una faceta de Bosco que no había descubierto todavía y que no sabía cómo la hacía sentir. Toda su vida había querido ser como los demás, vivir como los demás, adaptarse a un piso, a unas normas… casi lo estaba consiguiendo ahora y, allí estaba él, tan imponente, tan seguro en sí mismo, perfectamente ubicado socialmente, aceptado y bien considerado y, a pesar de ello, saltándose las normas.
—¿Te duele? —aceptó lo que había ocurrido con un suspiro y dirigió su energía a preocuparse por él—. ¿Te has curado con algo?
Bosco se dejó cuidar. La nueva faceta que se le presentó de Luna tomando las riendas y preocupándose por él y regañándolo con firme severidad, le gustó tanto como la mujer necesitada a la que ya amaba con todas sus fuerzas y a la que tanto quería dar.
—¿Por qué no bajamos del coche? —preguntó Bosco al ver que Nacho aparcaba en aquella calle de mala muerte en el espacio destinado a carga y descarga y no hacía amago de moverse.
Rullatis miró su reloj.
—Porque tenemos que esperar. Me han avisado de que justo ahora hay un agente de la policía haciendo una revisión rutinaria del lugar del crimen. —Y señaló un derruido edificio de piedra gris—. Así nos garantizamos que el próximo uniformado en venir no lo haga hasta dentro de unas cuantas horas.
—¿No vigilan el lugar todo el día?
—No hay suficientes agentes para eso. Digamos que confían en que el dueño de la pensión no alquilará esa habitación en, por lo menos, otros dos días —y añadió, a modo de explicación—: No pueden tener la habitación condenada por mucho tiempo. Pero vienen a echar un vistazo de vez en cuando.
—¿Y qué esperas encontrar que ellos no hayan visto?
—¿Me lo estás diciendo en serio? —le preguntó Nacho ofendido.
—No te lo digo porque no me fíe de tu capacidad, sino porque no creo que ellos lo hagan nada mal. Se dedican a eso.
—Te sorprendería saber lo descuidado que puede ser un agente cuando no ha pasado buena noche, se aproxima la hora de irse a casa o está enfadado con la parienta.
Bosco levantó las manos mientras se reía de él.
—De acuerdo.
—Ahí está. Vamos.
Al bajarse del pequeño Polo, Rullatis dio la impresión de un gigante apeándose de un coche de juguete. Como, además, Nacho llevaba puesta lo que él consideraba su ropa de trabajo –una cazadora raída y unas botas de montaña–, nadie que le echara un segundo vistazo pensaría que era uno de los más destacados empresarios españoles, dueño de la principal agencia de seguridad del país. Tampoco Bosco, que en honor a su incursión por los barrios bajos se había desprendido de su Rolex y llevaba unos vaqueros desvaídos y unas zapatillas de deporte, llamaba la atención.
Con motivo de continuar la investigación paralela que los dos amigos estaban llevando adelante para averiguar todo lo relativo a los intentos de asesinato de Luna, aquella tarde se habían dirigido a la pensión madrileña, ubicada en un edificio a espaldas de la calle de la Montera, donde se había encontrado el cadáver de Félix Rojas. Bosco era más pesimista en cuanto a que ellos dos pudieran encontrar algo que a la policía se le hubiera pasado por alto. Pero, claro, en lo referente a este tipo de pesquisas se encontraba como pez fuera del agua. Sin embargo, Nacho, con la arrogancia que le caracterizaba y, supuso Bosco, la extensa experiencia en su haber, no pensaba dejar el trabajo de la comisaría sin revisar.
Tenían en su haber el informe policial. Según el forense, Rojas había fallecido de una sobredosis de droga. El dueño del hotelucho había llamado a la policía al encontrar su cadáver después de que, tras varios días, no hubiera señales de vida en la habitación. El cuchillo con restos de la sangre de Roberto Fernández de Oviedo y que sin duda era el arma con el que había sido asesinado descansaba en la mesilla de noche, con las cinco huellas del yonqui perfectamente destacadas en el mango.
Un análisis de sangre posterior, había descubierto una extraña adulteración en la droga que se había pinchado el fallecido. El componente, mortal aun en pequeños cantidades, aunque podía deberse a un proveedor de heroína ignorante o engañado, había sembrado dudas suficientes en el investigador policial. A Nacho, sin embargo, no solo no le cabía ninguna duda, sino que tenía plena certeza de que Rojas había sido también asesinado intencionalmente. Pero ahora había que demostrarlo.
El propietario de la pensión, que casualmente estaba en la recepción de la entrada, se sintió más intrigado por el enorme y amenazador Nacho que por la famosa cara de Bosco. Pero la fría mirada de Rullatis lo obligó a abstenerse de hacer preguntas y a darles inmediatamente las llaves que le pedían.
La habitación donde Félix Rojas había fallecido de sobredosis conservaba la misma pestilencia que había asqueado a su asesino.
El paso de la policía por allí había colaborado a aumentar la sensación de caos y dejadez y todavía quedaban restos del polvo de la toma de huellas o manchas en el suelo de las multitudinarias pisadas de botas reglamentarias.
—¿Qué hacemos? —preguntó Bosco, quien, no lo ignoraba, en esta coyuntura no se destacaba por dominar precisamente la situación. Su amigo, por el contrario, ya llevaba puesta la mirada que Bosco calificaba de «depredadora». Nada escapaba a su profundo escrutinio ni a su analítica mente.
—Vete mirando por ahí. Cualquier cosa que lo relacione con tu chica o su tío, relaciones de pago, alguna factura de interés, una tarjeta, una anotación, lo que sea.
Así que Bosco, escondiendo su repugnancia a curiosear entre aquella inmundicia, con unos guantes de látex desechables que le dio Nacho, comenzó su investigación.
Por hacer algo, levantó las sucias sábanas de la cama y miró, luego levantó el colchón con cuidado. Entre las rendijas del somier pudo ver el suelo, con papeles abandonados, cajetillas vacías de tabaco, envoltorios de caramelos, restos de comida –aunque no estaba seguro, pues la masa abstracta parecía andar– y pelusas de suciedad. Iba a volver a poner el colchón en su sitio cuando le llamó la atención algo atado a la parte interior de la pata de la cama. Era una caja de plástico duro en color beige. La desató de la pata, a la que estaba cogida por medio de una cinta elástica, emocionado por su descubrimiento y a punto de gritar a Nacho, pero al abrirla solo encontró unas monedas. Se maldijo por la ingenua ilusión que había experimentado y se sintió como un tonto.
Entró en el cuarto de baño, pero ni por todo el amor a Luna consiguió permanecer allí más del tiempo justo de echar un rápido vistazo. Tras correr la cortina de la ducha y comprobar que no había ningún armario, todo ello sin respirar, el hedor y la suciedad de allí le resultaron en extremo insoportables, salió del pequeño habitáculo despavorido. Bosco empezó a dudar de que su amigo y él consiguieran salir de allí sin pescar alguna extraña bacteria o virus que se les contagiase por el aire o trepando desde el suelo por su calzado.
—¡Será hijo de puta! —la voz de Nacho lo hizo volver a la entrada donde el detective, subido a una silla, rascaba el techo con una extraña herramienta, justo en el lugar donde debería haber un punto de luz.
—¿Qué pasa?
—Que hay una cámara, eso es lo que pasa.
—¿Y la policía no lo sabe? —La incredulidad de Bosco era patente.
—Mi contacto me lo hubiera dicho.
—A lo mejor es de hace mucho tiempo y no está operativa.
—Es lo que vamos a averiguar —dijo Nacho bajando a toda velocidad por las escaleras hacia el apático dueño. Este se incorporó en cuanto vio la inmensa mole de Rullatis dirigirse hacia él como un tren de mercancías. Ignoraba lo que ocurría, pero su cara de aburrimiento desapareció por completo.
—¿Dónde está? —preguntó Nacho.
—Tranquilo, tío. Vamos por partes. ¿Dónde está qué?
Por toda respuesta, Nacho le enseñó la cámara arrancada.
—Los vídeos de la habitación.
—Para, para. —El hombrecillo le hizo un gesto de espera con las manos a Nacho, y Bosco tuvo que reconocer que no le faltaban agallas. No había visto a nadie jamás tratar a su amigo con esa aparente parsimonia—. No tengo ningún problema en enseñártelos. Además, por si la poli encontraba la cámara, no los he borrado. Pero ya los he mirado, te aviso, y no hay nada de interés. Es lo que dijo el forense: sobredosis. —Salió de detrás del mostrador para dirigirse a una pequeña puerta de madera que abrió con llave. Encendió la luz, una bombilla colgando de un techo lleno de humedad, y Bosco y Nacho pudieron ver una ruinosa sala con dos anticuadas pantallas de televisión y un viejo ordenador. En un armario sin puertas se apilaban cintas de vídeo y CDs.
Sin dudarlo, el dueño de la pensión se dirigió hacia un CD en concreto en la cima del montón.
—Es este. No lo he tocado desde que lo vi.
Pero Nacho había nacido siendo gato viejo. No se iría sin comprobar que estaba allí lo que necesitaba. Con un movimiento de cabeza, señaló la puerta al dueño de la pensión para que saliera y, sin ambages, se sentó en la costrosa silla de vinilo raído. El ordenador tardó unos minutos, que a Bosco se le hicieron eternos, en ponerse en funcionamiento y poder mostrarles las imágenes que querían.
La toma, desde el techo, enfocaba la cama para, supuso Bosco, satisfacer las perversiones del hostelero que, en realidad, de ese voyerismo que compartía luego en la red lograba más ingresos que de la pensión en sí. Durante las primeras tomas, solo vieron a Rojas en su solitaria vida, delante de un televisor y absolutamente negligente rodeado de la cochambre. Cuando una segunda persona hizo su aparición en la habitación, tanto Bosco como Nacho, inconscientemente, acercaron su rostro a la pantalla.
—¡Vaya, vaya! Justo lo que esperábamos.
—¿No hay sonido? —preguntó Bosco.
Nacho lo miró como si le hubiera salido una cabeza de más. ¿Sonido? ¿Qué se creía que estaba viendo, una película?
—¿Quieres color también?
Bosco se encogió de hombros, negándose a dejarse avergonzar.
Pero, por suerte para ellos, aun sin voz y sin color, ahí estaba todo. Como si solo su presencia en esa habitación no fuera suficiente prueba, la persona enfocada en la pantalla se dirigía hacia Rojas con el cuchillo que mató a Roberto en la mano, sostenido con un pañuelo. Vieron el momento en que Rojas dejó sus huellas en él y cómo lo colocaba en la mesilla de noche. Y vieron al asesino regalarle la dosis de droga que lo mataría. La conversación —aunque inaudible— era suficientemente explícita.
Ambos amigos se miraron satisfechos con la sonrisa en la cara.
—Demasiado fácil —dijo Nacho y, antes de que Bosco se desilusionara, añadió—: Pero nunca digo que no a caballo regalado. Vámonos de aquí y hagamos copias antes de que nos pillen y nos lo requisen. ¡A la policía le va a encantar!
La casa donde los Fernández de Oviedo habían vivido desde su llegada a Madrid, procedentes de Logroño a principios de siglo, estaba situada en la calle Serrano, haciendo esquina con Hermosilla. El piso, una segunda planta de un hermoso edificio de piedra, con amplios balcones dando a la alegre avenida de las mejores tiendas de Madrid, contaba con más de quinientos metros cuadrados. El portero de la finca, un calvete barrigudo uniformado, de rostro apacible y respiración agitada, se mostró cortésmente encantado de acompañar a Luna y darle oficialmente las llaves de la propiedad. Y mientras ambos subían en un amplio ascensor antiguo, construido en madera con relieves dorados y una exquisita alfombra en el suelo, las anchas escaleras de mármol, cubiertas con una moqueta color burdeos, desfilaban por las ventanas acristaladas del elevador ascendiendo con ellos a los diferentes pisos.
Si Luna hubiera estado sola en el momento de abrirse la puerta de la casa donde había vivido su padre, quizá se hubiera dejado llevar un poco por la nostalgia o la melancolía, pero la verborrea educada del conserje se lo impidió. La joven no pudo menos que suspirar agradecida cuando el portero se despidió, muy atento, disculpándose por tener otras cosas que hacer. Quería ir sola esa primera vez. De hecho, había desdeñado todo lo educadamente que supo las ofertas de sus nuevos familiares, de los Montalvo y del propio Bosco para acompañarla.
El piso estaba en penumbra. Guiada por los exiguos rayos de luz exterior que se filtraban a través de los cortinajes de terciopelo, Luna se dirigió a las ventanas para abrirlas y gozar así al máximo de su visita. En breves instantes, las inmensas habitaciones cobraron vida. Con inquisitivos ojos y ansiedad en el alma, Luna fue pasando de una estancia a otra.
Lo primero que vio fue un despacho enorme con sobrios muebles de escritorio, papeles por todos lados, un retrato que supuso acertadamente era de su abuelo cuando joven y una enorme fotografía del rey Juan Carlos, acompañada de una pequeña bandera con el escudo nacional. Las paredes estaban absolutamente cubiertas por una librería encastrada con ejemplares de todo tipo. A través de una doble puerta pasó a dos salones contiguos decorados con distintos ambientes, que se destacaban entre sí por los diferentes tresillos que la joven dedujo serían valiosas antigüedades, y a los que acompañaban desde un mueble bar hasta un piano, pasando por pequeñas mesitas con servicio de café y licores o cuadros de sobrio estilo y austeras pinceladas con retratos familiares, bodegones y oscuras recreaciones de batallas medievales.
Las cortinas con la pasamanería, las bellas alfombras de intrincados dibujos, los tapices, las lámparas de techo, todo hablaba de opulencia, de antigüedad, pero también de continuidad, pues nadie se había molestado por introducir allí ningún cambio en años. Luna se preguntó si aquello se debía a que no había habido señora de la casa en mucho tiempo o a que a su abuelo, simplemente, no le gustaban las modificaciones. ¿Había llegado su madre a vivir allí también? ¿O recién casados sus padres construyeron su propio hogar y, al abandonarle Sara, Álvaro regresó a la casa de su niñez? Sabía tan poco en verdad de todos ellos.
Por un pasillo de parqué de amplias lamas de caoba, que medía al menos tres metros de ancho, Luna llegó a los dormitorios. La desilusión la embargó al darse cuenta de que, tan perfectamente ordenados y aseados como los había dejado la encargada de la limpieza, no había a la vista ningún tipo de señal con que descubrir cuál sería el de su padre. El mobiliario de los tres cuartos le recordó al de invitados de la casa de Bosco donde había dormido Fidel. Todos con parecidos muebles antiguos de buena madera oscura. ¿Sería el perteneciente a su padre aquel en que dominaban los cuadros con temas de caza? ¿O aquel otro de la colcha azul oscuro adamascada, con el armario de cristal que exponía una hermosa colección de tablas y piezas de ajedrez? Ella nunca había sabido jugar. El ajedrez le parecía particularmente difícil. Otra cosa eran las damas.
Diciéndose a sí misma que no estaba haciendo nada malo, pues ahora todo aquello le pertenecía, Luna comenzó por abrir los cajones y armarios. En menos de media hora había deducido atinadamente que su padre había ocupado hasta su muerte el dormitorio con la colcha y las cortinas en suaves tonos neutros. Un arcón, a los pies de la cama, del que encontró la llave en el cajón de la mesilla de noche, le descubrió un par de cartas de su madre, dirigidas a su padre cuando eran novios, que dejaban entrever un aire de frivolidad que Luna no pudo comprender cómo su padre no había sabido descubrir.
Con gran deleite encontró también un álbum de fotos. Las imágenes de las primeras páginas mostraban a Álvaro y Roberto posando con sus padres. Su abuela. Una mujer de la que no sabía nada, pero que tenía una apariencia majestuosa, y su abuelo, al que tampoco había llegado a conocer, una versión mayor de los hijos. Sí, estaba deseando aceptar la proposición de los Montalvo y acompañarla con una invitación a la casa de su familia para conseguir que le hablaran largo y tendido de todos los ocupantes.
Siguió pasando las hojas, hasta que encontró a su padre, ya convertido en un muchacho de muy buen ver. Soltó un gritito inconsciente cuando vio una imagen que ocupaba la página entera con una foto de la boda de sus padres. ¿De verdad era su madre aquella joven sin arrugas, con una natural sonrisa de felicidad y que parecía mirar admirada a su flamante novio? Le parecieron los dos muy jovencitos. ¿Cómo podía pensar ninguno de los dos en lo que les traería el destino? ¿Cómo podía nadie imaginarse cuán destructiva sería Sara al deshacer todo lo que empezaban a construir en el momento de la boda?
Aunque la idea de que su madre hubiera huido de los Fernández de Oviedo por un buen motivo había pasado alguna vez por su cabeza, como carecía de pruebas para mantener esa teoría se negó a dejarse llevar por esos derroteros. Ya no quedaba ninguno de sus progenitores para contarle la verdad. Simplemente tenía los hechos, que era mucho más de lo que tenían otros hijos. Se limitaría a ponderarlos como tal.
Sentía un gran placer rodeada de aquellas cosas.
Arrodillada allí en el suelo, supo sin lugar a dudas que de toda la inmensa herencia que había recibido, aquel álbum de fotos representaba más que todo lo demás.
Luna nunca había sido dada a huir de sus responsabilidades, pero en más de una ocasión desde que había aceptado el extenso patrimonio había deseado que Ovides no existiera. Ahora, consideraba que todo el trabajo que le estaba dando la compañía, los quebraderos de cabeza, las reuniones con sus asesores, los nervios ante las decisiones… merecían la pena si iban acompañados de los recuerdos que en esos momentos tenía entre sus brazos. Sabía que en aquella casa, dándose tiempo, acabaría encontrando las raíces que toda su vida había ansiado tener.
Y se preguntó qué pensaría Bosco si ella se quejara de la gran carga que le suponía la compañía. Él, que dirigía un verdadero imperio, que, según había podido saber, tenía empresas no solo en Europa, sino también en Estados Unidos y Sudamérica, las cuales gestionaba con puntuales viajes y a través del teléfono e internet.
Para Luna estaba claro como el agua que ella no había nacido con mentalidad empresarial. Se consoló a sí misma pensando que ella era, en cierto modo, del tipo artístico, mientras se acercaba al ala de la casa destinada al servicio. No sabía por qué se había imaginado aquella parte de la vivienda un poco a la antigua usanza, con pequeñas habitaciones oscuras y una cocina prácticamente de horno de leña. A pesar de que el suelo en aquel ala sustituía la impecable madera por un gres corriente de color claro, la luminosidad en las habitaciones era impresionante. La cocina, dotada de los mejores adelantos, era tan grande como su apartamento y aunque solo había un cuarto de baño completo, había dos aseos y un cuarto de lavado y plancha y los dormitorios, si bien no muy grandes, se contaban hasta tres. Luna decidió que aquello era otra vivienda dentro de la principal. ¿Quién no se moriría por tener un piso como ese?
Antes o después tendría que decidir qué hacer con el hogar de su padre. ¿Sería capaz de ponerlo a la venta sin sentir culpabilidad?
Sin duda necesitaba de nuevo a Bosco. Él era la única persona de la que se fiaba. No solo porque era muy acertado en su criterio, sino porque había demostrado que era el que mejor la conocía, mejor incluso que el propio Fidel.
Sí, ya no le importaba reconocerlo, lo necesitaba a él y, lo que era más inquietante, sabía que en cuanto él se enterase de que ella quería estar con él, lo dejaría todo para hacerle caso. Era excitante saber que alguien como Bosco estaba tan disponible para ella, pero lo más sorprendente para Luna era el hecho de que ella se lo creía firmemente. No podía negarse a sí misma que de verdad creía ya en el amor de Bosco hacia ella. Eso sí que la tenía aterrada.