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¿CÓMO INFLUYE NUESTRO IMPULSO BÁSICO POR EL CONOCIMIENTO EN LA CONDUCTA INTERPERSONAL?

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Nuestra curiosidad natural por conocer la verdad no se satisface con respuestas teóricas sobre la naturaleza humana, o teorías sobre el valor de la supervivencia o informaciones científicas sobre la función cerebral. Buscamos no solo conocer el mundo y a los seres humanos, sino también interactuar con ellos. Este deseo no es un simple despliegue de conocimiento innato, ni se satisface con datos científicos y explicaciones parciales. En realidad, este deseo subyace en la búsqueda para descubrir quiénes son las personas, el significado de nuestra relación con ellas, y el propósito de nuestras vidas. El deseo natural de conocimiento y verdad nos conduce hacia un significado más completo de la vida humana, a nivel racional, interpersonal, ético, metafísico y místico. Al hacerlo, nos afirmamos sobre cómo actuamos, cómo nos comprometemos y en quiénes nos convertimos (Wojtyła, 1979, 1993). Este deseo natural funciona como una semilla de virtud y como una forma de conocer la dirección que nos ofrece la ley moral natural. Nuestro deseo natural va creciendo. Partiendo de inclinaciones no desarrolladas, llegamos a la intuición de lo que es bueno y correcto y lo que no lo es, a qué constituye nuestro fin, así como al discernimiento sobre los medios para conseguir ese fin, y a los actos responsables, a las disposiciones virtuosas, a la madurez moral y espiritual. Este deseo es también profundamente interpersonal, ya que el conocimiento se adquiere tanto a través de las relaciones interpersonales, como en nuestras comunidades y sus narrativas.

Filosóficamente hablando, llegamos a la ley moral natural a través de nuestra participación racional humana en una realidad objetiva ordenada. Teológicamente hablando, la participación racional en la ley moral natural constituye asimismo una participación racional en la ley eterna (Rom 1:19-20 y 2:14-15; Aquino, 1273/1981, I-II, 91.2). Su origen divino se afirma y clarifica a través de la revelación divina, que se encuentra, por ejemplo, en las dos tablas del Decálogo (Ex 20, 1-17; véase asimismo el capítulo 17, «Creada a imagen y semejanza de Dios», en particular el apartado «Orden divino y moral»). San Juan Pablo II (1993) identifica cómo en la creación Dios da a la humanidad sabiduría y amor, así como un «fin último, por medio de la ley inscrita en el corazón» (1993, §12; cf. Rom 2:15); y la denomina, de acuerdo con la tradición clásica, ley natural.

El conocimiento de la ley moral natural tiene una influencia directa sobre nuestra agencia humana. Este conocimiento es transformador y performativo. Conocer la verdad de la realidad nos muestra los verdaderos bienes a perseguir, y favorece los actos virtuosos, así como la verdadera realización. La ley natural subyace en el deseo de las virtudes morales o espirituales, que construyen positivamente las relaciones con los demás y con la fuente de la realidad (capítulo 11, «Realizada en la virtud», especialmente el apartado «Inclinaciones naturales, ley natural y norma personalista»). Nuestro impulso por saber está entrelazado con el impulso de hacer lo que es bueno, así como de nuestra realización, de acuerdo con la naturaleza de la persona. El precepto básico de la ley moral natural es este: hacer el bien y evitar el mal (Aquino, 1273/1981, I-II, 94.2). Los preceptos secundarios comprenden aquellos deberes y virtudes que prohíben el asesinato y protegen la vida, prohíben el adulterio o la promiscuidad y favorecen la fidelidad. Impiden el abandono de los padres y respaldan el honrarlos, etc. Estos preceptos están confirmados por la tradición católica cristiana, tal y como se encuentra en el Decálogo (Ex 20:1-17), en el sermón de la montaña (Mt 5:6) y en las exhortaciones morales de san Pablo (Gál 5; Ef 5), así como en fuentes magisteriales, como los documentos del Concilio Vaticano II (1965b) y las encíclicas de san Juan Pablo II (1993). A nivel teológico, los preceptos secundarios (deberes y virtudes) que conciernen a Dios incluyen no descuidar la adoración a Dios, sino lo contrario: reconocer a Dios; no tomar el nombre de Dios en vano, sino honrarlo; no desatender el domingo o el día de descanso del sábado, sino usarlo para buscar un ocio con significado, incluyendo, especialmente, la adoración a Dios.

El hecho de que los preceptos de la ley queden enraizados en inclinaciones naturales no implica que los preceptos sean obvios para todos (Aquino, 1273/1981, I-II, 94.4; Austriaco, 2011). No obstante, la posible existencia de una ignorancia culpable (no tener el conocimiento moral que deberíamos tener), los malentendidos, la negación de la verdad, los esquemas cognitivos disfuncionales, así como otros desórdenes de la razón, no refutan ni el hecho de que los humanos tengan una inclinación natural a conocer la verdad de su realización moral, ni el hecho de que este conocimiento suponga ventajas sobre cómo actuamos ética y espiritualmente. Estos contra ejemplos nos llevan a la conclusión de que debemos centrar nuestra atención en las causas físicas, psicológicas, sociales, así como en las éticas y espirituales del desarrollo y del declive personal, de la sanación, el desorden, y la cognición y la ignorancia.

Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen II

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