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IV

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22 de octubre

Señor tío:

A la pregunta que Ud. me formula respecto al médico de aquí, Luís Lorenzo, he de responderle que se pasa mucho tiempo en Bande, que no concurre a las tertulias de casa Aparecida y que me parece hombre de ciudad y sumamente descontento de su destino en estos confines de la civilización. Apenas nos hemos cruzado el saludo unas cuantas veces. Eso sí, cuando fuimos presentados por el alcalde, que no sé si le he dicho que es Luís Pardao, el marido inútil y descolorido de la diligente Aparecida, Luís Lorenzo echó pie a tierra desde una yegua negra como el carbón, se sacó el bombín, se cuadró muy cortés y me tendió la mano al tiempo que me ofrecía su casa y sus servicios. «Soy médico interino y malamente me mantengo de las igualas», me dijo, con un frunce de asco en el hocico untuoso. Miró en torno y después encaró de frente a Pardao, como si desafiara una fuerza extraña y poderosa. No comprendí nada. Si me lo permite, señor tío, le diré que para mí el médico interino es un petimetre.

En cuanto a los pormenores de mi vida, ésta resulta de lo más simple. Voy de la escuela —allí disfruto, como Ud. sabe, de mi labor docente igual que otros gozan de los placeres prohibidos— a la posada, donde se cobija una divertida sociedad conversadora, mientras afuera, en el mundo, la lluvia no deja de caer estos días a turbiones violentos y feroces.

Y poco a poco me voy enterando de hechos relativos a la familia que me hospeda y que no me habían sido revelados al principio, si acaso por pudor escrupuloso. A saber, que Pardao y Aparecida tienen un hijo y una hija. El mayor, Turelo, o sea Artur, viaja continuamente por Portugal dedicado al negocio de compra de oro y plata y está casado con Dorinda, de la que no tiene hijos, y que es una espléndida mujer de cara morena y cuerpo abundante que a menudo pasa largas horas en casa de sus suegros, con los que se lleva bien. La hija, parece que más joven, está encamada en un lugar que yo, imprecisamente, sitúo en la parte sur de la casa. A pesar de la enfermedad que la retiene en el lecho, no tengo noticias de que Luís Lorenzo la visite nunca. Clamores me confió, con ojitos de cielo muy abiertos y un pasmo en la boca, que aquella joven tenía el cuerpo abierto. Le llaman Obdulia, a la encamada.

Sin otra cosa por hoy, pide a Ud. licencia su sobrino.

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