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V

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30 de octubre

Mi querido tío:

Por fin se ha retirado la lluvia y el cielo ha quedado limpio, azul hasta llegar a herir de pureza la vista de los ojos. La temperatura ha descendido vertiginosamente y con ella se me enfría el alma, señor tío. No tema, tío mío, por la posible carga de concupiscencia que sin duda Ud. percibió en mi mención, un poco adornada en exceso, quiero pensar, de Dorinda de Turelo. Puede creerme, sí, que de ella emana una armonía poderosa, como cuando nos sobrecoge la mole de una roca, pero nada más lejos de mí que una atracción sensual por tal mujer casada ni por ningún otro individuo de sexo femenino habitante en esta soledad que mata. El frío me congela las cisternas del deseo, de cualquier deseo. Me noto distante, ido; no podría decir triste. Del mismo modo que cada mañana amanece el sol sobre escarchas totales que hacen cristal blanco de las ramas desnudas de los abedules, cada día que pasa noto como si una odiosa y dura indiferencia se apoderase más y más de mi interior. Siento que la corriente de simpatía entre mis alumnos y yo se ha endurecido también. Hablo poco y me limito a escuchar las conversaciones que se enhebran y desenhebran hasta el infinito en la cocina de casa Aparecida. Y lo que es más curioso, señor tío, percibo que las gentes que me rodean y que yo frecuento están experimentando la misma evolución que yo. Sé, sin que hablen, lo que piensan, y cada vez me encuentro más lejos y siento más antipatía por Luís Lorenzo y por don Plácido Mazaira. Creo que ellos me pagan con la misma moneda.

No lo incomodo más con mi humor sombrío y le beso respetuosamente la mano.

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