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VII

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15 de noviembre

Mi querido tío:

Acabo de recibir apreciada carta de Ud. en la que se muestra preocupado por mi estado de ánimo y trata muy amablemente de confortarme con el consejo de centrar mi atención en la labor pedagógica.

En verdad parece como si las pardas lejanías de jara y brezo, la severidad acerada de los techos de pizarra, el estremecedor nimbo de humildad y vapor de pobreza que recubre cobertizos, casas y hórreos cubiertos con la paja oscura y mojada de los inviernos, la pequeñez ruin de los perros, del ganado e incluso de las personas de aquí, todo, todo, me hubiera incorporado, enteramente, a su mediocridad infinita. Veo yo la gente de por aquí intensamente pálida y advierto en cada rostro unos ojos redondos, grandes y prominentes, vacunos diría yo inclusivamente, que los hacen parecer familiares. Ojos que aún parecen mayores en los rostros globulosos de los carboneros y pastores de A Fraga de Mundil, que bajan de la Serra do Crasto con un aspecto inquietante de gnomos enigmáticos y malévolos, en los días de feria grande. Los mismos ojos que hacen girar en el vacío los niños distraídos de mi escuela, de manos maltratadas por los sabañones, incapaces de abstracción y atrofiados por las parvas de aguardiente que les suministran las madres cada mañana.

Al cruzarme con don Plácido o con Luís Lorenzo, ellos bajan la cabeza y, después de dirigirme un furtivo saludo, aceleran el paso y yo sé que rechazan mi trato con la misma intensidad que yo el suyo. Me consideran como un aldeano más de Lobosandaus.

Ahora sí, hay una persona en quien no encuentro los ojos de vaca que parecen conferir un aire de familia a los habitantes de este lugar maldito. Me gustaría precisar que la tal es Dorinda, cuyo cuerpo desprende, para mí, resplandores de simplicidad salutífera y reconfortante.

Le besa la mano benefactora, su sobrino.

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