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3. LEGALIDAD Y RESULTADO

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Podemos avanzar ya algunas conclusiones: la regulación económica es Derecho, fundamentalmente Derecho administrativo económico, y nuestro ordenamiento jurídico-administrativo está al día, pero no renuncia a la auto-crítica para mejorar, ni a los valores que le dan sentido para seguir adelante.

Este breve recorrido por los ejes del cambio nos conduce ahora a tratar de saber qué razones determinan la escalada de la tensión a la que nos referimos. Las factores más influyentes son, nos parece, el “eficientismo”, la superación de las fronteras, el avance tecnológico, la confluencia de lenguas y lenguajes y, por último, aunque no por ello menos importante, el valor de la marca, la reputación y la imagen en una sociedad amante del espectáculo.

La Economía, como ya hemos dicho, se ocupa de la mejor asignación posible de unos recursos por definición escasos y el Derecho de organizar una vida social justa, en paz y libertad. Cada uno tiene sus objetivos y sus métodos para alcanzar tales objetivos; métodos y objetivos, también lo hemos dicho, que son diferentes, pero no incompatibles sino complementarios. El “eficientismo” consistente en el afán por conseguir cumplir dichos objetivos a través de los métodos que le son propios, de la mejor manera posible, no es criticable, por supuesto, si no lógico, natural y encomiable.

Lo característico de la regulación es, sin embargo, la interacción entre el Derecho y la Economía y sus límites y consecuencias. Es en este terreno en el que la fricción produce chirridos, que pueden dar lugar a un “eficientismo” criticable y jurídicamente inasumible. Nos referimos entonces al “eficientismo” consistente en una orientación utilitaria y acrítica al resultado o, peor, a la fatal asunción de que el fin justifica los medios. El pensamiento económico es muy consciente de lo que hay en juego, valga como ejemplo la aproximación de Rodrik17, que incluye la soberanía y el Estado de Derecho como uno de los tres ángulos de su famoso “trilema”. Es, sin embargo, en lo que podemos llamar la literatura o la cotidianidad de la gestión, donde ha cristalizado esta clase de “eficientismo” consagrando, por ejemplo, la vulgarización de otra consigna: gato blanco o gato negro no importa, lo importante es que cace ratones. El asunto excede, una vez más, el estricto campo de la regulación económica, pero sin duda la tensiona y esa tensión se proyecta sobre el Derecho.

Ese dogmatismo de la gestión ve en la regulación un mero obstáculo al cumplimiento de sus objetivos, que considera como indiscutibles, por lo tanto, justificados y por lo tanto urgentes. Esta clase de “eficientismo” piensa, naturalmente, que el resultado económico es la solución de todos los problemas del hombre, cuya etiología, esencia y solución son fáciles de prevenir y acometer desde un tecnocratismo neutro y aséptico. Una especie de irresponsable: primero vivir y después filosofar; con el añadido de ignorar que, para vivir con justicia, en paz y en libertad no podemos soslayar el Derecho. No solo de pan vive el hombre, y ese enfoque “dificultativo” del Derecho olvida, nunca es ocioso repetirlo, por encima de tecnicismos, incluso por encima de las diferentes visiones que del Derecho se puedan sostenerse, que de lo que se trata es de garantizar una convivencia pacífica, segura y libre; lo que implica asumir que ha de ser una convivencia jurídicamente dialogada, o no será nunca y no habrá seguridad jurídica posible. El Derecho no deja de ser una convención social, seguramente la más trascendental y básica de todas ellas, pero en todo caso una convención insustituible.

La pretensión de que la Economía pueda ser eficiente prescindiendo del Derecho, de que el mercado sea eficiente prescindiendo del Estado, que no es más que un obstáculo, es sencillamente un disparate. Medir la eficiencia económica, por otro lado, desde la perspectiva de una gestión que solo busque el resultado parametrizado y centrado en lo cuantitativo, sin matices, es un camino que conduce a la deshumanización y al totalitarismo, como la historia, maestra de la vida como la llamó Miguel de Cervantes, demuestra con monótona reiteración.

La buena regulación es la que atiende no solo a los elementos cuantitativos sino también a los cualitativos, la que otorga a las formas y a los procedimientos el valor intrínseco que tienen, la que concluye en decir que un resultado ilegal, o incluso paralegal, es una mal resultado, un resultado completamente rechazable. En resumen, y volviendo al principio de nuestra argumentación, aceptar una regulación “eficientista” que contrapusiera resultado económico y legalidad, sería como aceptar la entrega de nuestra libertad a cambio de un plato de lentejas. Una regulación económica de espaldas al imperio de la ley es tanto como deslegitimar el Estado social y democrático de Derecho, con las peligrosas consecuencias que siempre se derivan de tales transacciones.

Los argumentos del “eficientismo” suelen ser la flexibilidad, la urgencia y el pragmatismo. Nada más lejos de nuestra intención que agotar ahora estos asuntos, no es el sitio ni el momento, pero si conviene dar una respuesta, aunque sea somera, a dichos argumentos.

Lo contrario a la formalidad no es la flexibilidad, al revés, toda formalidad es cortés y por definición flexible, en tanto que respetuosa con todos. Lo contrario a la formalidad jurídica es la arbitrariedad, el capricho antijurídico, expresamente prohibido por el ya mencionado y esencial artículo 9.3 CE.

En segundo lugar, la obtención de un resultado presupone dar unos deter-minados pasos previos, en nuestro caso cumplir con la ley, lo cual requiere su tiempo, el que le es propio. Entiéndase bien, no estamos diciendo que lo parsimonia esté justificada, estamos diciendo que la rapidez no siempre es garantía de eficiencia. Un recurso judicial consume su tiempo, pero es de la máxima eficiencia si se considera, por ejemplo, desde la perspectiva de la protección de los derechos fundamentales. Pensemos en el caso extremo de una jurisdicción donde esté vigente la pena de muerte, que aunque no sea nuestro caso se da globalmente hablando ¿sacrificaríamos el derecho a la vida en el altar de la rapidez?

Por último, lo ilegal nunca será pragmático, porque mientras exista Estado social y democrático de Derecho lo ilegal podrá ser impugnado, incluso deberá ser impugnado. ¿Qué pragmatismo hay en crear situaciones sujetas al riesgo de pendencia jurídica, porque se saben ilegales o, al menos, existe la duda sobre su legalidad, sin que nos tomemos el trabajo ni el tiempo de comprobarlo?

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