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I. INTRODUCCIÓN

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La regulación económica está difuminando la aportación clásica del Derecho administrativo económico, de forma acelerada tras las crisis causadas por las hipotecas subprime y la COVID19. Este parece insuficiente frente a una nueva visión multidisciplinar, teóricamente omnicomprensiva, que apenas alborea y que siendo sugestiva se presenta como confusa. En todo caso, el nuevo enfoque no puede gravitar sobre las ruinas del imperio de la ley sino, muy al contrario, sobre los principios que dan sentido al Estado de Derecho.

La Economía se ocupa de la mejor asignación posible de unos recursos por definición escasos y el Derecho de organizar una vida social justa, en paz y libertad. Aunque ambos actúan sobre una misma realidad, la que ahora atrae nuestra atención, el sentido, los métodos y los principios de la Economía y del Derecho son diferentes; compatibles entre sí, pero diferentes.

Por ello parece que para entender lo que significa la regulación econó-mica, como mínimo, habría que añadir al tradicional punto de vista teórico el del caso concreto. La novedad no está en la conveniencia de enriquecer la perspectiva académica con la clínica y viceversa, lo que es elemental. Lo novedoso es la intensidad con la que la perspectiva clínica económica trata de imponerse sobre los principios de lo jurídico, retando al Derecho a una constante ratificación de los postulados en que se funda el imperio de la ley. Abducidos por un falso “eficientismo”, con frecuencia escuchamos argumentos meramente estadísticos, métricas de cumplimiento dizque inexorable, para justificar dicha ratificación, que soslayan, contravienen o tratan de anular el razonamiento jurídico, o, en último término, de sustituirlo por otro de naturaleza económica o técnica. El Derecho le concede al razonamiento técnico y económico la mucha utilidad instrumental que tiene, desde luego, pero no puede aceptarlo, sin matices, como suficiente.

Hablar del Derecho administrativo económico, desde una perspectiva estatutaria, como el que estudia y explica las relaciones jurídicas de las Administraciones públicas cuando la actividad de estas se proyecta sobre la actividad económica es correcto, aunque pueda parecer escaso visto desde la veladura del horror de los afanes empresariales cotidianos. Qué decir de la pretensión imposible, y por ello inútil, de un abordaje objetivo, ceñido a la materia que atañe al servicio público, por utilizar la expresión clásica de la doctrina francesa, cuando el propio Estado quebranta sistemáticamente su perímetro, ampliándolo o reduciéndolo, según cuadre a los acontecimientos. De forma que, desde el contenido histórico y esencial de las funciones del Estado, es decir, la hacienda, la justicia, el orden público, la guerra y las relaciones exteriores, pasamos a un número creciente de campos como, por ejemplo, las infraestructuras (carreteras, ferrocarriles, puertos, aeropuertos, obras hidráulicas, etc.), el sistema financiero (bancos, aseguradoras, fondos de inversión, mercados de valores, etc.), la movilidad y los servicios de transporte, el turismo, la industria de seguridad y defensa, la filantropía, las fundaciones y el tercer sector, el mercado de trabajo y las migraciones, la prevención y gestión de grandes catástrofes naturales, la sanidad y la industria farmacéutica, el urbanismo, la producción y el comer-cio de alimentos, la llamada industria cultural, la industria de la moda o del ocio, la economía digital, la sostenibilidad medioambiental, la prevención y gestión de grandes catástrofes naturales… y un largo e inabarcable etc.

Tiene razón, por lo tanto, el profesor Germán Fernández Farreres cuando escribe que2: “Los fines y las actividades de la Administración son contingentes y varían con el tiempo. El intento de fijar a priori un catálogo de finalidades específicas del Estado determinantes de su actuación resulta ingenuo y, en cierto modo, inútil. Esas finalidades son cambiantes, ampliándose o reduciéndose, complementándose o sustituyéndose, en función de las propias transformaciones económicas, políticas, sociales o técnicas, que a lo largo del tiempo van sucediéndose. El Estado se enfrenta gradualmente con unos u otros fines que cumplir. Por ello, la determinación de los que necesariamente debe asumir viene dada por las necesidades que en cada momento y circunstancias se suscitan, siempre atendiendo a su valoración y relevancia sociales. La evolución del Estado moderno prueba el continuo crecimiento de los fines, tareas y cometidos de los que el poder público se responsabiliza ante los ciudadanos, lo que ha supuesto cambios cualitativos en las funciones del Gobierno y de la propia Administración”.

Puede decirse que no hay un solo asunto que la larga mano del Estado no pretenda alcanzar, cuestión diferente es si conviene, o no, permitírselo y, en su caso, hasta qué punto y de qué manera.

Los maestros Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández subrayan que3: “… Sí debe decirse, no obstante, que toda organización política se apoya necesariamente en una concepción determinada del Derecho y actúa desde y en virtud de la misma. En la medida en que todo poder pretender ser ‘legítimo’ (ningún poder se presenta como usurpador o ilegítimo, todos pretenden ‘tener derecho al mando’), todo poder es un poder jurídico, o en términos más categóricos, toda forma histórica de Estado es un Estado de Derecho. La formulación kelseniana de una identificación entre Estado y Derecho es una simple expresión, más o menos afortunada, de este postulado.

Lo que distingue a unos Estados respecto de otros, tanto en un tiempo dado como en diferentes épocas históricas, no es, pues, que unos reconozcan y otros aborrezcan el ideal de un Estado de Derecho, sino lo que unos y otros entienden por Derecho. Es ahí, en ese terreno material y no estructural donde las diferencias son considerables. Cuando se niega a un Estado su condición de Estado de Derecho, se parte, obviamente, de una deter-minada concepción ideal del Derecho; es, en realidad, una afirmación que solo puede hacerse desde una posición de Derecho Natural, sea cual sea la versión de éste, desde la imagen de un modelo material determinado del contenido del Derecho, con el que se cree poder pedir cuentas a un Derecho positivo concreto, con el que se puede por tanto negar la legitimidad al Derecho positivo que le contradiga. Así el marxismo desautorizaba el sistema jurídico occidental como simple superestructura de dominación de clase”.

En resumen, no parece buena idea poner en almoneda la concepción del Estado de Derecho que los juristas occidentales hemos venido construyendo desde las revoluciones estadounidense y francesa hasta nuestros días, con tesón, esfuerzo y no poco éxito.

Es importante, por lo tanto, aclarar que cuando ahora hablamos de Estado de Derecho, hablamos de un Estado que respeta el imperio de la ley, la división de poderes y el diálogo democrático jurídicamente formalizado. Hablamos de un Derecho que respeta unos principios básicos, elementales e indisponibles. Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución, decía ya el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

Al no haber espacio para la ambigüedad, a la postre ese ámbito de actuación administrativa debe concretarse a través precisamente de procedimientos jurídicos. Es decir, cabe lo que cabe en la Constitución. Constitución económica que, en nuestro caso, gira sobre una interpretación conjunta de los artículos 38, 128 y concordantes CE, como temprana y lúcidamente puso de manifiesto el profesor Sebastián Martín-Retortillo4, creando así un amplio espacio para la discusión civil, destinado a dar cabida a ideas diferentes, incluso contradictorias, pero no a cualquier idea. Hay ideas que son rechazables, se excluyen los extremos que no respeten los valores superiores del ordenamiento jurídico: la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, que propugna el Estado social y democrático de Derecho en que España se constituye, conforme al artículo 1.º CE, y se excluye la vulneración del imperio de la ley, cualquier pretensión de estar al margen o por encima de la ley aprobada entre todos y para todos, que por eso a todos vincula y que entre todos puede modificarse, pero nunca incumplirse.

Fue Albert Camus quien escribió que: “…Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si no podemos afirmar ningún valor, todo es posible y nada tiene importancia. Sin pros ni contras el asesino no tiene culpa ni razón. Se pueden atizar los hornos crematorios del mismo modo que cabe dedicarse a cuidar leprosos. Maldad o virtud son azar o capricho…” 5. Estamos, pues, frente a una encrucijada que nos obliga a optar, la equidistancia no es una respuesta. Nuestro tiempo, inclinado al lucro y al utilitarismo, pretende ser libre eludiendo la responsabilidad de elegir, lo que no es posible. Debe insistirse, o hay o no hay Estado de Derecho. Los subterfugios, además de ser contrarios al rigor intelectual y a la responsabilidad que debe acompañar a este, no resuelven nada en términos prácticos, como aquí interesa. La actividad económica está sujeta, se conciba como se conciba, al imperio de la ley.

Lo expuesto explica la necesidad de que los economistas conozcan el Derecho y los juristas la Economía, así como la utilidad de acudir al recurso del análisis económico del Derecho en determinados aspectos, pero no ampara ni justifica la confusión. Podemos, por ejemplo, estudiar el coste de nuestro sistema de justicia contencioso-administrativa hasta la extenuación. Pero si no conocemos o postergamos el significado profundo de la aspiración a la justicia que anima al Derecho, a cuyo servicio están, por ejemplo, las garantías proce-sales, o en general la protección de los derechos fundamentales, si no tratamos, al menos, de intuir lo que implica dar a cada uno lo suyo, en la expresión clásica de Ulpiano, o si argüimos solo desde el materialismo del coste, es imposible que entendamos el significado profundo del Derecho, su inapreciable valor como instrumento, mediante la seguridad jurídica, al servicio de la paz civil, la libertad y la justicia.

En 1955, Charlie Wilson, a la sazón presidente de la General Motors, pronunció una frase destinada a vulgarizarse, lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos de América (“What is good for GM is good for America”). Sin discutir ahora sobre la veracidad de tal afirmación de parte, lo que interesa precisar es que la valoración que lleva implícita tal afirmación solo compete hacerla a las instituciones democráticas, siguiendo los procedimientos del Derecho, que incluyen la ponderación de intangibles socialmente valiosos, cuyo olvido supone, casi siempre, acabar pagando un alto precio en términos de paz, libertad y justicia.

No debemos confundir el significado de una opinión técnica o económica, mejor o peor fundada, con el valor de un aserto jurídico general, que como tal se impone a todos. Eso solo es posible si dicho aserto se sustenta en el Derecho, es decir, si se construye siguiendo los procedimientos legalmente establecidos, que existen precisamente, entre otras cosas, para legitimarlo.

“… El propio jurista –nos dice el profesor José Carlos Laguna de Paz6– ha de tomar en cuenta las enseñanzas de las otras ciencias, si aspira a no reducir su labor a un puro análisis jurídico-formal. En particular hay que reconocer una estrecha relación entre el Derecho y la Economía (law-and-economics). No obstante, cada especialista debe acercarse a este fenómeno desde su propia metodología, construyendo en los únicos ámbitos en los que puede ejercer autoridad”.

En resumen, y sin intención alguna de entablar una absurda y estéril disputa de preeminencias entre el Derecho y la Economía, debe decirse que en este caso el orden de los factores sí altera el producto. Tiene razón el profesor Ricardo Rivero Ortega7, cuando dice sucintamente que: “Las instituciones políticas y jurídicas son condiciones previas del sistema económico, dependiente de ellas”. Y no al revés, añadimos nosotros.

La cuestión, por lo tanto, es que los “eficientismos” cortoplacistas al uso no nos cieguen y acabemos causando una desinstitucionalización que arriesgue lo que queremos defender: el cabal funcionamiento del Estado de Derecho. Sin el que, por supuesto, no es posible un correcto ejercicio de la economía de mercado, ni una vida social pacífica, libre y justa. Asumiendo, bien claro está, que la economía de mercado es la herramienta más eficaz, por lo menos entre las conocidas, para mantener e incrementar el bienestar económico y social universal.

El Derecho, por su parte, no es desde luego un plácido lago sino un caudaloso río, lleno además de comprometidos rápidos. Que, como cualquier río, discurre por un cauce tallado por la historia y en continua renovación. Ahora bien, si dejamos que el cauce del Derecho se desborde, la antijuridicidad anegará la paz, la libertad, la economía de mercado, y cualquier expectativa o posibilidad de justicia, como demuestra dramáticamente, sin ir más lejos, la reciente historia del siglo XX.

La doctrina y la jurisprudencia españolas en el ámbito de la regulación económica son copiosas y abordan, fijando criterio, las cuestiones suscitadas por la realidad más palpitante, como el lector podrá comprobar en los capítulos que siguen. Nos referimos a la doctrina y la jurisprudencia atinentes al llamado, en general, Derecho económico o Derecho de los negocios; más en concreto al llamado Derecho público económico, y, más en particular aún, al llamado Derecho administrativo económico, aunque como acabamos de ver su contorno tenga perfiles no siempre fáciles de definir. También los juristas tenemos nuestros compartimentos mentales, con inevitable tendencia a la estanqueidad defensiva, no somos inocentes. ¿El Derecho de los mercados de valores es Derecho administrativo o es Derecho civil o mercantil? ¿Qué del Derecho de la competencia? Etc. Lo que, obviamente, no empece a la consideración unitaria de la materia desde el punto de vista clínico. Es necesariamente la perspectiva del caso concreto, que precisamente identifica y caracteriza metodológicamente la enseñanza del Derecho en el IE Law School, la que ayuda a entender y resolver las contradicciones y a descubrir, si queremos ser modestos diríamos incluso que a improvisar, las soluciones integradoras de los eventuales desajustes surgidos de la concurrencia de distintas piezas del ordenamiento jurídico y de la regulación económica sobre un solo y complejo caso concreto; siempre, hay que enfatizarlo, desde el respeto al imperio de la ley, es decir a las reglas y los principios del Derecho.

Así pues, alcanzar soluciones atinadas requiere un previo saber, una conocimiento profundo y general del Derecho, para discernir la taxonomía desde la que luego habremos de descender al detalle. Lo contrario sería edificar el reino de la confusión; del error taxonómico, razonando y con esfuerzo, se puede salir, pero de la confusión no es tan fácil hacerlo. La regulación económica tiene vis atractiva sobre una constelación de herramientas poderosas y diversas: tecnología, idiomas, retórica, psicología, economía, estadística, sociología, historia, etc. que no deben hacernos perder la perspectiva y coger el rábano por las hojas. Insistamos, la regulación económica es esencialmente Derecho. Regular significa en español precisamente, según el diccionario de la RAE, determinar las reglas o normas a que debe ajustarse alguien o algo. Como en otras ocasiones, la recepción literal y acrítica de la expresión anglo-sajona “regulation”, con clara raigambre económica y que responde a una estructura institucional algo diferente a la nuestra, aunque haya identidades funcionales, no debería llevarnos a engaño.

La tensión tradicional entre lo general y lo particular presenta hoy también distorsiones fruto del “eficientismo”. Entre nosotros surgen especialistas por doquier y se oscurece, una vez más por poco práctico, el pensamiento gene-ralista, lo que es un gravísimo error. Un especialista puede ser, en ocasiones, alguien que lo sabe todo de nada. Es la visión general la que permite saber y comprender en profundidad, utilizando la jerigonza tecnocrática al uso es imprescindible disponer de una “visión 360º”. Antes de cazar drizas o escotas hay que saber a dónde se quiere ir, tener un rumbo, marcar una derrota, estudiar con atención la mar y el viento, en suma, tener una idea general de la maniobra en la cabeza; porque de no ser así acrecentaremos el riesgo de trasluchar o directamente de naufragar. En el mundo de la hiperespecialización parece que lo primero es correr, cuando lo prioritario es saber donde estamos y a donde y como queremos ir, para, después sí, correr.

El Derecho administrativo tiene su idea general de la maniobra y centra su construcción dogmática primero en la parte general, como no puede ser de otra forma, pero sin abandonar por ello el estudio de la llamada parte especial, dentro de la que, en principio, ubicaríamos el Derecho administrativo económico. A toda esa doctrina y jurisprudencia, constitucional o contencioso-administrativa, general o especial, española o europea, que, como ya hemos dicho, el lector encontrará detalladamente reflejada en los capítulos siguientes, solo podemos referirnos ahora en abstracto.

Sin embargo, como orientación para un lector no avezado o procedente de una tradición jurídica distinta a la nuestra, centrándonos en el Derecho administrativo económico que, a pesar de cuanto intencionadamente venimos diciendo hasta ahora, será la materia central de nuestro análisis, podemos sugerir, por ejemplo, las obras de los profesores Sebastián Martín-Retortillo8, Santiago Muñoz Machado9, Ricardo Rivero Ortega10 o José Carlos Laguna de Paz11; quienes se han esforzado entre nosotros por construir una dogmática específica del Derecho administrativo económico o, en acepción más moderna, de la regulación económica o de la actuación regulatoria de las Administraciones públicas, ofreciéndonos una idea clara de la materia y de su evolución, así como una base sólida para ulteriores indagaciones y averiguaciones.

Este esfuerzo dogmático se caracteriza, además, conviene destacarlo, por prestar atención en todo momento a la doctrina y la jurisprudencia europeas e internacionales; atención que, por un lado, es ineludible en un mundo globalizado y que, por otro lado, define la moderna labor de todos los juristas españoles, superando, de una parte, cierto ensimismamiento previo a la vigencia de la Constitución y coincidiendo, de otra parte, con la apertura e internacionalización de nuestra economía.

Dos últimas reflexiones. La primera es que, como acaba de insinuarse, el Derecho administrativo económico se nos ofrece todavía, casi sin poder evitarlo, con una perspectiva estatutaria de la Administración. Nos cuenta lo que la Administración es, que puede hacer y como puede hacerlo cuando actúa sobre la realidad económica. Como el Derecho es por naturaleza relacional, si definimos lo que una parte puede hacer y como puede hacerlo, estamos definiendo al mismo tiempo lo que la otra parte, en este caso los administrados (bien sean ciudadanos o empresas) tienen que soportar o pueden rechazar, y como pueden hacerlo en tal caso.

Es obligado indicar, sin embargo, que el eje gira hoy, en términos relativos, hacia la sociedad y se aleja de la Administración. En las sociedades más libres y pujantes del mundo el Estado sigue siendo imprescindible, pero a la Administración se le exige reducir su tamaño, concentrar su esfuerzo en los campos donde haya demostrado ser más eficiente, explicar y justificar como nunca dicha eficiencia, y respetar prioritariamente la libertad de acción de los ciudadanos y de las empresas. Esta tensión es estructural y no puede prefijarse una solución ideal definitiva, hay que asumirla ahora en los términos que se señalan.

Por eso Santiago Muñoz Machado12 dice que “…Al organizar sistemáticamente las formas de la actuación administrativa, no se puede perder de vista lo esencial, que es explicar adecuadamente cuál es la posición que el Estado tiene en la actualidad en relación con la sociedad… No es lo mismo un Estado que se abstiene y retrae, potenciando al máximo la posibilidad de que la sociedad asuma la satisfacción de sus necesidades y organizando los mercados de un modo que los intereses privados y los públicos se conjuguen ordenadamente en ellos, que un Estado que, como el del siglo XX, se preocupa de participar activamente como gestor de empresas y prestador de servicios de toda clase… Sí el tiempo presente es el del retraimiento del Estado y potenciación de la sociedad, las instituciones privadas y las empresas, es necesario también explicar la acción del Estado conforme a categorías que se correspondan con esta nueva ideología. El Estado regulador y garante es la mejor expresión, a nuestro juicio, del nuevo orden de relación entre el Estado y la sociedad”.

Por último, debe decirse que el cambio que viene produciéndose recibe un valioso impulso de esta doctrina y esta jurisprudencia. Esta última, tiene además una creciente importancia en el contexto de la globalización que supone, entre otras cosas, una confrontación integradora entre el sistema del precedente judicial, como lo entienden los países del Common Law, y el criterio judicial que, en los países del Civil Law, conforme enuncia al artículo 1.6 de nuestro Código Civil por ejemplo, complementa el ordenamiento jurídico con la doctrina que de modo reiterado, establece el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho. La globalización, en corto, está suponiendo que retornemos a un Derecho pretorio y de principios generales como referencia, para superar un positivismo incapaz de abarcar de forma satisfactoria la nueva y compleja realidad.

A continuación, lo que vamos a intentar es tan solo sistematizar sucintamente las líneas de sentido que jalonan la senda de la regulación económica actual, es decir, las tensiones o rigideces del roce entre la Administración y los administrados, sobre todo las empresas puesto que de Derecho de los negocios estamos hablando, a las que llamaremos convencionalmente ejes del cambio.

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