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4. GLOBALIZACIÓN

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La llamada globalización es todavía un fenómeno más económico que jurídico. Vivimos en una Economía global, pero no existe un Derecho global, está en construcción. La doctrina en todo caso no deja de prestar atención al fenómeno para entenderlo y explicarlo. (Auby, Kinsbury y Stewart, por ejemplo, desde ambas orillas del Atlántico18). En términos prácticos, sin embargo, esto supone que la Economía, progresivamente digitalizada, pasa por encima de las fronteras, apoyada en internet y en las nuevas tecnologías y, esto es lo importante ahora, sujeta a la tentación de eludir las regulaciones que no le convengan o no le gusten.

Desde un Derecho internacional, que tiene como protagonistas prácticamente únicos a los Estados, transitamos hacia un Derecho global, que es una realidad no consumada pero sin retorno, en la que a los Estados se añade el protagonismo creciente de las empresas multinacionales, de las organizaciones no gubernamentales y de las personas, mujeres y hombres individuales y concretos, que aparecen en escena como tales, desde su propia dignidad humana y no solo en su condición de ciudadanos de tal o cual Estado.

La globalización es el escenario de una lucha por los mercados que afecta a la regulación económica y genera más tensión institucional en los términos ya aludidos. Basta pensar en la regulación de la fiscalidad internacional o en las reglas de prevención de blanqueo de capitales o de lucha contra el terrorismo, por ejemplo, para advertirlo.

Pero hay que precisar que cuando decimos que no existe un Derecho global o que está en formación, no despreciamos en absoluto las reglas vigentes del Derecho internacional, público y privado, ni las aproximaciones comparatistas a la solución de los problemas, ni, por supuesto, las sendas del arbitraje u otros mecanismos de composición internacional de conflictos económicos. Lo que no hay es una regulación económica global única, con una fuente del derecho única y un control judicial único. La regulación económica, como el Derecho en general y en particular el Derecho público, que incluye al Derecho administrativo, está fuertemente vinculados a la soberanía, a una jurisdicción territorialmente delimitada.

Este Derecho global en formación, sin embargo, tiene un valor nada despreciable y, sobre todo por lo que interesa en este momento, su laguna empieza a sentirse con actualizada intensidad y a querer colmarse de nuevo, puesto que sentir la necesidad de una legislación universal para los negocios tampoco tiene nada de especialmente novedoso. Volvamos a recordar otra vez la Escuela de Salamanca, por ejemplo.

Sin embargo, sin dejar de lado aquel objetivo, tampoco podemos destruir el vigente Derecho estatal o de la Unión Europea, que constituyen el modelo a seguir, como ya hemos dicho, por cuanto están organizados sobre la base de los principios indisponibles de un Estado de Derecho, sujetando la regulación económica al imperio de la ley. En resumen, estamos en medio de un puente y al fondo se oye el rugir del agua, tan poco sentido tiene volar el extremo del puente por el que hemos accedido a él, como correr precipitadamente hacia el extremo contrario, por el que hemos de salir, sin asegurarnos antes de que a la salida hay terreno jurídicamente firme y no un espejismo burlador del imperio de la ley.

La situación parece compleja porque lo es, pero la complejidad no equivale, ni mucho menos, al caos. Conviene aclararlo. La lucha global por los mercados no se dirime en la anomia. La economía global también está sujeta a Derecho, con estructuras institucionales singulares cuyo estudio no podemos agotar ahora obviamente, pero que en última instancia se resumen en el Derecho Internacional, público y privado, y en el papel, que también en este terreno juegan los Estados. Puesto que al final son los Estados y sus instituciones los que deben ejecutar, cuando sea necesario, las soluciones de los conflictos, aunque se hayan producido en un entorno jurídico novedoso o diferente al estatal. Difícilmente, por ejemplo, un laudo arbitral podrá ejecutarse contra la voluntad del perdedor sin contar con la fuerza jurídica coercitiva de un Estado y sus instituciones.

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