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II. EVOLUCIÓN DE LAS FUNCIONES DEL ESTADO EN PERSPECTIVA HISTÓRICA 1. LAS FUNCIONES DEL ESTADO Y EL PENSAMIENTO ECONÓMICO

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Generalmente el concepto de Estado alude a la unidad política dotada de poder soberano e independiente que integra la población de un territorio. En sus orígenes, la gran mayoría de las funciones de los Estados estaban vinculadas a la conservación del territorio (motivadas por la constitución de asentamientos de la población) y su protección, para lo que resultaba imprescindible diseñar un sistema que incorporase elementos coercitivos. Y en el ejército se personificaba esta función protectora, cuyas necesidades de financiación contribuirían al desarrollo de un sistema tributario.

El desarrollo económico, político y social ha impulsado la evolución de las funciones de los Estados, desde las iniciales y primitivas dirigidas a asegurar las fronteras territoriales, hacia los Estados como proveedores de bienes y servicios, como garantes de la redistribución de la riqueza y como agente estabilizador del crecimiento económico y del empleo. En el marco de una economía de mercado en la que los agentes toman sus decisiones atendiendo a los precios1, más recientemente, TANZI (2000) añadía a estas funciones clásicas: la del establecimiento y el cuidado del cumplimiento de las reglas formales en la economía (como las relativas al derecho de propiedad); el diseño de un marco jurídico y reglamentario procurando minimizar los costes de transacción, así como minimizar las distorsiones del mercado y la promoción de la estabilidad macroeconómica. Las instituciones políticas, por su parte, desarrollan las reglas del juego que determinan quién tiene el poder y cómo se ejerce éste en una sociedad.

Las funciones de los Estados habrían de descansar, por lo tanto, en un marco jurídico, una compilación de leyes y reglamentos, empezando en primer lugar por una Constitución y desarrollándose a partir de la misma que, en definitiva, establecerán las reglas del juego que orientan la conducta de los individuos y las empresas, por una parte, y las instituciones públicas, por la otra. Todo este ordenamiento jurídico, conjunto de leyes y reglamentos, habría de ser un documento vivo que además de establecer los incentivos económicos adecuados, evolucione en paralelo a las sociedades, incluyendo nuevas actividades y situaciones según fueran surgiendo. Un ejemplo muy evidente de esta afirmación lo estamos viviendo en estos momentos en todas nuestras economías.

De hecho, en el siglo XX, las realidades de una economía en rápida expansión, un oligopolio industrial en desarrollo, la progresiva organización de los trabajadores, y una población creciente, diversa y exigente estaban poniendo en tela de juicio la noción de una jurisprudencia concebida desde el punto de vista formalista, a saber, un derecho autónomo, no coercitivo, sin tener en cuenta el contexto y sobre todo, independiente del poder político. En este caso, BUCHANAN y TULLOCK (1962) consideraban que si se pudiera modelar un espectro político en el que las decisiones colectivas fueran unánimes, la suma de la voluntad de cada individuo, es decir, la ley construida como el total de todas las decisiones individuales, podría liberarse, de algún modo, de la política, para lo que resultaría imprescindible diseñar todas las leyes bajo la categoría de contrato. Así, en su teoría de la elección, inspirada en el mercado, abogaba por la extensión al sector público del modelo de decisión individual en cuanto a las transacciones realizadas en el mercado, guiadas por los principios de voluntariedad e interés individual. Puesto que las decisiones acaban siendo unánimes y no coercitivas, el Estado que actúa sobre tales decisiones acabaría siendo, por lo tanto, neutral.

Más allá de este modelo de Estado ideal propuesto por los autores ante-riormente citados, el breve repaso a la historia más reciente permite observar cómo la participación del Estado en la organización económica y social ha ido evolucionando en paralelo a los grandes ciclos económicos. Así, en el siglo XIX predominaba una sociedad de mercado, fruto de un Estado auto-rregulado liberal y que se regía por los principios del liberalismo económico, arraigados en la creencia de que la competencia proporcionaba una base adecuada para que el mercado proporcionara un adecuado equilibrio entre oferta y demanda y suficiente riqueza sin una intervención estatal sistemática. Tal y como muestra el siguiente gráfico (Gráfico 1) el surgimiento del capita-lismo como sistema económico coincide con un aumento muy importante de la producción per cápita.

Gráfico 1. Evolución del PIB per cápita en términos reales medidos en dólares de 2011


Fuente: Our World Data.

El final de la Primera Guerra Mundial supuso el fin de la sociedad de mercado, y el liberalismo clásico dio paso a las preocupaciones sociales y demandas de mejora del bienestar que abogaban por el crecimiento, el empleo y protección a los trabajadores y la redistribución, así como por una fuerte inter-vención de los poderes públicos en las instituciones, que contribuyese a una mayor estabilidad y mejora de los beneficios sociales.

Unos años más tarde, la Gran Depresión de la década de 1930, que vino acompañada de un aumento sin precedentes del desempleo, de la caída de la producción y del malestar social y político, hizo que esta nueva corriente imperante de fuerte intervención del Estado en la economía se intensificara y gene-ralizara en las naciones capitalistas. La revolución keynesiana, basada en una sólida justificación macroeconómica, se afianzó en esta época, dando así identidad teórica y legitimidad intelectual a la orientación política intervencionista que había comenzado después de la Primera Guerra Mundial. Así, KEYNES (1936) argumentó que el bajo nivel de empleo durante la importante crisis de los años treinta tenía como origen una demanda agregada insuficiente basada en unas expectativas muy deprimidas, justificando así la necesaria intervención de los gobiernos para estimularla.

Para contrarrestar la caída de la demanda, KEYNES abogó por un gasto público a gran escala especialmente orientado a las obras públicas. En opinión de KEYNES, el objetivo de la intervención estatal era complementar las fuerzas del mercado para lograr un alto nivel de actividad económica y pleno empleo, fundamentalmente a través del activismo a corto plazo ya que, como bien señalaba el propio autor en una de sus frases más célebres, “a largo plazo todos muertos”.

Las economías occidentales que adoptaron prescripciones políticas Keynesianas buscaron perfeccionar el sistema capitalista completándolo con iniciativas sociales para así solidificar el estado de bienestar. Pero este crecientemente intenso intervencionismo, adoptado por muchos países occidentales, tuvo que recurrir a déficits masivos y cada vez mayores dificultades para su financiación; y es que sus responsables políticos no pusieron en marcha las salvaguardas y controles institucionales necesarios para protegerse contra los excesos de la intervención. Con la crisis política de 1973 y su impacto sobre los precios de la energía, y a medida que las economías de los Estados occidentales se sumían en una severa recesión y se desplomaban los ingresos, los Estados incurrieron en cada vez mayores niveles de déficit público forzando nuevas políticas de reducción del gasto. En consecuencia, la euforia de posguerra del Keynesianismo no pudo durar más de tres décadas, ya que la llegada de la estanflación, combinación de estancamiento económico con elevadas presiones inflacionistas, a todo el mundo capitalista occidental en la década de los 70, confrontó la continuidad de las políticas económicas Keynesianas con una nueva realidad económica, y gran parte del estado de bienestar perdió sus bases ideológicas y materiales.

Con el descrédito del Keynesianismo, las economías occidentales retoman un nuevo ímpetu y se vuelven a reconvertir a los principios de mercado neoclásicos, con una clara reducción del papel del Estado en la economía. En esta ocasión, con una fuerte influencia intelectual de FRIEDMAN (1968) y sus principios monetaristas, que defendían el uso de la política monetaria como instrumento fundamental para estabilizar el crecimiento económico y combatir la inflación. Así, esta etapa viene marcada por recortes en el gasto público, privatizaciones e intensa liberalización de los mercados financieros.

Estas nuevas políticas liberales en los sectores financieros, junto con el avance tecnológico y la globalización, facilitaron lo que algunos académicos denominaron una difusión global del capitalismo regulatorio, esto es, la transmisión de las innovaciones políticas a través de todo el sistema internacional, y son de este modo adoptadas voluntariamente por un número creciente de países a lo largo del tiempo. Así por ejemplo, BUSCH, JÖRGENS y TEWS (2005) identifican cierta convergencia regulatoria entre distintas economías en materia medioambiental y señalan la difusión como un modo alternativo o complementario de gobernanza global en una amplia gama de casos.

A pesar de que la globalización económica trajo consigo una pérdida importante de la soberanía de los Estados en la determinación de las políticas económicas, puesto que se rompe el vínculo con el territorio, los Estados han jugado un papel importante en la constitución del mercado. De hecho, han sido éstos los encargados de negociar los marcos regulatorios a través de los cuales se fomenta la globalización lo que, efectivamente, ha conducido a la convergencia de las legislaciones nacionales, la institucionalización de los derechos de las empresas extranjeras o la legalización de las transacciones transfronterizas, entre otros.

En la era de la globalización, el estallido de la crisis económica y financiera mundial en 2007 potenció que los Estados volvieran a intervenir activamente. Esta crisis, originada en el sector financiero de los Estados Unidos de América, condujo al colapso de todo el sector financiero a nivel global. Aunque tuvo su origen en el sector financiero, se extendió, con un ligero retraso, a la economía real. La profundidad y la duración de la crisis provocó que los Estados, que previamente habían sido reacios a intervenir, implementasen paquetes de rescate financieros y estatales generando de nuevo controversia sobre las virtudes del sistema de libre mercado y el papel del Estado. Y en cualquier caso, tras la crisis, y dado su impacto económico, político y social, se adoptaron regulaciones muy relevantes y en muchos ámbitos, pero fundamentalmente en el bancario, más estrictas, para evitar crisis similares en el futuro.

Tal y como apunta SERRANO SANZ (2011) las crisis generalizadas se erigen como motores de cambio ya que incentivan la revisión del paradigma social imperante. En este caso, la crisis de 2008 volvió a poner en tela de juicio el fundamentalismo del mercado y devolvió la confianza en lo público. Tal y como refleja el referido autor, la primera tarea del Estado es el diseño y el mantenimiento del marco institucional, entendiendo como tal las reglas del juego para todos los agentes que intervienen en el mercado. Y esta tarea se había relajado antes de la gran recesión desde el convencimiento de que los mercados eran capaces de autoorganizarse y que toda regulación era superflua, incómoda y un obstáculo para el crecimiento ilimitado.

Y ya más recientemente, a finales de 2019 se inicia en Asia la crisis, en un principio sanitaria, provocada por la extensión del virus COVID-19 y que se expande a lo largo de este último año a nivel mundial y a una velocidad inusitada. Las medidas de contención y su prolongación están teniendo efectos de magnitudes desconocidas en la actividad económica, por lo que los gobiernos están implementando un amplio abanico de medidas destinadas a apoyar salarios y la actividad empresarial. La magnitud de los paquetes de impulso fiscal ha diferido entre los países, en función, entre otros, del margen disponible en las cuentas públicas. Así, según las estimaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), mientras que en Alemania, Italia y Japón el volumen de las medidas procedentes del sector público había superado el 35% del PIB en el tercer trimestre de 2020, en España éstas equivalían al 17,7% del PIB y en Estados Unidos al 14,3%. Por su parte, y vinculado a un menor desarrollo de sus economías, en países como Argentina o México, el volumen no alcanzaba el 5% del valor añadido hasta septiembre de 2020 (Gráfico 2).

Gráfico 2. Valor de los paquetes de estímulo fiscal de una selección de países en porcentaje del PIB*


*Los datos corresponden al valor de las medidas implementadas en términos acumulados hasta el tercer trimestre de 2020.

Fuente: Our World Data.

Entre las iniciativas que están conformando los paquetes de estímulo se incluyen las desgravaciones fiscales, las subvenciones salariales, préstamos preferenciales y garantías de préstamos, permitiendo incluso la participación directa del Estado en el capital social de empresas estratégicas. En este sentido, se levantan voces al respecto sobre la conveniencia o no de este tipo de actuaciones. Para la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2020), la propiedad estatal puede ser una fuente de distorsiones de la competencia y el comercio, así como de interferencia política en el funcionamiento de estas empresas, lo que puede acarrear consecuencias económicas negativas en los sectores afectados, tales como bajos niveles de productividad e innovación, menor calidad de los bienes y servicios y precios más altos. Además, la acumulación de deuda pública asociada a la expansión del gasto y el activismo fiscal está alcanzando límites desmesurados que realimentan el debate sobre su sostenibilidad.

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