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6. LENGUAS Y LENGUAJES

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La globalización trae también consigo un “efecto Babel”. La práctica del Derecho se ha vuelto de pronto, en alguna medida lo ha sido siempre, políglota en una doble dirección, que atañe muy claramente a la regulación. Por un lado, por la concurrencia de lenguas diferentes (español, inglés, chino, francés, alemán, italiano, y un plural etc.), por otro lado, por la concurrencia de diferentes lenguajes técnicos, el jurídico, por supuesto, pero también el económico, el de la ingeniería, el de la medicina o la farmacología, el administrativo, el político, y otro plural etc.).

Desde el punto de vista de la regulación económica esto acarrea algunos inconvenientes, superables, pero causantes de potenciales ineficiencias y riesgos interpretativos, cuando lo que se quiere es precisamente lo contrario certeza regulatoria, o sea claridad y predictibilidad de las normas. Pero ¿sabemos exactamente lo que decimos cuando hablamos, por ejemplo, de transparencia, gobernanza, responsabilidad social corporativa, sostenibilidad o cumplimiento normativo, que, incluso, incapaces de encontrar una traducción ajustada y con sentido en español, acabamos llamando llamamos directamente “compliance”? Otra vez una cuestión que no es nueva para el Derecho, pero si esencial, y que en los últimos años ha incrementado exponencialmente su complejidad.

La determinación de la legislación aplicable a un contrato o de la lengua decisiva en su interpretación no representa mayor obstáculo, baste con releer, por ejemplo, los artículos 8 a 12 del Código Civil o con introducir las cláusulas contractuales pertinentes. Tampoco la traducción de textos cuando trabajamos en un entorno internacional es especialmente novedosa, estando sujeta a las reglas que le son propias, incluida la inevitable traición implícita en la extraordinaria labor del trujamán cuando hace su trabajo. ¡Traduttore, traditore! En resumen, la concurrencia de lenguas y lenguajes introduce en el Derecho administrativo económico otros dos elementos de tensión.

El primero atañe a la interpretación de las normas y no es nuevo, como no sea porque su complejidad se ve aumentada. Pero seguiremos estando en el ámbito del artículo 3.1 del C.c. según el cual: “1. Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas”.

El segundo atañe a la claridad y el rigor de la escritura, tan necesarias para la seguridad jurídica. ¿Habremos de precisar si adjudicamos un slot o un surco, según la regulación corresponda al transporte aéreo o al ferroviario, para decir sin embargo lo mismo, una franja horaria? ¿Hemos de escribirlo en inglés o en español, usaremos el concepto común o no? ¿El mismo texto, no digamos el mismo precepto jurídico debe escribirse correctamente en un solo idioma, sin perjuicio de su también correcta traducción? ¿Qué decir del universo de los acrónimos, aclaran u oscurecen un texto legal? ¿Los acrónimos también hay que traducirlos o adecuarlos al idioma en uso? ¿NATO en inglés, OTAN en español?

Basten estos ejemplos para señalar la vastedad del envite. Es fácil observar, por ejemplo en las normas de Derecho europeo, como se ha convertido en una forma estilística hija de la necesidad, establecer primero un glosario de “conceptos auténticos” para entender lo que luego se dirá; o comprobar como las Exposiciones de Motivos de las normas regulatorias se han convertido no tanto en explicaciones de la razón de los mandatos que estas contienen, cuanto en discursos más o menos retóricos, mal redactados, inextricables en muchas ocasiones y que, en el colmo de los sinsentidos, ni explican los motivos de la regulación a la que anteceden, lo que es su función natural, ni la explicación que eventualmente dan coincide siempre con el contenido de las normas que introducen. Los ejemplos y las anécdotas son infinitas y los juristas hemos levantado la voz en innumerables ocasiones para criticar esta inaceptable situación, con poco éxito, hay que reconocerlo21. Para no alargarnos ahora, esta Babel, incrementada por la proliferación normativa mal escrita, han alcanzado su paroxismo con motivo del auténtico desbarate legislativo fruto de la pandemia provocada por el COVID19. Nos limitamos aquí a remitir al lector al BOE.es y a los cinco Códigos electrónicos, así se autodenominan: Códigos, que sobre la materia están colgados y en permanente actualización en dicho sitio web. Tomás R. Fernández ha expresado el sentir de la mayoría de los juristas, nos parece, cuando ha incluido como uno más de los efectos negativos del COVID el gravísimo deterioro sufrido por nuestro ordenamiento jurídico22.

Hay que decir que no es un problema particularmente español o europeo, es un problema general, lo que no es ningún consuelo en todo caso, sino más bien un motivo agravado de preocupación.

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