Читать книгу El nervio poético - Alberto Hernández - Страница 13

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¿CÓMO SE ESCRIBE LA HISTORIA de un poema sin derrotarlo? ¿Cómo se autopsia un poema sin abrirle el vientre? Sin aliento, a punto de resbalar por un precipicio, el que pregunta deviene mudo, aturdido por su propia indagación. Un poema está lleno de vísceras. Un poema es un cuerpo que se pudre si no se sabe leer. Un poema es la mortaja de quien lo silencia, de quien lo coloca a un lado. Un poema abierto sobre la página es más que un poema, es la realización de la poesía si el texto que se lee está contenido, lleno de gases, de heces, de astros, de diversos planetas, de cuerpos ausentes, de preparaciones para huir, de muerte. Un poema es también el dolor provocado por el cáncer, por una herida, por un disparo, por la hendija de un ojo acuchillado, por un salto mortal si se sabe que la muerte llegará con el golpe.

Un poema chilla si lo leemos mal. Un poema se retuerce de rabia si lo obviamos. Por eso este poema de Jacqueline Goldberg es el balance, el inventario de todo lo socorrido por las palabras:

PARIR UN POEMA

con la gracia de los ahuecados

los nerviosos

soltarlo desde la rodilla

la cintura

hacerlo excremento

pus

sarampión

lo importante

es que hurgue

desuna el provecho

demedirlo

capturarlo

lo importante

es su marcha

despojada

expirante

El público que asiste a la lectura de la menuda mujer se mira las rodillas. Eugenio y Pepe respiran un aire de condena, el mismo que el poema contiene. Goldberg solloza internamente. Se anima con la mirada, sonríe. Sabemos que allá adentro, donde están sus antepasados, hay un cáliz y un cordero herido. El poema lleva una larga cicatriz, una costura que nos permite estar dentro de él. Leído con la fuerza de las sombras, con la liquidez de la memoria, es poema vivo, un trozo de carne, el temblor nervioso de un cuerpo que retorna y se asoma cuidadosamente.

—Duelen los textos de esta mujer, Barroeta.

—Arden y nos corroboran, Montejo.

Más adelante, cuando las páginas se estacionan en el reencuentro del tono, pasada la emoción, se oye:

De pronto la boca del poeta se cuaja de larvas.

Tanta es su levedad.

Hay que extraerlas una a una,

para que el poema revierta su cauce,

para la vorágine de las calmas heridas.

Han sido muchos los gritos acuchillados,

la índole curva de las exequias.

La frente queda en tierra.

La felicidad es una filiación no tan diurna.

Al enraizar el último fortunio,

habrá que talar el poema que obligue,

como diente, trance voraz.

El poema crecerá en su propio perdón.

Dirá cruces, empeños, viajes. A ras de cierta

[esclavitud.

¿Y el dolor?

¿Habrá que recuperarlo para que el libro

[crezca en el libro?

¿Para los tajos de la futura lágrima?

Volver a escribir es ser triste y pretérito,

abundante hasta el fin.

Poética que dimana en pulso conmovido, en presión nerviosa, en el hormigueo de quien respira con el dolor entre los dientes. Boca llena de gusanos, de estiércol de la tierra perdida. El poema es un barro intransitable. El perdón que no buscamos. El que también anhelamos en la última hora.

Eugenio Montejo y José Barroeta se levantan y se estrellan contra la noche. La luz de la sala ha cegado la salida. La oscuridad tiembla en sus ojos, como el poema recién escuchado, llevado a cuestas, silabeado, mordido, comido como pan ácido, digerido como el nervio de un dios ciego, como el poema que es, doloroso.

—Volvamos a la realidad, aconseja Montejo.

—Si es que alguna vez hemos estado en ella, replica Pepe.

—Nunca hemos estado en ella, sólo somos su reflejo, dice detrás de ellos Goldberg.

Los tres salen e increpan el clima. Se mojan con las palabras que han quedado en el libro, en los versos neurales que emergen de la boca y se hacen ceniza y huesos, huso horario y bar abierto en la próxima esquina.

—Allá está la realidad, dice uno que se les agrega.

El poema respira y funda otra realidad.

El nervio poético

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