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UNOS ÁNGELES VUELAN sobre la cabeza de Vicente Gerbasi.

—¿Qué quieren ustedes conmigo, buenos amigos?

—Que nos ayudes a bajar de estas nubes.

—¿Y cómo lo hago si yo mismo no puedo bajar de la mía?

Entonces los ángeles se fueron todos a la cabeza de Rafael Cadenas, quien los miraba desde su más apacible destierro. Sin embargo, desde su calma, desde el momento menos esperado respondió con

Tú no estás

cuando la mirada se posa

en una piedra, un rostro, un pájaro,

en esa suspensión

sin espera

en ese estar

intenso,

en ese claro

al margen de la comedia

Apareces después

con tu triste cortejo.

—Rafael levanta la mano derecha y nos saluda. Lleva un manojo de papeles bajo uno de sus brazos. Despeinado, con cara de aburrido, pero con un brillo intenso en los ojos, camina por el boulevard.

Yo lo recuerdo en la silueta del poeta portugués, lo asimilo en su andar por Caracas: «La estatua de Pessoa nos pesa mucho./ Descansemos un poco aquí a la vuelta/ mientras vienen más gentes en ayuda./ Tenemos tiempo de tomar un trago». Pero Rafael sólo me saluda y sigue por Sabana Grande. Cargado de papeles, de libros en un bolso, le toma el pulso al clima de la ciudad.

El Callejón de la Puñalada despierta con sus acostumbrados sobresaltos paganos.

Alejados de la perplejidad celestial de Gerbasi y del celaje de Cadenas, quienes revientan el mundo en la vereda etílica destapan sus demonios y viajan hacia el infierno donde construyen el poema, el nervio de las alucinaciones.

Varios elevan las copas, los vasos y las botellas. Sostienen que la revolución está a la vuelta de la esquina y por eso celebran su llegada en la espuma de una cerveza, en el amarillo de un whisky, en el blanco puro de un vodka, en la calmosa terquedad del miche, en el denso silencio del anís. Bajo un árbol de la estrecha calle duerme un fantasma que nadie conoce.

Un contrapunteo de cristales rotos y poemas se balancea sobre la cabeza de quienes liban e inventan las ilusiones. Un acento cadencioso, limitado por las fases de la luna, se asoma a la puerta del bar y lanza con denodada revelación

Tengo un dios de ojos grandes

en los cielos del agua

del humus de los abismos…

Ángel Eduardo Acevedo cierra los párpados insolados por el astro llanero. Mira hacia todas las mesas con el desparpajo propio de quien viene deslumbrado y dice

—No, ese no… mejor…

Fui enviado a la ciudad

porque en ella no existen rebaños

de ganado (sólo de gente).

Para que fuese sabio o doctor

o no vistiera más de dril

o no calzara sino zapatos.

Para que cambiara tristeza en riqueza.

Pero recuerdo un muchacho loco

un hombre tan loco

que sólo es posible llamarlo muchacho.

Hombre pensando en frutas

consintiendo pájaros

un loco.

Silbaba solo en los caminos

y hacía clarinetes de carrizos.

A veces se perdí con el alba

mientras los hombres labraban la tierra

y aparecía al anochecer con huevos de perdices.

Un loco.

Y yo no he querido sino ser como él.

Borrachos, herejes, exégetas y desquiciados lo aplauden y brindan bajo la luna repetida en los cristales de los miopes.

—Eso es todo, dice el poeta, y entra al bar donde otros también repiten sus poemas pegados de la barra o sostenidos por el condescendiente hombro de un desconocido alucinado por la demencia de quienes saben que el mundo hace ruido al girar.

De pronto revienta una palabra malsonante, una bofetada y un puñetazo. Alguien le ajusta cuentas a su breve paso por la calle. Alguien entre las breñas construye una novela y pasa con el destino incierto de su iluminación solitaria, maldiciente. Otro que lo ve con una mirada oblicua, asiática del trópico, desliza sobre las mesas el desvío de la provocación, de la broma redonda y elíptica que acaba de ocurrir.

Con un cigarrillo a medio trasegar. Con un vaso de cerveza en una de sus manos, con una actitud mariachi y descarada, Víctor Valera Mora canta una ranchera y luego calla para decir exultante

Maravilloso país en movimiento

donde todo avanza o retrocede,

donde el ayer es un impulso o una despedida.

Quien no te conozca

dirá que eres una imposible querella.

Tantas veces escarnecido

y siempre de pie con esa alegría.

Libre serás.

Si los condenados

no arriban a tus playas

hacia ellos irás como otros días.

Comienzo y creo en ti

maravilloso país en movimiento.

Con los ojos cerrados, puestos en la sombra de su sangre, en el sopor de su silencio, un hombre pequeño, moreno, de momento nervioso por el ruido, levanta una mano y casi grita en medio de tantas miradas y tartamudeos de la barra y las mesas

Suele morir en el curso del día. Al alba, cruje.

El sol en sus vitrales no es tan río, botella de

[barcos en velamen,

brindis de agua.

Atesora y consume bosques a la deriva.

Decepciona a sus ídolos. Huye en el ala de un

[viajero sin sombra,

al margen del camino, pero en curso.

La capa de un viajero.

Al mediodía invade, una daga en los dientes,

[territorios de oro.

Se adentra y salta, estalla, trae frutos y hojas, se

[atavía desnudo.

Se llama mago altivo, cierto fuego, escudo de

[intensa voladura.

Se llama pozo, ráfaga.

Termina en luz, en júbilo secreto.

Eleazar León acelera el ruido de la sala y se sienta en un taburete destinado a quienes consideran que es suficiente, que el silencio también habla.

Un indio de pelo largo, de bigotes asustadizos, de labios gruesos y carcajada oceánica, se acerca a la puerta. Viene de París y va hacia la Isla Margarita. Uno que se dice oriental y cojonudo, según su diccionario personal. El indio coloca un pie en el primer escalón. Aspira el cigarrillo y mira con ojos húmedos el mundo interior del bar. Entonces se recuesta de la puerta y declama con voz de río revuelto de erres arrastradas

1.- Entonces decidí cruzar la calle donde

[anida el fantasma.

2.- Antes un simulacro de asesinato me

[había detenido en la acera

de enfrente.

3.- El fantasma de piel de araña negra se

[levanta y ruge como un

animal.

4.- Y como un animal me amenaza con su

[índice afilado y

resplandeciente.

5.- En verdad no me turba el fantasma ni

[sus gestos artificiosos.

6.- Sólo, el simulacro del crimen me

[mantiene en el sitio.

7.- Ahora marcho a escudriñar el misterio.

8.- Al efecto, borré de mis manos toda

[huella de violencia.

9.- Y anudé los cordones de mis zapatos con

[la terrible seguridad

que ustedes conocen.

10.- Ella no sabe mi paradero actual.

11.- Me detengo un instante mientras cruza

[el automóvil rojo.

12.- El fantasma olvidado de sus anteriores

[amenazas desaparece

sin preocuparse de mi profunda

[contrariedad.

13.- He perdido una buena oportunidad de

[medir mis fuerzas con

dicho fantasma.

14.- No obstante he estado bastante cerca del

[misterio.

15.- La próxima vez no se me escapará tan

[fácilmente.

Y en diciendo esto, José Lira Sosa recibió de alguien, de un fantasma ebrio, una cerveza helada. Y así se sentó al lado de una mujer que cada diez minutos se levantaba y bailaba una danza extraña, fantasmal. Alguien parecido a André Breton le extendió una mano.

Con la barba rizada por un viento frío, entra Ludovico. Viene con Beatriz, acorralado por duendes y fantasmas de variados colores. Con el vino en las ojeras y el trasnocho en la lengua, se sienta y calumnia el clima que trae de la calle. Enciende un cigarrillo y se mira las manos de uñas largas. Guiña un ojo y le traen una copa. Abre la boca, expulsa el humo y con el humo sale el poema:

Yo supe en otro tiempo lo que es la poesía. Conocí

la máscara más profunda de todas.

Y la viví hasta su fondo absoluto de rostro debajo

del rostro.

Supe lo que ella es en todo su veneno, su hipócrita

manera de decir bien lo que está mal,

sus costumbres nefastas de hablar con elegancia

[cuando

se tienen los huesos del corazón podridos y

temblando.

Y enjoyarse locamente a solas y en tinieblas, como

una puta borracha,

pero aun así es mala, tenebrosa costumbre. Así

[es ella,

según la he conocido.

Y para algo me ha servido la poesía: para

[disimularme.

Cuando era un inocente imbécil

[ilusionado, cuando creía

en los dioses y en mi destino

ella me servía para aparecer como un gigante

[atormentado

y luego cuando me llené de desgracia y terror

[verdaderos,

cuando sepulté el rostro en el fango

mi único recurso fue escribir de mí mismo que era

un ángel sin mancha y sin recuerdos.

Después, la poesía se despidió de mí. Luego de

[haberme

zarandeado un tiempo.

El águila consideró en las alturas que era hora de

soltarme como gallina o trapo

y voló hacia otros continentes, como un gran dólar

por los cielos.

Cerró los ojos y vació la copa completamente en su boca. Las lágrimas salieron producto del ardor en la garganta. Colocó una mano en una de las rodillas de Beatriz y calló para siempre durante toda la noche.

Desde la distancia que ofrece la ficción, Pepe y Eugenio se incorporaron. El primero afirmó sin ninguna duda:

—Eugenio, Todos han muerto, bebamos y cantemos porque también pasaremos por esa experiencia con nuestros poemas a cuesta.

El aplauso fue general. Entonces amaneció y nadie se dio cuenta de que el fantasma del árbol había desaparecido. Y el árbol también.

—Carajo, este país si cambia. Todos los días tenemos un paisaje nuevo. Eso quiere decir que nos estamos muriendo, sentenció Orlando Araujo recién dado de alta de uno de sus sobresaltos hepáticos.

El nervio poético

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