Читать книгу El nervio poético - Alberto Hernández - Страница 14

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LOS EXILIADOS SON MUCHOS. Los poemas pocos. El ardid de quien silencia la hora de la lectura destaca su fuerza en la mano que oculta el poema. Un ligero temblor deja ver un trozo de la escritura. Son versos tortuosos, relampagueantes, duros, pedregosos.

No se sabe quién es el autor. Tampoco se sabe qué poema es. ¿Será un poema o acaso el testamento de un condenado? Nadie ha podido leerlo. Quien coloca la palma sobre el sudor de las palabras tampoco. ¿Se trata de un accidente, de una traslación corporal? ¿No conoce el idioma?

La mano se mueve hacia el rostro del hombre. Sus ojos blancos nos increpan. La ceguera es una maldición como el poema que no se puede leer.

—Existe la memoria, dice el ciego. «El poema es una justificación. Cuando lo pronuncio se hace otra cosa. Es el mundo y sus diferentes tentaciones. Soy yo muerto en cada uno de sus silencios. Cada estrofa muerde mi carne. Cada verso es un gusano doloroso».

Desde otro país, desde el país donde los ciegos descubren la poesía en la nervadura de las hojas secas, quien habla ya no existe. Es sólo un eco. Un país borrado de un mapa. Un ligero parpadeo permite recordar otras líneas:

Me muevo entre dos soles, fulminado, debo elegir la guerra o la locura para no sucumbir, ahora condenado preparo mi desastre, mi total destrucción, la voz quebrada de Efraín Hurtado se detiene sobre una pared derruida.

El nervio poético

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