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AMBOS REVISAN EL TEXTO de cabo a rabo. Sueltan unas palabras atadas al eco de Guillermo Sucre:

—Por medio del instante, el hombre se encuentra consigo mismo porque simultáneamente se encuentra con la presencia real, visible, tangible: el mundo entra en mí, yo entro en el mundo. En el instante, el tiempo deja de ser opacidad sucesiva y resume su fluir de tiempo original, desligado de la compulsión cronológica.

Ambos se repasan la mirada, los gestos, el parpadeo congelado. Entonces el poema aparece por arte de magia en boca de Alfredo Chacón:

El pájaro que en una de sus alas

siente cuando se pone el sol

es el pájaro en cuya otra ala

el sol se está poniendo.

—Yo me quedo con esas cuatro estrofas, afirma Montejo.

—Ese es el poema. El instante. No hay otros instantes. Esas cuatro líneas resumen el fluir del tiempo que Guillermo Sucre destaca, el nervio del poema, el temblor del universo. El resto del texto es la cola de una metáfora, de una imagen desnuda, añade Barroeta.

Bajo la insigne sombra de El Perecito se oye una voz que lee desde una lejana estación dilatada por la inflexión del clima:

Le ofrezco mi vida a mi muerte

Escasas hojas trae el verano

a los ojos de mi extraño sueño

Te exhalo, te exhalo y tiemblo en ti

como si tu sangre fuera

el último refugio de la mía

Tómame así en las brasas

del cuello que gira a un postrer reposo:

que sienta vivas quemaduras tuyas

amándome, ampollándome en una amorosa

dulcedumbre

Que sea tu centro

y mi última ceguera.

—Ese es Teófilo. No conocía ese texto, dice Montejo.

—Un epitafio en medio de una mesa llena de cervezas, dice Barroeta.

El nervio poético

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