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FUE UN ENCUENTRO SILENCIOSO. Eugenio venía con los lentes en la mano derecha y un libro cerrado en la izquierda. Un poco más distante de la imagen que mostraba a esa hora de la tarde (serían las seis, casi de noche en esos días), Pepe se deslizaba como si llevara patines. Entonces ocurrió el encuentro.

¿Quién puede presumir que ambos escritores pasarían a formar parte de una ensoñación? ¿O quizás de un sobresalto contra la realidad? Paso a negar que sea producto de un parto para una novela, un poema, un cuento largo o un ensayo. Es todas esas cosas y ninguna. Son dos hombres maduros que se ven y se saludan. Dos poemas de carne y hueso. Dos poetas fundidos en palabras y en silencios.

Saben, de paso, que estarán muertos en las horas que siguen, en las próximas horas que vendrán cargadas de voces y largos ecos verbales. No obstante, el encuentro fue de miradas, de sonrisas y de un apretón de manos que no llevaba tanta carga emocional porque los personajes solían verse en las ciudades que habitaban y se hablaban por teléfono con la frecuencia necesaria.

(Me gustaría borrar todo lo anterior. He estado a punto de hacerlo. No lo he hecho, no porque esas líneas tengan algún valor. No lo he hecho ni lo haré porque espero la aparición de alguien que diga que los personajes, quienes más adelante hablarán, son portadores de alguna enfermedad que los obligue a dialogar con tiesura. El aporte crítico de quienes aborrecen novedades y algunas demencias literarias es realmente aterrador. Y tienen razón, sólo que ésta, la razón, es una reserva muy peligrosa, desatadamente congruente con las ficciones que ellos inventan. Pero esa tensión neural la dejamos para otro momento).

Indago en el contenido de un paisaje que no termina de acabarse. Mientras tanto, el mundo gira con su ya desgastado eje: los dos poetas caminan hacia el horizonte de una ciudad despejada de lumbres. Son dos fantasmas que conviven, que se anudan para tratar de construir un mensaje, la puesta en marcha de una conjura, la perpetración de un atentado contra el silencio que suele rodearlos, amputarles las sílabas, empujarlos hacia un naufragio.

¿Será necesario el tránsito por un poema? ¿Será necesaria una declaración? Las palabras se congelan en la boca de los hombres que se dirigen distraídamente hacia el bar. La ciudad es el único destino. Su marca de vida está en una barra, en el sitio donde queda adherida la piel de los codos. La bebida, un whisky, una cerveza helada, un miche, un coñac, un cocuy… ¡agua para los caballos!, como grita el borracho más próximo cuando termina el trago y exige otro. La sonrisa de los poetas que intentan construir una conjura se congela en las rugosidades del hombre: está hecho un desastre. No merece una palabra de aliento. La muerte se asoma en los ojos opacos de un fantasma, más que un fantasma, un duende, un bufón que se desvanece cuando ambos personajes regresan a sus preocupaciones, a sus adentros.

Levantisco es el paisaje: Montejo y Barroeta se cuelan entre la gente desde los sillones del bar, entre la multitud que vocifera en una esquina. Achispados por los tragos se sumergen en una diatriba poética que deja consecuencias desmañadas en este papel.

Queda un instante para pensar, para destinar el dolor a la memoria casi extraviada. Entonces uno de ellos, sin detallar el paisaje y el nombre de quien lo escucha, deja oír:

Cuando regrese no tendré padre ni madre. No iré más al bosque ruinoso y mi amada ha de esperar vestida de luto. Sus ojos no tendrán el brillo de siempre y recostada de mis hombros contará la historia de cada muerte. Habré perdido su majestuosidad y lloraré debajo de los robles que cortó mi padre.

Entonces no existirá —continúa Barroeta— la verdad, el fuego que hizo mi amor dejará de complacer mis delirios.

En ese momento calla. Mira el rostro de Montejo y le coloca una mano sobre el hombro derecho.

Miran el paso lento de la marcha a través de la ventana de cristal del bar donde escancian dos birras heladas. Oyen la estridencia de las consignas.

—El eje del planeta está oxidado, Pepe, afirmó Montejo.

Y los dos se miran en medio de un silencio espeso. Un rato más tarde, cuando sólo ha quedado el recuerdo de los pasos de la congregación, Barroeta dijo:

—Esta historia tiene comienzo, pero no alberga fin alguno. Alguien invade nuestras vidas sin permiso. Alguien nos quiere inventar con los despojos de otros.

El nervio poético

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