Читать книгу El nervio poético - Alberto Hernández - Страница 8

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EL VÓMITO LE CUBRIÓ parte de la camisa. El ardor de la garganta le bajó hasta el estómago y sintió unos escalofríos que lo obligaron a sentarse en uno de los bancos de la iglesia. Sangre coagulada, trozos de sangre vibrante, una gelatina morada que se amontonó a sus pies. El mareo lo convenció de que lo que le había aconsejado una voz interior no era un juego.

—Mira, debes ir a un médico. No es bueno lo que tienes.

Pasó un buen rato en el banco. El cuerpo desmadejado. La cara lívida, fríos los pies, la lengua helada. Los ojos hundidos en una cueva oscura.

—¿Te pasa algo, Orlando?

—Sí, padre, creo que me estoy muriendo.

—Es verdad, no pasa un instante en que no estés muriendo. Cada segundo nos acerca a la tumba. Estás enfermo y debes ir al médico, pero por si acaso, ¿cómo están tus relaciones con Dios?

—Mal, padre, muy mal.

—La caña, hijo, la mala y la buena caña. Te has dedicado a destruirte. Nadie entiende cómo un hombre como tú, inteligente, poeta, escritor, se haya dedicado a convertirse en un guiñapo. Debe ser por eso o yo me equivoco. La poesía, esa peligrosa entrometida.

—Ah, tampoco así, padre. Todavía me queda algo de moral. ¿Usted ha leído a Dylan Thomas?

—Bueno, a ver qué haces con ella, porque por ese camino te van a enterrar con la que llevas a cuesta. Y lo peor, seré yo quien te ayude a llegar al cielo, empujadito, pues. Sí, en cuanto a Thomas, me tocó estar cerca de él cuando cayó en coma etílico. El poeta de la barra permanente. Y en pijamas. Debes saber, querido amigo, que siempre estoy donde la muerte me llama.

Una nueva arcada le manchó los zapatos al padre Pernía, un antiguo personaje de sotana zurcida que aún ambula entre los difuntos de un pueblo extraviado. Un vómito rojo, escarlata, sanguíneo, un trozo de coágulo vivo. Un animal colorado: entonces se le fue el mundo y no supo más de él.

Cuando despertó la sala estaba casi a oscuras. Una pequeña lámpara señalaba la entrada de la habitación. Por el color de las paredes, por la cama, por el olor a medicamentos, por los tubos que tenía metidos en la nariz, por la forma de sentirse se dio cuenta del lugar donde estaba.

—¡Qué extraño! ¿Qué hacía yo en esa iglesia? ¿Quién es el padre Pernía? ¿De qué lugar vengo? Nada me dice que haya estado en mis Crónicas de caña y muerte. Sólo sé que puedo morir empujado por cualquier soplo de la noche, en cualquier orilla de calle o de río.

Entonces cerró los ojos y enfrentó la angustia al sentir nuevamente que el vómito lo asfixiaba. Deletreó el ahogo, lo alejó aguantando la acidez de su interior. Recordó el soneto y se lo dijo para oírse él mismo:

No me agarra la tarde aquí mañana

no me ofrezco la noche en sacrificio

no tiene caridad tener el vicio

de no tener lo que me da la gana

Gana me da la vida sin oficio

y en oficio de amor viene temprana

esta nocturna muerte que me afana

por la vida que vivo en desperdicio

La tarde de mi vida descalabra

los andamios de amores ya concluidos

y aún no cerrados para mi palabra

Soy el pelo de Dios blanco en la cana

de los dioses que mueren en sus nidos

¡No me agarra la tarde aquí mañana!

Esa tarde, en medio del sopor, el rostro de Orlando —colmado por la seriedad de su descalabro— miraba desde su más particular más allá a quienes lo despedían.

—Siempre Orlando, nuestro furioso Orlando, dijo Pepe.

—Sí, el que Tendía su mano como una alfombra tibia, a través de una geisha, recitó Eugenio con un índice en el mentón.

El hombre, pálido y dominado por el silencio, vio en el horizonte que se alejaba a los dos que lo miraban de pie al lado de la cama. Cerró los ojos y respiró profundo, hasta el mareo.

El nervio poético

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