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DESDE OTRA VENTANA, desde el rumor de todas las calles, Montejo mira el mundo, mira lo que de él queda. Mira y revisa, nombra, cambia de lugar y se somete al designio de la distancia entre sus huesos y los de Pepe. Sus ojos miopes decantan el monumento a Magallanes allá en Lisboa. El mar está cerca, a diferencia de Mérida. El mar de Pessoa, el mar de cualquier poeta nacido a la orilla de un precipicio, de la última tierra, del fin del mundo como antes se creía.

Pasa el hombre por el filo del amanecer. Por el filo oscuro de un siglo que agoniza. Estira la mirada, los músculos, la lengua se debate entre el amargo y el dulce de las horas por venir. Entonces, como el Aquiles del poeta andino, viaja entre las nubes y lee en voz alta:

Cruzo la calle Marx, la calle Freud;

ando por una orilla de este siglo,

despacio, insomne, caviloso,

espía ad honorem de algún reino gótico,

recogiendo vocales caídas, pequeños guijarros

tatuados de rumor infinito.

La línea de Mondrian frente a mis ojos

va cortando la noche en sombras rectas

ahora que ya no cabe más soledad

en las paredes de vidrio.

Cruzo la calle Mao, la calle Stalin;

miro el instante donde muere un milenio

y otro despunta su terrestre dominio.

Mi siglo vertical y lleno de teorías…

Mi siglo con sus guerras, sus posguerras

y su tambor de Hitler allá lejos,

entre sangre y abismo.

Prosigo entre las piedras de los viejos suburbios

por un trago, por un poco de jazz,

contemplando los dioses que duermen disueltos

en el serrín de los bares,

mientras descifro sus nombres al paso

y sigo mi camino.

El nervio poético

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