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Capítulo 20

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Índice

Para relatar los anteriores sucesos nos hemos valido del diario del doctor, por ser éste el mejor medio de enterarnos de todo lo ocurrido a la cabecera del lecho de su hija y de compenetrarnos con el estado de ánimo de los que en ella tenían cifradas sus más caras afecciones.

El señor de Avrigny no se equivocaba al decir que estaba mejor la enferma. Gracias a los cuidados del padre y a la ciencia del sabio se había operado el milagro, y por aquella vez la muerte había sido vencida.

Con todo, el doctor, a pesar de toda su ciencia o tal vez a causa de ella, que le descubría todos los misterios del organismo humano, había vislumbrado interpuesta entre él y la enfermedad, una tercera influencia que él se consideraba impotente para combatir y que tan pronto venía en auxilio del mal con en el del médico. Esta tercera influencia la representaba Amaury; por eso había estampado en su diario que en manos de él estaba la vida de Magdalena.

Así, obrando en consecuencia, al día siguiente a aquél en que había escrito esta triste confesión envió a Amaury un recado diciéndole que le aguardaba, pues necesitaba hablarle. El joven, que aún no se había acostado, acudió inmediatamente al despacho del doctor.

El padre de Magdalena, sentado junto a la chimenea con la cabeza oculta entre las manos, estaba abstraído en tan hondas reflexiones que no lo oyó entrar ni notó su presencia cuando llegó adonde él estaba, hasta que Amaury, después de contemplarle un momento, le preguntó con acento de inquietud:

—¿Qué ocurre? ¿Por qué me ha hecho usted llamar? ¿Ha recaído Magdalena?

—No, hijo mío, no—respondió el doctor.—Precisamente porque está mucho mejor he querido hablar contigo. Siéntate, pues, y hablaremos.

Obedeció Amaury sin replicar, mas no libre de inquietud, porque el acento del doctor, por lo solemne, le revelaba que iba a tratarse allí de algún asunto muy serio.

Efectivamente, tan pronto como Amaury se acomodó en un asiento, le tomó el doctor la mano y mirándole fijamente, le dijo:

—Escúchame, Amaury: tú y yo somos como dos soldados que han peleado juntos en el campo de batalla; nos conocemos mutuamente, tenemos perfecta idea de nuestro valor y de nuestras fuerzas, y así podemos hablarnos con toda sinceridad, con absoluta franqueza.

—¡Ay!—repuso el joven.—Desgraciadamente, en esta larga lucha en la que todos aguardamos que usted triunfe, le he servido de muy poco; ha tenido usted en mí un mal auxiliar. Cierto es que si la intensidad del amor y el fervor de la oración constituyesen méritos a los ojos de Dios y sirviesen de ayuda a la ciencia, yo también podría atribuirme en cierto modo la gloria de haber contribuido a que Magdalena hoy esté convaleciente.

—Lo sé, Amaury, lo sé. Por eso, porque sé hasta qué punto la quieres, espero de ti, en bien de ella, un ligero sacrificio.

—Hable usted. Estoy dispuesto a todo, menos a renunciar a ser su esposo.

—No temas, hijo mío. Magdalena es tuya, o mejor dicho, no pertenecerá nunca a otro hombre.

—¿Qué quiere usted decir?

—Oye, Amaury; escucha en mis palabras la observación del médico y no el reproche de un padre. Yo comencé a temer por la salud de mi hija el mismo día en que nació; pero las dos veces en que más seriamente me ha alarmado desde que está en el mundo han sido: una, cuando le declaraste tu amor, y la otra…

—No me la recuerde usted, padre mío. ¡Cuántas noches, mientras usted velaba a su cabecera y yo lloraba en mi cuarto, me ha asaltado ese recuerdo, causándome la tristeza propia del remordimiento! Pero por fuerza tendrá usted que perdonarme, porque junto a Magdalena pierdo la razón, todo lo olvido, el amor me trastorna…

—De todo corazón te perdono, hijo mío, porque si así no fuera no la querrías. ¿Ves? En eso consiste la diferencia que hay entre tu amor y el mío; yo presiento las desgracias futuras y tú olvidas las pasadas. Por eso me parece conveniente y hasta juzgo que es preciso que apartes de ella, siquiera sea temporalmente, tu amor ciego y egoísta, para que por su salud pueda velar tan sólo el cariño previsor y desinteresado de su padre.

—¿Qué dice usted? ¿Que abandone a Magdalena? ¡Imposible!

—Por unos cuantos meses solamente.

—Pero considere usted que Magdalena me quiere tanto como yo a ella; no, tanto no, porque eso no puede ser. (Estas palabras de Amaury hicieron sonreír al doctor.) ¿No teme usted que esa ausencia le perjudique aún más que mi presencia?

—No, porque aguardará tu vuelta y para las heridas del alma no hay bálsamo más eficaz que la esperanza.

—Pero, ¿adonde iré? ¿Y con qué pretexto?

—Por pretexto no te apures no hace falta, porque existe una razón justísima. Yo conseguí para ti una misión que debías cumplir en la corte de Nápoles, y en su virtud tú dirás o, aun mejor, lo diré yo, y así quedas exento de responsabilidad, que en provecho de tu carrera tienes que desempeñar esa comisión inmediatamente. Si mi hija se queja, yo le diré que calle, que iremos a recibirte cuando regreses y, en vez de tres meses, la separación no llegará a seis semanas.

—¿De veras? ¿Lo hará usted así?

—Sí, hijo mío; ya lo verás. A Magdalena le conviene el clima de Italia, con su hermoso cielo y su aire tibio y suave. La llevaré a Niza, porque ese viaje es poco costoso y puede hacerse sin gran fatiga, remontando el Sena, siguiendo el canal de Briare y bajando luego el Saona y el Ródano. Desde allí te escribiré que aceleres o dilates tu regreso, según como esté mi hija. De este modo la ausencia es, y así lo debes comprender, bastante soportable, endulzada por la esperanza de una reunión próxima, y yo veré a Magdalena libre de esas fuertes emociones y de esas terribles sacudidas debidas a tu presencia, que la postran y la matan. Fija bien en tu memoria, lo que ahora voy a decirte y tenlo siempre muy en cuenta: La he salvado ya dos veces; pero a la tercera crisis no habrá remedio para ella y sucumbirá forzosamente. Esa crisis tiene que sobrevenir con tu presencia.

—¡Oh! ¡Es horrible! ¡Qué situación, Dios mío!

—Te lo pido, pues, no ya por ti ni por mí, sino por ella. Te pido que me ayudes a salvarla y lo harás si comparas esa separación tan corta con la separación eterna, impuesta por la muerte.

—¡Qué remedio!… Haré lo que usted quiera, padre mío.

—No esperaba menos de ti, Amaury. ¡Gracias, hijo mío, gracias!—exclamó el doctor sonriendo por primera vez desde hacía quince días.—Ahora es cuando a modo de recompensa por tu abnegación puedo decirte: Esperemos.

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