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Capítulo 26

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Allí estuvo más de una hora mudo, sin aliento, escuchando por la entornada puerta los ruidos de la casa, sin atreverse a bajar para adquirir noticias y sufriendo las torturas de la desesperación y de la incertidumbre.

Oyó al fin ruido de pasos que subían la escalera y se acercaban luego a su cuarto, a cuya puerta llamó José.

—¿Cómo está Magdalena?—preguntó Amaury con anheloso acento.

—«Esta vez le costará la vida y la habrás muerto tú.»

Tal fue la contestación que el fiel criado puso en su mano y que parecía dictada por su propia conciencia.

Fácil es de comprender cuán terrible debió ser para Amaury aquella noche. Como su cuarto estaba situado sobre el de Magdalena se la pasó toda entera con el oído pegado al suelo, levantándose tan sólo para abrir de vez en cuando la puerta por si pasaba algún criado a quien poder pedir noticias.

Oía a veces rumor de idas y venidas reveladoras de nuevas crisis o accesos de tos que desgarraban su pecho.

Ya amanecía cuando fue extinguiéndose el ruido poco a poco, lo cual hizo creer a Amaury que Magdalena había acabado por dormirse. Queriendo asegurarse de ello bajó al saloncito y estuvo escuchando un rato junto a la puerta de su aposento, sin atreverse a entrar ni a volverse. Parecía estar clavado en el suelo.

De pronto dio un paso atrás. Acababa de abrirse la puerta y el doctor salió del cuarto de su hija.

El sombrío semblante del señor de Avrigny adquirió una expresión de severidad terrible al ver a Amaury ante sí. El joven sintió que sus piernas flaqueaban y cayó de hinojos pronunciando con ahogada voz esta palabra:—¡Perdón!

Así estuvo un rato con los brazos extendidos y la frente inclinada, sollozando y regando el suelo con sus lágrimas.

Por fin el doctor le tomó la mano y le obligó a levantarse.

—Levanta, Amaury—le dijo.—No tienes tú la culpa, sino la Naturaleza que hace que el amor sea una atracción que da a unos la vida y un contacto que a otros les causa la muerte. Ya lo había yo previsto, y por eso tenía tanto empeño en que partieras cuanto antes.

—¡Padre mío! ¡Sálvela usted!—gritó Amaury.—¡Sálvela, aunque yo no la vuelva a ver más!

—No es necesario que me lo ruegues para salvarla si puedo—repuso el doctor;—pero, en esta ocasión, no debes dirigirme a mí ese ruego, sino a Dios, que es el único que puede hacer el milagro.

—¿Qué dice usted? ¿Se perdió toda esperanza? ¿Estamos condenados de un modo irrevocable?

—Yo haré en lo posible ensayar la ciencia humana; pero de antemano te declaro que nada puede hacer contra esa enfermedad cuando llega al grado a que ha llegado ya la que mina a Magdalena.

Y de los secos párpados del anciano rodaron dos gruesas lágrimas al pronunciar estas palabras.

Amaury estaba enloquecido. Retorcíase los brazos con tal desesperación que el doctor se compadeció de él y abrazándole le dijo:

—Oye, Amaury. Nuestra misión redúcese ya ahora a endulzar su muerte en lo posible, yo con mi ciencia y tú con tu amor: cumplamos nuestro deber con fidelidad. Ahora sube a tu cuarto; ya te llamaré cuando puedas ver a Magdalena.

El joven, que esperaba oír de labios del doctor los más acerbos reproches, quedó confundido por su triste magnanimidad. Habría preferido que le maldijese a verse tratado con aquella sombría benevolencia.

Volviose a su habitación y quiso escribir a Antonia; pero no pudiendo coordinar sus ideas, arrojó la pluma, y con la frente apoyada sobre el borde de la mesa, quedó inmóvil y sin conciencia de sí mismo hasta que vino a sacarle de su marasmo la voz de José, diciéndole que le aguardaba el doctor.

Sin despegar los labios se levantó Amaury y siguió al criado. Pero al llegar a la puerta del cuarto de Magdalena no pudo menos de detenerse: sus fuerzas decaían y comprendió que le faltaba valor para presentarse ante ella.

—Entra, Amaury, entra—dijo Magdalena, esforzándose para hacer oír su voz.

La infeliz había conocido los pasos de Amaury.

Este estuvo a punto de precipitarse en el aposento; pero, dándose cuenta en el acto de que así podría causar un efecto fatal en el ánimo de su amada, procuró revestir su semblante con una expresión serena, y empujando la puerta con suavidad, entró sonriente, aunque la desesperación más sombría embargaba su alma.

Magdalena extendió hacia él sus brazos, tratando de incorporarse pero aquel esfuerzo superaba a su energía y volvió a caer sin fuerzas sobre la almohada.

Cuando vio esto Amaury se desvaneció su aparente tranquilidad y aterrado por su palidez y enflaquecimiento lanzó un grito y se abalanzó a abrazarla.

Levantose el padre de Magdalena; pero ésta hizo un ademán de súplica tan insinuante que volvió a sentarse ocultando la frente entre sus manos.

Reinó un largo silencio que sólo interrumpía Amaury con sus sollozos. Las cosas volvían al mismo estado que dos semanas atrás; pero con la diferencia de que el nuevo accidente había sido una grave recaída.

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