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Capítulo 37

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Amaury a Antonia Lille, 16 de septiembre.

»Por una casualidad, querida Antoñita, me veo precisado a detenerme en Lille unas cuantas horas y aprovecho la ocasión para escribirle esta carta.

»Cuando entrábamos en la ciudad se ha roto el eje del coche, y a causa de este contratiempo he tenido que meterme en la posada más cercana. Vea usted por qué mi egoísmo aumenta hoy su pena haciendo gravitar sobre ella todo el peso de la que a mí me devora.

»Antes de salir de París, sentí que no podía alejarme sin ir a despedirme de Magdalena; así, después de traspasar la barrera, he hecho que mi carruaje diese la vuelta a los bulevares exteriores y a las dos horas estaba yo en Ville d'Avray.

»Llegué al cementerio, que, como usted sabe, está rodeado por una tapia muy baja. No queriendo yo enterar a nadie de mi visita escalé la tapia en lugar de ir a pedir la llave al sacristán.

»Serían las ocho y media de la noche y reinaba en el fúnebre recinto la oscuridad más completa. Avancé con sigilo en las tinieblas procurando orientarme y llegué hasta la tumba de Magdalena… Pero, ¡cuál no sería mi sorpresa cuando vi una sombra humana tendida sobre la sepultura! Dí un paso más y reconocí al doctor. He de confesarle, Antoñita, que sentí un impulso de cólera al ver que aquel hombre, que mientras vivió su hija no se separaba de ella, me la disputaba ahora hasta en el sepulcro.

»Me apoyó en un ciprés y resolví aguardar a que él se hubiese marchado.

»De rodillas, con la cabeza inclinada casi hasta tocar en tierra, el señor de Avrigny, murmuraba:

»—Magdalena, si es verdad que hay otra vida, si el alma no muere con el cuerpo que le sirve de envoltura, si por la misericordia divina les es permitido a los muertos visitar a los vivos, yo te suplico que te me aparezcas tan pronto y tan frecuentemente como puedas, porque hasta el momento en que haya de ir a reunirme contigo yo, hija mía, te aguardaré a todas horas esperando siempre verte.

»Lo que el doctor estaba diciendo a su hija, era lo mismo que yo quería pedirle. ¡Oh! Siempre aquel hombre había de anticipárseme en todo.

»Pronunció algunas palabras más en voz baja; se levantó y yo no pude contener mi asombro al verle dirigirse en derechura hacia mí. Me había visto y me había conocido.

»—Querido Amaury—me dijo,—aquí te dejo a solas con Magdalena, pues me doy perfecta cuenta de esos celos que tienes de mis lágrimas y comprendo el egoísmo de tu dolor que te hace desear mi partida para arrodillarte tú también sobre la tumba. Tengo además en cuenta que tú te vas y no podrás verla ya hasta tu vuelta, mientras que yo vivo ahí cerca y podré ver esa sepultura mañana, pasado, todos los días y en todos los instantes que yo quiera. ¡Adiós, Amaury, adiós!

»Y alejándose con lentitud sin aguardar mi respuesta, desapareció en la oscuridad.

»A mi vez me arrojé sobre la tumba, y repetí su plegaria, no con su voz grave y resignada, sino con el llanto y los sollozos de mi desesperación y mi dolor.

»¡Oh, Antonia! ¡Qué alivio tan grande me proporcionó aquella explosión de mi pena! Me era indispensable aquella postrera crisis y sólo al recordarla, lloro y sollozo tanto que no sé si podrá usted leer esta carta cuyas líneas llegarán a sus manos empapadas en mis lágrimas ardientes.

»Ignoro cuánto tiempo estuve en el cementerio, quizás no habría salido de aquel sagrado recinto si el postillón, desde lo alto de la tapia, no me hubiera avisado que ya era hora de que volviese a mi coche.

»Entonces rompí una rama de los rosales que adornan el sepulcro, y me alejé de allí, cubriendo de besos aquellas flores en cuyo aroma creía yo respirar el puro aliento de mi pobre Magdalena.»

Colección integral de Alejandro Dumas

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