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Capítulo 38

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Diario del Doctor Avrigny

«¡Oh, Antoñita! ¡qué ángel perdimos al perder a Magdalena!

»La aguardé toda la noche y luego todo el día y toda la noche siguiente y no ha acudido.

»Afortunadamente, pronto iré yo a reunirme con ella.»

Amaury a Antonia «Ostende, 20 septiembre.

»

Me encuentro en Ostende.

»Estando ella y yo en Ville d'Avray cuando ella sólo contaba nueve años y yo doce concebimos un día un proyecto cuya sola idea nos llenaba de temor y regocijo. Nos proponíamos ir solos y de ocultis al otro lado del bosque, a casa de un floricultor de Glatigny en busca de un ramo para ofrecérselo al doctor en el día de su santo.

»¿Se acuerda usted de Magdalena cuando tenía esa edad? ¿Se acuerda usted de aquel querubín rubio y hermoso al que sólo parecía que le faltaban las alas?

»¡Ay! ¡querida Magdalena!

»El proyecto era grave y demasiado seductor para que dejáramos de ponerlo en planta; así, que la víspera de la fiesta, aprovechando la ausencia del padre de Magdalena, que había tenido que ir a París por asuntos de su profesión y favorecidos por la esplendidez del día, salimos corriendo del jardín al parque y de éste al bosque sin que nadie nos viese.

»Al vernos fuera de casa nos detuvimos medrosos, mirándonos el uno al otro, como perplejos ante nuestro atrevimiento.

»Aún me parece estar viendo a Magdalena con su traje de seda blanca, con su cinturón de color azul celeste.

»El camino no me era del todo desconocido, porque alguna vez había paseado por él con la familia del doctor. Ella lo conocía menos porque nunca se fijaba en el terreno que pisaba, entretenida en la caza de mariposas, pájaros y flores silvestres. A pesar de todo nos internamos en el bosque resueltos a atravesarlo, y yo, orgulloso de la responsabilidad que aquel acto implicaba para mí, ofrecí el brazo a Magdalena, que se apoyó en él temblorosa y quizá algo arrepentida de su propia osadía. Pero los dos éramos demasiado presuntuosos para volver atrás, y guiándonos por las indicaciones de los postes, seguimos nuestro camino hacia Glatigny.

»Me acuerdo de que se nos antojó muy largo el camino; que tomamos a un corzo por un lobo, y a unos pacíficos campesinos por feroces bandoleros. Pero, como ni el lobo nos atacó ni los bandidos se preocuparon para nada de nosotros, recobramos toda nuestra presencia de ánimo y andando a buen paso, al cabo de una hora llegamos a Glatigny.

»Allí preguntamos dónde vivía el famoso jardinero y nos guiaron hasta su casa, que estaba situada a un extremo del pueblo. Penetramos en ella y nos encontramos en medio de preciosos parterres y macizos de flores, de entre los cuales salió un anciano de aspecto bondadoso, que al vernos se sonrió y nos preguntó qué queríamos.

»—Venimos a comprar flores—contesté yo.

»Y sacando con majestad del bolsillo dos monedas de a cinco francos, suma de nuestras dos fortunas reunidas, añadí:

»—Podemos gastar todo esto.

»Magdalena se había quedado detrás de mí, presa de la mayor turbación.

»—¿Todo ese dinero es para invertirlo en flores?—preguntó el jardinero.

»—Sí—contestó Magdalena, adelantándose entonces,—y queremos que sean las más hermosas que haya, para festejar con ellas a mi padre, el doctor Avrigny en el día de su santo, que es mañana.

»—¡Ah! Si son para el señor doctor—repuso el buen viejo—por fuerza han de ser las más hermosas. Ahora mismo voy a abrir los invernáculos donde están las más raras y allí hay de sobra donde elegir, si no bastan las de los parterres.

»—¡Ay, qué gusto!—exclamé palmoteando de alegría.—¿Y podemos llevarnos las que queramos?

»—¿Todas, todas?—preguntó Magdalena.

»—Todas… mientras haya fuerzas para cargar con ellas, hijos míos.

»—¡Oh! ¡Es que tenemos más fuerza de la que usted cree!

»—Sí; pero el camino es largo de aquí a Ville d'Avray.

»Nosotros ya no escuchábamos al jardinero. Habíamos comenzado a hacer nuestra cosecha de flores y sólo nos preocupábamos de cobrar un buen botín en aquel saqueo que debió dejar arruinadas a mariposas y abejas.

»A cada instante volvíamos la cabeza para preguntar al jardinero:

»—¿Puedo cortar ésta?

»—Sí.

»—¿Y ésta?

»—También.

»—¿Y esta otra?

»—También; y lo mismo las demás.

»Estábamos trastornados de alegría. En poco rato reunimos no dos ramos, sino dos gavillas de flores.

»—¿Y quién va a cargar con todo eso?—me dijo el jardinero.

»—Nosotros. Vea usted—replicamos levantando en alto cada uno su ramo.

»—Pero eso de atravesar solos el bosque… ¡Es extraño que el señor de Avrigny haya concedido tal libertad a sus hijos!…

»—¿Y por qué no?—repuse con mucho orgullo.—Ya saben en casa que yo conozco el camino.

»—De todos modos no estaría de más el volver acompañados.

»—¡Oh! Muchas gracias, pero es inútil. No hay necesidad de que nadie se moleste por nosotros que sabremos regresar lo mismo que hemos sabido venir.

»—Bien, bien, amiguitos: no hay más que hablar. ¡Feliz viaje! Sólo quiero que el doctor sepa que le envía esas flores el jardinero de Glatigny, cuya hija vive porque él le salvó la vida.

»Con los brazos cargados de flores y el corazón rebosante de alegría salimos de casa del jardinero y emprendimos el camino hacia la quinta de Ville d'Avray.

»Ya lo ve usted, Antoñita: el doctor Avrigny, que en cierta ocasión supo salvar a la hija de aquel hombre, no ha logrado salvar ahora a su propia hija.

»Una idea tan sólo nos preocupaba llevando cierta intranquilidad a nuestro ánimo: la de que hubiese vuelto el doctor y al preguntar por nosotros se hubiera descubierto la escapatoria… Nos habíamos entretenido unas dos horas en casa del jardinero; por lo tanto hacía más de tres que faltábamos de la nuestra.

»Para colmo de desdichas se me ocurrió la mala idea de echar por un atajo que nos debía ahorrar buena parte del camino. Magdalena no tenía ya miedo y además confiaba en mí de un modo absoluto; así, que no hizo la menor observación y me siguió sin temor por una senda que yo creía conocer, la cual me condujo a otra, y ésta a una encrucijada, para ir por fin a perdernos en un dédalo de caminos muy pintorescos, pero no menos desiertos. Anduvimos una hora al azar, y al fin no tuve más remedio que confesar que me había extraviado, que no sabía dónde estábamos ni qué dirección había que seguir.

»Magdalena rompió a llorar.

»¡Figúrese usted cómo estaría yo, Antoñita! La tarde declinaba; debía ser ya la hora de comer y los dos empezábamos a sentirnos fatigados bajo el peso de los ramos que agotaban nuestras fuerzas.

»Yo pensaba en Pablo y Virginia, en aquellos dos muchachos extraviados también como nosotros, pero que siquiera contaban con Domingo y su perro. Cierto es que los bosques de la isla de Francia son más solitarios que los de Ville d'Avray; pero para nosotros, dada nuestra situación de ánimo, en aquel instante, no había entre aquéllos y éstos la menor diferencia.

»Con todo, convencidos de que las lamentaciones no nos sacarían del apuro, sacamos fuerzas de flaqueza y caminamos una hora más. Pero todo fue inútil; nuestro intrépido esfuerzo se estrelló contra la fatalidad que nos había metido en aquel laberinto cada vez más intrincado. Magdalena acabó por caer rendida al pie de un árbol y yo comencé a sentir que mis fuerzas también me abandonaban.

»Hacía un cuarto de hora que estábamos así desesperados, abatidos, sin saber qué partido tomar, cuando oímos un rumor a nuestra espalda y volviendo la cabeza vimos a una pordiosera que venía hacia nosotros con un niño de la mano.

»No pudimos contener un grito de alegría juzgándonos ya en salvo. Me levanté y corrí hacia ella rogándole que nos enseñara el camino que teníamos que seguir; pero la impaciencia de la miseria se sobrepuso a la del miedo, pues en lugar de responderme y casi sin dejarme hablar, me interrumpió para implorar con voz lastimera:

»—¡Caballero, señorita, tengan ustedes compasión de mí y de mi hijo! ¡Una limosna por el amor de Dios, y que El les premie a ustedes su caridad como se merecen!

»Me eché mano al bolsillo y lo mismo hizo Magdalena, pero habíamos gastado en flores todo nuestro dinero y no nos quedaba nada. Al darnos cuenta de ello nos miramos los dos con cierto embarazo que la mendiga debió tomar por vacilación, porque continuó diciendo:

»—¡Tengan piedad de nosotros! Enviudé hace tres meses; la enfermedad de mi esposo acabó con nuestros pocos ahorros y hoy no puedo mantener a este niño y a un hermanito suyo que he dejado en la cuna. ¡Pobrecillo! El angelito no ha probado bocado desde ayer, porque no encuentro ni limosna ni trabajo. ¡Caballero, señorita, ustedes que deben ser bondadosos, compadézcanse de estos desgraciados!

»Magdalena y yo estábamos conmovidos. Teníamos hambre, porque desde la mañana no habíamos comido nada, y aquella pobre criatura, aquel niño infeliz, de menos edad y más débil que nosotros, no había probado bocado desde el día anterior.

»—¡Sí, que son muy desgraciados! ¡Dios mío!—exclamó Magdalena con los ojos arrasados en lágrimas. Pero con su prontitud y su gracia peculiares dijo poniéndose en pie:

»—Mire usted, buena mujer: nosotros no llevamos dinero encima y nos hemos perdido en el camino de Glatigny a Ville d'Avray; pero, si usted nos guía y nos acompaña a casa del doctor Avrigny, que es nuestro padre, éste sabrá recompensarle tal favor, pues si hay alguien en el mundo capaz de socorrerla, es él, créalo usted.

»—¡Dios mío! ¡Gracias, por mis hijos, señorita!—respondió la mujer con reconocimiento.—Pero, ¿cómo han podido ustedes extraviarse? ¡Si están a dos pasos de Ville d'Avray!… Tomando esa senda de la izquierda verán en seguida las primeras casas de la población.

»Estas palabras nos devolvieron como por encanto la alegría y el humor, si bien, a decir verdad, pronto nos echamos a temblar pensando en el recibimiento que nos aguardaba. Confieso por mi parte sin empacho que seguía cabizbajo y preocupado a mi intrépida compañera que me precedía conversando con su protegida y haciéndole preguntas acerca de su desdichada situación.

»Al entrar en el parque oímos la voz de la señora Braun que nos llamaba con insistencia. Detúvose Magdalena y volviéndose hacia mí me dijo:

»—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué diremos ahora?

»La señora Braun, que acababa de echarnos la vista encima, venía corriendo hacia nosotros.

»—¡Hola, traviesos! ¡Ya es hora que nos veamos!—gritó,—¡Ay, Dios mío! ¡Qué mal rato he pasado!… ¡El señor de Avrigny, que acaba de llegar, preguntando por sus hijos, mientras los caballeretes andan perdidos por ahí de ceca en meca! Por fortuna todo ha pasado ya, y no hay necesidad de decir ni una palabra. Si él se enterase de esta escapatoria se enfadaría conmigo y me echaría una reprensión que no merezco, puesto que no tengo la menor culpa de nada.

»—¡Qué suerte!—exclamé.

»—¿Y esa infeliz que ha venido con nosotros?—preguntó Magdalena.

»—¿Qué?

»—Que se le debe dar la recompensa que le hemos ofrecido, y para ello no hay más remedio que confesar que nos habíamos perdido y que ella nos ha guiado hasta nuestra casa.

»—Sí, pero nos va a reñir—dije yo.

»—Pero tanto ella como su hijo están hambrientos—replicó Magdalena.—¿No vale más que nos riñan y que esos pobres coman? ¿No lo crees tú así también?

»¡Oh, Magdalena! ¡amada mía! ¡Qué bien retratan su alma esas palabras!

»El doctor, en lugar de reprendernos, nos colmó de besos. Aquella pobre viuda, después de obtener informes de ella, quedó colocada en la granja de Maursan, en donde hoy hay tres corazones más que ruegan a Dios por el alma de nuestra querida Magdalena.

»¡Y pensar que no han transcurrido más que diez años desde que tuvo lugar esta aventura!

»Esto es todo lo que acierto a escribirle hoy, Antoñita, y cuenta que tengo enfrente la inmensidad del mar…

»¡Ay! También es inmenso mi dolor que se recrea en estos recuerdos de la niñez del mismo modo que el Océano infinito se recrea en juguetear con esos pequeños seres que pululan a millares, entre las rocas que azota con sus olas encrespadas…

»Nessum maggior dolore che ricordarsi del tempo felice nella miseria!…

»Amaury

Diario del Doctor Avrigny

«¡Qué cosa más rara! Antes de ser padre negaba yo que existiera otra vida.

»A partir del día en que nació Magdalena esperé. Desde el día en que ella murió creí.

»¡Gracias, Dios mío, por haberme dado la fe allí donde pude no haber hallado otra cosa que la desesperación!»

Antonia a Amaury «3 de octubre.

»Nada tengo, Amaury, que decirle a usted de mí. Solamente le hablaré de mi tío, de Magdalena y de usted.

»Anteayer, 1.º de octubre, vi a mi tío, cumpliendo con el acuerdo que, como usted recordará, tomamos, de vernos el día 1.º de cada mes.

»Pero con frecuencia me da noticias suyas el anciano José que viene a París enviado por él para llevarle las mías.

»En nuestra entrevista hablamos poco. Mi tío parecía distraído, y yo, temiendo contrariarle, me contentaba con mirarle de vez en cuando a hurtadillas.

»Está muy cambiado, aunque para las personas indiferentes tal vez pasaría inadvertido este cambio. Pero a mí no se me oculta: yo veo más arrugas en su frente, menos brillo en su mirada y más preocupación en toda su actitud. Aunque parece increíble, se ha desmejorado aun más de lo que estaba cuando murió Magdalena, después de abatir su cuerpo y su espíritu los dos meses mortales que duró la enfermedad.

»Cuando me vio, me dio un abrazo, y preguntóme si tenía algo que contarle de mi nueva vida. Yo le respondía que nada, que únicamente había recibido dos cartas de usted; y al querer entregarle la segunda, diciéndole que en toda ella encontraría recuerdos de Magdalena, se negó a tomarla a pesar de mi insistencia, y me dijo:

»—Ya sé yo lo que dice. Amaury vive como yo en el pasado; pero como le llevo treinta y cinco años de delantera es indudable que llegaré yo primero.

»Después de esto sólo me dirigió la palabra para hablarme de asuntos generales. ¡Santo Dios! Me da miedo su abstracción; me espanta el ver su indiferencia hacia las cosas relacionadas hasta con su propia vida.

»Cuando acabó la comida durante la cual casi no hablamos, le abracé llorosa y él me acompañó hasta el coche que a la señora Braun y a mí nos volvió a nuestra casa de París.

»Tal fue, Amaury, la entrevista que celebré con mi tío. Siempre que José viene a París, le pregunto por su amo, y como mi tío, para quien todo es indiferente, no le ha prohibido que responda a mis preguntas, me entero de lo que hace y sé cómo vive.

»Todas las mañanas, sin preocuparse para nada del tiempo que pueda hacer, baja al cementerio para dar, según él dice, los buenos días a Magdalena.

»Después de pasar una hora junto a la tumba, vuelve a casa, se desayuna, se retira a su despacho y abre los cuadernos en que desde que es hombre viene escribiendo el diario de su vida. En ellos, durante los veinte años que ha vivido Magdalena, no se ha olvidado nunca de apuntar las acciones de su hija juntamente con las suyas, puesto que la vida del uno ha sido la del otro. De ese modo puede decir a todas horas: «Hoy hace tantos años que estaba aquí o allá, que hicimos tal cosa juntos; que hablamos de tal asunto, etc.»

»Así vuelven a pasar ante su vista todas las escenas del pasado, cuyos recuerdos le hacen llorar y sonreír a un tiempo; por más que siempre acaba por llorar, porque la conclusión siempre es la misma: él recuerda sus gracias, su hermosura, sus encantos, y siempre ha de acabar pensando en que todos esos dones se han desvanecido al soplo de la muerte. Y si alguna vez le parece eso increíble, bástale abrir la ventana y la vista de su tumba le muestra la cruel realidad.

»Así se pasa las horas mi pobre tío saboreando las emociones que le causa esta penosa revista. Ninguna noche se acuesta sin despedirse de Magdalena; cuando se levanta va a darle los buenos días y en el resto del día siempre lleva en la mano una rosa blanca cortada de los rosales de su tumba y que al retirarse a descansar conserva hasta la mañana siguiente en un jarro de Bohemia que Magdalena tenía siempre en su cuarto.

»Con frecuencia habla también al retrato de su hija, a aquel famoso retrato de Champmartín por cuya posesión manifestaba usted tanto interés.

»Nunca abre un libro, ni una carta, ni lee periódicos, ni recibe a nadie. Ha muerto para el mundo de los vivos: únicamente vive él para la muerta.

»Ya está usted tan enterado como yo de lo que ocurre en Ville d'Avray. Allí llora mi tío a Magdalena como yo la lloro en mi casa de la calle de Angulema, como usted, allí donde se encuentra, la llora del mismo modo. ¿Quién sería capaz de haberla conocido y no llorarla?

»Mucho le agradezco a usted que me hable de ella; hábleme siempre de ella, usted que la ha conocido mejor que yo.

»Al recordarla ahora se me figura una aparición celeste que me visita en sueños. ¿Acaso no era una santa que Dios nos presentaba para servirnos de ejemplo? Usted, Amaury, conoce una de sus buenas acciones; pero yo, podría citarle mil que le ayudé a practicar, y no son pocos los pobres que a estas horas deben bendecir su nombre.

»Antes, sólo elevaba mis oraciones a Dios; ahora, le ruego a Dios, pero también le ruego a ella.

»Hábleme de Magdalena con frecuencia, con mucha frecuencia, pero hábleme también de usted. ¡Ay! Le hago esta recomendación con el corazón palpitante y temblándome la mano porque temo ofenderle o incurrir en su desagrado. Quizás la achacará usted a curiosidad o a indiscreción de mi parte.

»Para poner las manos en una heridas como las suyas hay que tenerlas muy suaves y muy delicadas. Magdalena habría escrito esta carta con gracia incomparable, con sin igual ternura; pero, ¿en dónde se podría encontrar otra como ella? Yo sólo puedo hablarle con el instinto de mi corazón y con mi amistad antigua y sincera, con mi hondo afecto de hermana.

»¡Oh, Dios mío! ¿Qué no daría yo por ser en realidad su hermana? ¡Ah! Si lo fuera, me escucharía usted cuando yo le dijera:

»—Amaury, hermano mío, no seré yo quien te aconseje que olvides y traiciones un recuerdo sagrado. Sé que tu corazón ha muerto para el amor y que ninguna mujer habrá ya de conmoverte. Justo es que seas fiel a tu muerta adorada; así obras con lealtad y así debes portarte. Pero aun siendo el amor la cosa más sublime que existe sobre la tierra, ¿no hay nada ya fuera de él? ¿Acaso no valen nada el arte, la ciencia, la política y tantas y tantas manifestaciones de la actividad humana en que se cifran las mas nobles ambiciones?

»—Sí, Amaury, piénselo bien. Usted es joven, es rico, disfruta de una posición brillante y por lo mismo tiene grandes deberes que cumplir para con sus semejantes; ha de procurar ser útil a la humanidad. Aun concretándose simplemente a hacer limosnas podría considerar que la caridad es una de las múltiples formas del amor, cuya manifestación reviste tantos matices.

»Usted puede hacer la felicidad de muchos, porque es rico, y lo es ahora doblemente porque su hermana Antoñita lo es también. No me he atrevido a rechazar de un modo categórico la proposición de mi tío por no causarle aflicción; pero mi vida es muy triste para consentir en asociarla con otra. De ninguna manera podría yo emplear esta fortuna mejor que en otorgar beneficios o estimular nobles ambiciones; y para ello, ¿a quién he de confiarla sino a usted? En ningunas manos puede estar mejor que en las suyas, hermano mío. Yo…

»Pero hablemos de usted y no de mí. ¡Qué no daría, yo por saber enternecerle!

»¿No es verdad que ha abandonado ya su idea de morir? Eso sería horrible; cometería usted un crimen. Mi tío llega ya al término de su vida, mientras que usted está aún al principio de la suya. Pocos conocimientos tengo yo en estos asuntos, pero creo que entre la suerte de ambos y entre los deberes respectivos de uno y otro, media una enorme distancia. Ya sé que usted no ha de amar, pero aun puede ser amado y ¡debe ser tan grato el verse amado!

»No muera usted, Amaury, no muera usted. Piense constantemente en Magdalena; pero cuando se encuentre a orillas del Océano contemple ese Océano al mismo tiempo que recuerda su dolor. ¡Dios mío! ¿Por qué he de carecer de elocuencia para poder convencerle? Déjese convencer siquiera por las grandes cosas que admiran sus ojos, por esa eterna Naturaleza cuyos inviernos son nuncio de primavera y la muerte es siempre en ella el prólogo de una resurrección esplendorosa.

»¿No es verdad que, al parecer, bajo esas nieves y esos hielos invernales no puede estar latente la vida para hacer su aparición pujante y vigorosa algo más tarde? Pues así también palpita con ardiente actividad la vida humana bajo las penas que inútilmente pugnan por aniquilarla y destruirla. No sea usted ingrato rechazando los dones que Dios le envíe; déjese consolar si le agrada que le consuelen; permítase a sí mismo vivir y obedézcale si le ordena que viva.

»Perdóneme usted, Amaury, si le hablo de un modo tan expansivo y con tan abierta franqueza. Al pensar que está tan lejos, tan desesperado y solo, siento en mi alma una compasión y una ternura fraternales (iba a decir maternales), y estos afectos que su desgracia me inspira, me infunden fuerza y valor para dirigir esta súplica al amigo de mi niñez, para lanzar este grito al novio de Magdalena:

»¡No muera usted, Amaury! ¡No muera usted!

»Antonia de Valgenceuse.»

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