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Capítulo 23

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Amaury a Antonia

«Hoy hemos celebrado una gran solemnidad: Magdalena debía bajar al jardín, según su padre se lo había prometido.

»Hacía un tiempo delicioso. Nunca he visto un cielo más espléndido ni más alegre; la Naturaleza parecía haberse adornado con sus más hermosas galas y el rigor de la temperatura era templado por el soplo de la brisa.

»Yo, para prevenir cualquier accidente, propuse al doctor que entre los dos transportásemos a Magdalena, sentada, en su sillón; y aunque ella se opuso en un principio, ofendida en su amor propio de convaleciente y creyendo inútil semejante precaución, accedió al fin cuando le hicimos formal promesa de permitirle pasear por el jardín. Entonces procedimos a llevarla con exquisito cuidado, y poco después se encontraba a sus anchas en el lugar anhelado que los días anteriores sólo le era dable contemplar sentada ante la ventana.

»Si usted, querida Antoñita, hubiese estado entre nosotros, habría disfrutado del hermoso espectáculo de la juventud que vuelve a la vida con nuevos alientos, con ansias de amor y de dicha. Dilatábase su pecho, por tanto tiempo oprimido, como si quisiera hacer provisión del aire puro que respiraba. Desde su asiento alcanzaba a cortar las flores que echaba a brazadas sobre su regazo, las estrechaba contra su seno y las besaba como amigas de las cuales la separase una larga ausencia que la hubiese hecho temer no volverlas a ver ya. Dando libre expansión a los sentimientos que llenaban su alma, prorrumpía en exclamaciones admirando la Naturaleza, daba gracias a Dios y vertía copioso llanto de gratitud hacia su padre. Era una flor más entre aquellas de que estaba rodeada; un hermoso lirio, humedecido por el beso del rocío.

»Su padre y yo estábamos enternecidos y veíamos con lágrimas en los ojos aquella dicha inefable y ultra-terrena. ¡Allí, sólo faltaba usted, Antoñita!

»No bastándole a Magdalena aquella, contemplación tranquila y reposada, me indicó que me acercase y, levantándose, se apoyó en mi brazo. Entonces el doctor hizo un ademán y ella dijo, como queriendo contestar de antemano a una objeción que esperaba:

»—Recuerde usted, papá, su promesa. Me dijo usted que me permitiría pasear por el jardín.

»—Sí, y lo permito con gusto; pero procura no andar muy de prisa.

»—Padre mío—dije yo,—recomiende usted a Magdalena que vaya apoyada en mí.

»Me respondió con un simple movimiento de cabeza y yo entonces creía que estaba celoso porque Magdalena, al levantarse del sillón buscó apoyo en mi brazo; pero si así fue pasó aquella impresión con la rapidez del relámpago, pues en el acto nos indicó con una seña que podíamos emprender el paseo.

»No nos alejamos mucho.

»Magdalena parecía ver por vez primera los árboles, las flores y el césped que adornaban el jardín. Arrancábanle exclamaciones de asombro los insectos, las aves y los reptiles; sorprendíanle, en fin, todas las manifestaciones de la Naturaleza, que, justo es reconocerlo, nunca había semejado ser tan viviente como entonces.

»Las hierbas, los arbustos, todo parecía poblarlo un mundo de seres alegres y animados, que con sus ruidos, sus gritos y sus cantos parecían entonar un himno de gracias a Dios, que los había creado.

»Dimos la vuelta entera al jardín (¿lo creería usted, Antoñita?) sin pronunciar palabra. Únicamente Magdalena lanzó algunas exclamaciones de entusiasmo; yo no hacía otra cosa que contemplarla.

»En una ocasión volví la cabeza para buscar con la mirada a su padre, y a través del follaje le vi sentado en el mismo sillón de Magdalena y besando las flores que ella había besado también momentos antes.

»Terminábamos nuestra vuelta cuando él nos salió al paso y examinando a su hija vio con satisfacción que había soportado muy bien la fatiga de aquel pequeño esfuerzo; pero, aunque ella, se empeñó en dar otra vuelta, el doctor fue inflexible y la obligó a sentarse nuevamente.

»Permanecimos en el jardín hasta las tres de la tarde. En aquellas horas pasadas al aire libre Magdalena pareció recobrar más que nunca sus debilitadas fuerzas; ahora creo poder separarme de ella sin temor a que sobrevengan complicaciones de ningun género.

»No terminaré despidiéndome de usted, amiga mía, porque con ese motivo pienso escribirle una carta muy extensa en la que habré de hacerle mis recomendaciones: entre todas, la primera debe ser la de hablarle de mí a Magdalena todos los días, sin olvidar ni uno solo.»

Sábado, a las cinco de la tarde.

«Me marcho mañana, querida Antoñita. No le he escrito a usted en estos cuatro días transcurridos, porque no podía comunicarle otra cosa que la mejoría de Magdalena, y de eso ya está usted bien enterada por dos cartas que le ha escrito su tío.

»Todos los días ha ensayado Magdalena sus fuerzas bajo la vigilancia constante del doctor, que es un verdadero modelo de padres.

»A la hora presente se levanta sola, sin ayuda de nadie va al jardín y tampoco la necesita para volver a casa; yo casi tengo celos de su salud, porque gracias a ella ya no tiene que buscar el sostén de mi brazo, en el que antes se apoyaba.

»Por lo demás, debo decirle a usted que tiene en ella una amiga sincera que la quiere con amor acendrado, según yo he tenido ocasión de observarlo por mí mismo.

»Cuando al pensar en mi próxima partida se oscuraece su frente, su padre sólo tiene que decirle:

»—¡Vamos, ánimo, hija mía, que no te quedarás sola; yo seguiré a tu lado y el lunes vendrá Antoñita!

»Entonces se despeja su frente y contesta al punto:

»—Si, sí: es precisa esa partida.

»Hoy mismo lo repetía, aun sabiendo que debo marchar mañana.

»Sin embargo, he observado que a su padre le inquieta la proximidad del momento de mi marcha.

»Esta tarde, al separarme de Magdalena, me ha seguido y, llamándome aparte, me ha dicho:

»—Amaury, mañana partes. Ya has visto que Magdalena es más razonable de lo que te imaginabas y has tenido ocasión de observar cómo va recobrando la salud cuando no sufre ninguna fuerte emoción. Por lo tanto procurarás dominarte y evitarle en lo posible la impresión que ha de causarle tu marcha. Aparenta frialdad, si es preciso, pues la expansión de tu amor es lo que me da más miedo. Ya has podido notar dos veces sus efectos: una, cuando estuvo a punto de desmayarse al declararle tu pasión; la otra, cuando el bailar contigo la puso al borde del sepulcro. Tú ejerces sobre su naturaleza, nerviosa y delicada, una influencia fatal; tus palabras, tu aliento y hasta tu presencia, la trastornan. Trátala como a una flor, y así como yo procuro rodearla de una atmósfera templada, rodéala tú también de un amor suave y sereno. Ya se me alcanza lo difícil que es esto para un hombre joven y fogoso como tú; pero considera que en lo que te pido va su propia vida y que, si vuelve a repetirse la crisis, ya no respondo de nada. Además, en el momento de la despedida yo estaré también presente y te infundiré valor.

»Le prometí lo que quiso. ¿Qué otra cosa podía hacer?

»Tampoco a mí se me esconde que la vida de mi pobre Magdalena está pendiente de un hilo que puede romper cualquiera emoción violenta, y yo la quiero demasiado para negarme a hacer por ella, ya que es preciso, el sacrificio de aparentar que no la quiero tanto como la adoro realmente.

»Al separarme del doctor subí a mi cuarto para escribirle a usted esta carta que ahora dejo interrumpida y continuaré más tarde, pues acabo de recibir recado de Magdalena diciéndome que me aguarda, y corro a verla.»

Colección integral de Alejandro Dumas

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