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Capítulo 21

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Índice

Al otro día, el doctor, seguro ya de que Magdalena no sufriría por el momento ninguna recaída, comenzó a salir de casa para dedicarse a sus quehaceres habituales. Tenía que ir a palacio para explicar al rey su conducta y debía también visitar al ministro de Negocios Extranjeros para recordarle su promesa relativa a la misión que se encargaría a Amaury.

Con sobrada razón podía haber dicho el doctor que el enfermo era él, pues en aquellos quince días había envejecido quince años, y aunque no pasaba de los cincuenta y cinco, había encanecido su cabeza por completo.

Cuando regresó a su casa llevaba la seguridad de que el día que quisiese tendría a su disposición la carta diplomática.

Al entrar se encontró con Felipe en el umbral.

Desde la noche del baile, Auvray había ido todos los días, sin faltar uno, a informarse del estado de Magdalena. Solía recibirle Antoñita, y después que ésta partió, era José quien le daba las noticias. No quiso preguntarle nada a Amaury, porque, según su modo de ver las cosas, exigíale su dignidad que le pusiera mala cara; pero Leoville no advirtió nada de esto, porque no se acordaba ya de la existencia de su antiguo amigo.

El señor de Avrigny, que estaba enterado de las atenciones o interés de Felipe, le dio las gracias mientras le estrechaba la mano cariñosamente. Después se dirigió al cuarto de su hija.

Transcurría a la sazón el mes de junio, y hacía un hermoso día, digno de servir de despedida a la primavera, próxima ya a dejar paso al estío. El doctor había permitido que al mediodía, por ser aquélla la hora de más calor y no ofrecer peligro para la enferma, se abriesen por primera vez las ventanas del aposento de Magdalena; de modo que encontró a ésta sentada en su cama con el deseo retratado en el semblante de respirar aquel aire que le estaba vedado todavía y contemplar de cerca aquel frondoso verdor del parque, bajo cuya sombra no podía correr aún; pero en cambio ya que nada de esto le estaba permitido, había hecho cubrir su cama de flores, como se hace con los palios en la poética fiesta del Corpus.

Amaury se había prestado a ello y le llevaba del jardín al lecho las flores que ella quería.

—¡Papá!—exclamó al ver al doctor.—¡No puede usted imaginarse cuánto le agradezco la sorpresa que Amaury, con el permiso de usted, me ha dado al devolverme el aire y las flores! Me parece que respiro con más libertad y me comparo con aquel pobre pajarillo que usted puso con un rosal en el interior de la campana neumática. ¿Recuerda usted? Cuando se le retiraba el rosal parecía pronto a morirse, y cuando se le devolvía parecía también que se le restituía la vida. Diga usted, papá: Cuando a mí me falta aire y me ahogo, como aquella infeliz avecilla, ¿no se me podría también devolver la vida rodeándome de flores?

—Sí, Magdalena; sí, hija mía; ya lo haremos así—asintió el doctor.—No pases pena: yo te llevaré a un país en que no mueren jamás ni las flores, ni las niñas y allí vivirás tú entre rosas como una abeja o un pájaro.

—¿Adónde me llevará usted, papá? ¿A Nápoles?

—No, hija mía, porque a Nápoles está demasiado lejos para ir allá de un tirón sin hacer ni un descanso. Además, Nápoles ofrece el inconveniente del sirocco, que agosta las flores, y la tenue ceniza del Vesubio, que abrasa los pulmones de las niñas. No llegaremos allí; nos detendremos en Niza…

Antes de proseguir, el doctor pareció titubear, consultando a su hija con la mirada.

—¿Y qué?… —preguntó Magdalena, mientras su novio bajaba la cabeza.

—Amaury seguirá su viaje hasta Nápoles.

—¿Cómo es eso? ¿Nos deja?—exclamó Magdalena.

—No, hija mía, porque eso no es dejarnos—repuso el doctor, con viveza.

Y muy despacio y adoptando toda suerte de precauciones oratorias, dio cuenta a Magdalena de su plan, que, como ya sabemos, consistía en llegar hasta Niza y aguardar la vuelta de Amaury en aquel invernadero de Europa, en la estación de invierno más espléndida del mundo.

Escuchole Magdalena con la cabeza baja y como absorbida por un pensamiento fijo, y cuando acabó de hablar le preguntó:

—¿Vendrá también con nosotros Antoñita?

—Siento en el alma, hija mía—respondió el doctor,—verme obligado a separarte de tu amiga, de tu hermana; pero fácilmente se te alcanzará que no puedo dejar a cargo de personas extrañas la vigilancia y el cuidado de mis casas de París y de Ville d'Avray. Tu prima, por lo tanto, tendrá que quedarse aquí.

En los ojos de Magdalena brilló un rayo de júbilo: sentíase consolada de la ausencia de su novio con la ausencia de Antoñita.

—¿Y cuándo partiremos?—preguntó con cierta impaciencia.

Al oír esta pregunta, alzó Amaury la frente y la miró sorprendido… Como su pasión egoísta y ciega no le había dejado adivinar los misterios que el cariño paternal del doctor había logrado descubrir, todo era para él, motivo de asombro, porque todo lo ignoraba.

—La fecha de la partida, depende de ti, hija mía—respondió el señor de Avrigny,—tan pronto como puedas soportar el traqueteo del coche, después que hayas probado tus fuerzas, dando algunos paseos por el jardín apoyada en mi brazo o en el de Amaury, emprenderemos el viaje.

—Pues no tengas cuidado, papá. Haré lo que me mandes y pronto estaré dispuesta para la marcha.

El señor de Avrigny no se había equivocado en sus presunciones: de Ville d'Avray a París, había aún poca distancia.

Amaury a Antonia

«Me ruega usted, Antoñita, que la entere de todos los pormenores relativos a la convalecencia de Magdalena, y me explico su curiosidad: no le basta saber que está mejor, sino que quiere saber cómo ha recobrado la salud. A decir verdad no podría usted encontrar un narrador más apropiado que yo, porque, no estando usted aquí para poder hablar de ella, los dos, me conceptúo dichoso al escribirle. ¡Cosa extraña! Con su padre, que la quiere tanto como yo, me siento, no sé por qué, sin esa confianza que usted me inspira. No sé si será la diferencia de edad o la gravedad de su carácter la causa de ello; pero el hecho es que con usted no me ocurre nada de eso; con usted, Antoñita, hablaría yo sin cesar toda la vida.

»Una semana después de marcharse usted aún seguía yo preguntándome todas las noches: ¿Viviré o moriré? porque entonces estaba en peligro Magdalena. Ahora, querida Antoñita ya le puedo decir: Viviré, porque le puedo anunciar que vivirá.

»Crea usted, Antoñita, que mi amor hacia Magdalena no es vulgar ni pasajero; mi unión con ella no era matrimonio de conveniencia, ni siquiera lo que se ha dado en llamar un matrimonio de inclinación: me unía una pasión única, sin ejemplo: y si ella moría tenía yo que morir también con ella.

»La misericordia de Dios no lo ha querido, ¡Gracias, Dios mío!

»Su padre no ha podido responder de su vida hasta anteayer, y aun eso con una condición muy extraña; con la condición de que yo me separe de Magdalena siquiera temporalmente.

»Al pronto yo temí que esta noticia envolviese nuevos peligros para Magdalena; pero, indudablemente, a la pobre ya no le quedan fuerzas para experimentar sensaciones muy vivas, porque al saber que nos reuniríamos en Niza, donde ella me aguardaría, casi manifestó prisa por partir, cosa que me causó gran extrañeza, acrecentada por la circunstancia de haberle dicho su padre que usted no podría acompañarla.

»Hay que reconocer que los enfermos parecen niños grandes. Desde ayer es para ella ese viaje un motivo de extraordinaria alegría.

»Cierto es que ella se imagina que partiremos juntos, siendo así que se engaña porque su padre acaba de anunciarme que debo yo ponerme en camino dentro de una semana, y aun dando por sentado que siga la mejoría, no es de esperar que Magdalena esté en disposición de emprender el viaje antes de tres semanas o de un mes, tal vez.

»No sé cómo hará su padre para lograr que ella me deje marchar; pero él me ha dicho que eso corre de su cuenta, y ya debe tener su plan trazado.

»Hoy ha sido el primer día en que Magdalena, ha podido al fin abandonar el lecho; su padre la ha trasladado desde su cama a un sillón preparado ex profeso junto a la ventana, y tan débil está aún que se habría desmayado en el camino si la señora Braun no le hubiera dado a respirar un frasco de esencias. A mí me dejaron entrar cuando ya estuvo sentada, y entonces ¡oh Dios mío! sólo entonces me fue dable apreciar los estragos que la terrible enfermedad ha causado a mi pobre Magdalena.

»Aun así está hermosa, más hermosa que nunca, pues con su larga bata abrochada hasta el cuello, se asemeja a uno de esos ángeles tan bellos, de diáfana cabeza y cuerpo inmaterial del Beato Angélico. Pero esos ángeles tan hermosos están ya en el Cielo, mientras que Magdalena (y a Dios le damos gracias por ello), está aún con nosotros. Así resulta que lo que en ellos es una belleza divina, en Magdalena es un belleza que casi espanta.

»¡Y qué dichosa se sentía, de estar allí tan cerca de la ventana! Hubiera dicho cualquiera que veía el cielo por primera vez, que por primera vez, también, aspiraba aquel aire tan puro y respiraba el aroma de aquellas flores. Al través de su cutis blanco y transparente veíamos cómo volvía a la vida. ¡Dios eterno! No sé si sucumbirá a los goces y a los pesares humanos, sin poderlos resistir. También su padre parece temer lo mismo, porque a cada momento se le acerca y, so pretexto de estrecharle la mano, le toma el pulso.

«Anoche se mostraba muy contento porque durante el día había acusado el pulso tres o cuatro pulsaciones menos por minuto que los días anteriores.

»A media tarde, cuando ya el sol no daba en el jardín la ordenó acostarse, sin escuchar sus súplicas. El mismo la transportó al lecho, comprobando gozoso que ella soportaba mejor que la primera vez ese transporte. No hubo necesidad de hacerla respirar esencias, lo cual era buena prueba de que el aire y el sol habían contribuido a devolver cierto vigor a su cuerpo.

«Cuando la acostaban, tocaba yo en el salón una melodía de Schubert. Ya estaba a punto de terminarla, cuando la señora Braun vino de su parte, a pedirme que siguiese. Por primera vez volvía Magdalena a oír música desde la terrible noche en que la música pudo costarle la vida. Accedí a su ruego, y cuando al terminar entré en su cuarto, la encontré sumida en una especie de arrobamiento.

»—¡Oh! No puedes imaginarte, Amaury—me dijo—los crueles encantos que yo encuentro en la terrible enfermedad que tanto alarma a todo el mundo, pues me parece que no sólo mis sentidos corporales han duplicado su virtud de percibir, sino que en mí se han despertado nuevos sentidos que pudiéramos llamar sentidos del alma. Ahora mismo, en esa música que acabas de hacerme oír y que he escuchado tantas veces, he percibido nuevas melodías que no sospeché jamás y el aroma de mis flores me produce sensaciones que nunca conocí y que quizá no vuelva ya a percibir cuando haya recobrado la salud por completo. Cuando ayer… (no vayas a burlarte de mí, Amaury) una silvia cantaba en un arbolito, en el cual había un nido, ¿sabes lo que se me ocurrió pensar mientras la oía cantar? Que si así como estoy contigo y con mi padre, hubiera estado sola, habría concentrado mi espíritu en aquel canto, aplicando a interpretar todas mis facultades, segura de llegar a comprender lo que aquel pájaro decía a su hembra y a sus hijuelos.

»Yo miraba al padre de Magdalena, y asustado de oír aquellas ideas que me parecían hijas del delirio, buscaba en sus ojos una respuesta a mis dudas y a mis inquietudes; pero él, con un ademán procuró tranquilizarme, y poco después abandonó el aposento.

»Entonces Magdalena se inclinó hacia mí y dijome al oído:

»—Amaury, ¿quieres tocar aquel vals de Weber que bailamos juntos?

»Yo me asusté ante la idea de hacerle oír la misma melodía que la había causado una crisis nerviosa tan terrible, y no hallé otro medio de excusarme que decirle que no la sabía de memoria.

»—No importa. Mañana la enviarás a buscar y la tocarás. ¿Verdad que lo harás así?

»Yo se lo prometí, sin saber lo que decía.

»¿Tendrá razón su padre al decir que las emociones más perjudiciales son las que más apetece?

»Al despedirme por la noche me hizo prometer de nuevo que al otro día la complacería tocando el famoso vals de Weber.

»Ha pasado bien la noche última, durmiendo con un sueño más tranquilo y reparador que el de costumbre. Tres veces, desde las diez de la noche al amanecer, ha entrado su padre en el dormitorio y siempre la ha encontrado descansando. La señora Braun, que la velaba, ha asegurado que en toda la noche no se despertó más que dos veces, y después de tomar un calmante, dando muestras de sentirse muy aliviada, había vuelto a dormirse.

»Cuando esta mañana me ha explicado el doctor cómo había pasado la noche su hija, según suele hacerlo cotidianamente antes de entrar yo en su cuarto, le dí cuenta de la obstinación que mostraba Magdalena por oír el vals en cuestión. Reflexionó unos instantes, al cabo de los cuales, respondió:

»—¡Ya te lo decía yo! ¡Ya ves cómo eran ciertos mis temores! Mientras tú no te vayas, siempre tendrá esa necesidad de emociones fuertes que me da tanto cuidado. No tomes a mal lo que te digo, Amaury; pero, he de confesarte con noble sinceridad que daría yo algo bueno por verte ya lejos de ella.

»—Pero, ¿qué hago? ¿Toco o no toco el vals?

»—Tócalo. Yo estaré a tu lado. Haz caso de lo que yo te recomiende y no accedas a los ruegos que ella pueda hacerte.

»Me dirigí al cuarto de Magdalena y encontré a ésta con el rostro radiante y haciendo gala de tener muy buen humor. La fiebre había seguido en su marcha descendente.

»—¡Ay, Amaury!—me dijo.—¡Si supieras qué bien he dormido y con qué fuerzas me siento! Tan bien estoy, que si consintiese en ello mi tiranuelo (y al decir esto, envolvió a su padre en una mirada de amor inefable), creo que andaría, o más bien, sería capaz de volar, más ligera que un pájaro. Pero él con su pretensión de conocerme mejor que yo misma, me tiene aquí sujeta a este maldito sillón.

»—Te has olvidado ya, Magdalena—le repliqué,—que hace dos días reducíase toda tu ambición a sentarte en ese maldito sillón como tú dices, y ahí, junto a la ventana, creías estar en un paraíso terrenal. Así pasaste ayer todo el día y te diste por muy contenta con ello.

»—Tienes razón, pero lo que ayer tenía yo por bueno no lo es ya hoy. Si hoy tú sólo me quisieras lo mismo que ayer no me daría por satisfecha; para mí, las sensaciones que no aumentan disminuyen. ¿A ver si adivinas en dónde querría yo estar ahora? ¿Quieres que te lo diga? Pues quisiera estar bajo un grupo de rosales, tendida sobre»el césped, que se me figura suave como el terciopelo.

»—Me complace tu ambición por lo modesta—dijo el doctor.—De aquí a tres días, podrás satisfacer tus deseos.

»—¡De veras!—exclamó Magdalena, palmoteando como un niño a quien se le promete un juguete deseado con ansia mucho tiempo.

»Y aun hoy mismo te dejaré ir sin el auxilio de nadie a sentarte en el maldito sillón. Hay que ensayar las piernas antes que las alas. La señora Braun y yo marcharemos a tu lado por si acaso hubiera que sostenerte.

»—Tal vez sea acertada esa previsión, papá, porque si he de ser franca, he de confesar que soy como esos cobardes que alardean de su valor si están lejos del peligro, y en cuanto se les presenta la ocasión de demostrarlo cambian en el acto de lenguaje y de actitud. ¿Cuándo me levantaré hoy? ¿Habré de aguardar, como ayer, al mediodía? Eso es mucho, papá; considere usted que ahora son las diez escasas.

»—Bien, hija mía; hoy permitiré que te levantes una hora antes, y como hace muy buen día y la temperatura es agradable, abriremos la ventana para que respires el aire puro del exterior.

»Mientras abrían la ventana, y el aire y el sol inundaban el aposento, inclinose a mi oído Magdalena para decirme:

»—¿Y el vals?…

»Le respondí con una seña afirmativa y con ella pareció quedar tranquila y satisfecha.

»Pronto entraron a anunciarnos que el almuerzo estaba servido. Ya sabe usted, Antoñita, que antes su tío y yo hacíamos las comidas separados, para poder relevarnos a la cabecera de la enferma; pero desde que ésta convalece, tal precaución es inútil, y hace unos cuantos días que comemos juntos.

«Próximamente a las once se levantó de la mesa el padre de Magdalena, diciendo:

»Cuando se quiere que los niños y los enfermos, hagan lo que se les manda, no hay más remedio que cumplirles fielmente lo que se les promete. Ahora la ayudaré a levantarse y tú podrás entrar dentro de unos diez minutos.

«Efectivamente, poco después encontraba yo a Magdalena sentada junto a la ventana, y, al parecer, muy contenta, contemplando el jardín.

«Entre su padre y la señora Braun la habían ayudado a trasladarse desde el lecho hasta el sillón. Cierto es que sin el apoyo que ambos le prestaron quizás se habría visto apurada para llegar hasta allí, pero, ¡cuánta, diferencia no había entre aquel día y la víspera, cuando hubo que llevarla en brazos! Me senté a su lado y a los pocos instantes dio muestras de sentir cierta impaciencia.

»El doctor, que parece leer por arte de magia en lo más hondo de su corazón, la comprendió en el acto y levantándose dijo:

»—Amaury, permanecerás aquí con Magdalena sin separarte de ella, ¿verdad? Yo tengo que ausentarme por un par de horas. Prométeme no abandonarla hasta que yo vuelva.

»—Váyase usted confiado. No la dejaré.

»El señor de Avrigny dio un beso a su hija y salió del aposento.

»—¡Vamos! ¡Pronto! ¡Pronto, Amaury!—exclamó ésta, acto continuo.—Ve a tocar el vals de Weber. Esta idea me obsesiona y no puedo desterrarla de mi mente: toda la noche he estado oyendo ese vals.

»—Pero, ¡si no puedes acompañarme al salón, Magdalena!

»—Demasiado lo sé, pues, por desgracia, casi no puedo tenerme en pie; pero tú dejarás todas las puertas abiertas y así podré oírte bien.

»Recordé la recomendación de su padre, y seguro de que estaría muy cerca velando por su hija, me levanté para ir a sentarme al piano. Con las puertas abiertas podía yo ver desde allí a Magdalena, que en medio de los cortinajes que servían de marco a su figura, parecía un cuadro de Greuze. Vi que me hacía una seña con la mano; púseme el papel delante y me preparé a tocar.

»—Empieza.—oí que decía una voz detrás de mí.

»—Volví la cabeza y vi al doctor.

»El vals, como usted ya sabe, Antoñita, era uno de esos enloquecedores motivos de melancólico ardor que nadie sabía desarrollar sino el autor de Freyschutz, con su poderoso genio.

»Yo no la sabía de memoria; tenía que ir, por lo tanto, descifrando las notas mientras tocaba. No obstante, creí ver, como a través de una espesa niebla, que Magdalena se alzaba de su sillón, y al volverme vi que no me había engañado. Quise entonces detenerme, pero su padre, que lo vio, me contuvo, diciendo:

»—Continúa.

»Y yo continué, sin que la interrupción fuese advertida por ella, cuya poética naturaleza parecía animarse con la armonía e iba adquiriendo fuerzas a medida que el compás se aceleraba.

»Permaneció un instante en pie e inmóvil, y echando a andar de pronto, aquella débil enferma, que para ir de la cama a la butaca había necesitado ayuda de dos personas, avanzó con paso seguro, deslizándose sobre el pavimento como una sombra, sin buscar apoyo ni en la pared ni en los muebles. Yo me volví hacia el doctor y viéndole muy pálido y demudado, quise parar otra vez; pero él volvió a prohibírmelo, diciendo:

»—Continúa. Acuérdate del violín de Cremona.

»Y continué de nuevo. El compás se aceleraba por momentos y cuanto más aumentaba la rapidez, más de prisa caminaba Magdalena, acercándose a mí, hasta llegar a poner sobre mi hombro su diestra. Entonces su padre, que había salido pocos momentos antes, volvió a entrar por una puerta situada a nuestra espalda y repitió por tercera vez:

»—Continúa, continúa. ¡Bravo, hija mía! ¿Pues no decías esta mañana que estabas tan extenuada y tan débil?…

»Y el pobre padre, lleno de mortal angustia, reía y temblaba a la vez.

»—Parece cosa de magia, papá—contestó Magdalena.—El efecto que me causa la música es realmente maravilloso, tanto, que a mi juicio existen melodías capaces de hacerme abandonar la sepultura. Así me explico cómo comprendía tan bien las escenas de las monjas de Roberto el Diablo y las Willis de la Gisela.

»—Así lo creo; pero no conviene abusar de esa facultad—replicó el doctor.—Apóyate en mi brazo y tú, Amaury, continúa: esa música es admirable. Pero después—me dijo en voz baja,—procura pasar de ese vals a alguna melodía vaga que vaya expirando como un eco que se pierde en lontananza.

»Comprendí su intención, y obedecí. La misma música que había causado en ella tal exaltación, debía sostenerla hasta el momento en que llegase a su sillón; mas entonces debía decrecer ya por grados, pues, cesando de repente, podía producirle un efecto desastroso que determinase una agravación del mal.

«Efectivamente, Magdalena volvió a sentarse sin aparentar cansancio, y con semblante tranquilo y revelando alegría, se acomodó en el sillón. Yo comencé a retardar el compás y la vi inclinar hacia atrás la cabeza, y cerrar los ojos. El doctor, que no la perdía de vista y la contemplaba fijamente, me indicó que tocase piano pianísimo; entonces reemplacé el vals por algunos acordes que poco a poco fueron apagándose hasta quedar extinguidos, como el lejano canto de un pájaro que huye cruzando el espacio, hacia lugares remotos.

«Después me levanté y quise acercarme a Magdalena; pero su padre me salió al paso y me dijo:

»—Ahora duerme; no vayas a despertarla.

»Y llevándome a la antesala, agregó:

»—Ya ves, Amaury, que es indispensable tu partida. Si eso hubiese sucedido en mi ausencia, si yo no llego a estar aquí para dirigirte, ¡sabe Dios lo que sería de Magdalena a estas horas! Sólo el pensarlo me aterra. Créeme: a toda costa es preciso que te marches.

»—Pero Magdalena se figura que aún tardaré en partir… ¿Cómo vamos a decirle?…

»—No pases pena; ella misma te pedirá que te vayas.

»Y después que hubo pronunciado estas palabras, el señor de Avrigny entró en el cuarto de su hija.

»Yo, entonces, me volví al mío y me puse a escribir a usted esta carta. ¿Cómo le parece a usted, Antoñita, que se las arreglará el doctor para que su misma hija me ordene que parta?»

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