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Capítulo 33

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A las once y media llegaron los coches de luto. En el primero de ellos entraron Amaury y el doctor que, rompiendo con la costumbre que no permite a los padres seguir el cadáver de sus hijos, quiso formar parte del cortejo fúnebre.

Llegaron a la iglesia, cuyas naves, coros y capillas, estaban enteramente adornados con blancas colgaduras. El padre y el novio fueron los únicos que entraron en el coro con el cuerpo de la muerta. Los amigos y los curiosos (si es que puede establecerse semejante distinción) fueron a colocarse en las naves laterales para presenciar desde allí la fúnebre ceremonia.

Esta se celebró con gran pompa, contribuyendo a prestar relieve al acto la circunstancia de que Thalberg, que era amigo de Amaury y del doctor, había querido encargarse del órgano, por lo cual, el oficio de difuntos revestía en aquella ocasión los caracteres de un gran acontecimiento artístico.

Véase cómo aquellos tres elegantes de la víspera, que tenían que asistir a oír el Otelo en los Bufos, disfrutaban aquel día de dos conciertos en vez de uno.

Pero, entre aquella muchedumbre que llenaba los ámbitos de la iglesia, sólo el padre y el novio sintieron penetrar en sus corazones las terribles palabras de las plegarias que con lúgubre armonía se elevaban al Cielo entre nubes de incienso; y, particularmente el doctor se apropiaba con avidez el sentido de los versículos más tristes y en el fondo de su alma repetía las palabras del sacerdote que oficiaba:

«Daré el reposo a los justos—dice el Señor—porque hallaron gracia a mis ojos y les conozco por su nombre.

¡Felices aquellos que mueren en mí, pues descansarán de sus trabajos y les seguirán sus obras!»

¡Con cuánto fervor exclamaba el pobre padre:—«Señor, liberta mi vida, porque es muy largo mi destierro. ¡Yo aguardo, Señor, esa liberación; mi alma te desea de igual modo que la tierra abrasada por la sequía desea la lluvia; del mismo modo que el ciervo sediento busca con ansia el agua de los torrentes, así mi corazón te echa de menos, Señor!»

Pero lo que más conmovió a los dos fue el imponente Dies iræ, cuando resonó bajo las bóvedas del templo, tocado por el eminente Thalberg.

El fogoso Amaury repitió en su fuero interno aquel himno de cólera como respondiendo a un impulso de su propio corazón; el doctor escuchó profundamente abatido el espantable clamor de aquel canto apocalíptico e inclinó la frente bajo el peso de las terribles amenazas que envolvía.

Mientras que el novio veía expresada por la música su propia desesperación y se complacía en desear el aniquilamiento y la destrucción de este mundo miserable que para él carecía de valor desde que Magdalena lo había abandonado, el alma angustiada del padre, menos colérica que la juvenil de Amaury, tembló ante el versículo, revelador de la majestad de Dios tonante que acababa de absolver a su hija y muy pronto debía juzgarle a él mismo. ¡Qué pequeño, y qué humilde se sintió en aquella ocasión el soberbio doctor, el sabio entre los sabios!

Examinó, aterrado, su conciencia y al verla llena de culpas tuvo miedo, no de ser herido por el rayo de la cólera divina, sino de verse separado de su hija.

Pero ¡ah! cuando al versículo amenazador siguió el de la esperanza ¡con qué fe, con qué fervor escuchó la promesa de la infinita misericordia! ¡cómo, vertiendo copioso llanto, rogó a Dios, invocando su clemencia, que olvidase su justicia, recordando sólo su misericordia y su magnanimidad!

Después de la ceremonia, salió Amaury de la iglesia con la cabeza erguida, como desafiando al universo mientras que el doctor caminaba con la frente inclinada, como queriendo desarmar con su humildad la cólera celeste.

Magdalena, según ya hemos dicho, debía de ser enterrada en Ville d'Avray, porque al doctor le parecía que allí, en un cementerio de aldea, oscuro y desierto, le pertenecería su hija más que en una necrópolis de la gran ciudad.

Los convidados que formaban el cortejo y que venían a ser los mismos que concurrieron al baile, no se sentían con ánimo de acompañar a la muerta hasta su última morada. Habrían transigido con ir al cementerio del Père Lachaise por tratarse de un paseo; pero no era cosa de ir hasta Ville d'Avray, con lo cual perdían un día entero, y un día tiene en París gran valor.

Por eso, conforme a las previsiones del doctor, sólo tres o cuatro amigos muy adictos, entre ellos Felipe de Auvray, ocuparon el tercer coche del duelo. En el primero iba el clero; al segundo subieron el doctor y Amaury.

A la puerta de la iglesia de Ville d'Avray esperaba a la comitiva el cura párroco. En aquella iglesia en que Magdalena había comulgado por vez primera debía hacer su última estación antes de que su cuerpo descendiese a la fosa.

No hubo allí pompa ni boato, ni órganos ni cantos: todo se redujo a una sencilla oración, a un postrer adiós murmurado, por decirlo así, en voz baja al oído de la virgen que había volado al Cielo, y todos continuaron su camino a pie hasta la puerta del cementerio adonde llegaban cinco minutos más tarde.

El sencillo cementerio de Ville d'Avray es un admirable campo de reposo, tranquilo, casi ameno. En lugar de suntuosos panteones e hipócritas epitafios sólo hay cruces de madera y simples inscripciones. No es imponente, pero sí enternecedor. Al entrar en él se respira paz y recogimiento, y el visitante se siente tentado a exclamar como Lutero en Worts:

—Les envidio porque reposan: envideo quia quiescunt.

Pero cuando Lutero pronunció esas palabras no entraba en el cementerio siguiendo el cortejo fúnebre de una persona querida: hablaba el filósofo, no el padre o el esposo.

¿Quién podría describir las torturas de un alma en tales circunstancias? El canto de los sacerdotes; el espectáculo de la fosa recién abierta; el rumor de la tierra que cae sobre el ataúd, producen emociones que llenan de horror el ánimo más esforzado.

El señor de Avrigny asistió al sepelio, arrodillado y con la frente inclinada. Amaury se quedó en pie pero tuvo que apoyarse en un ciprés, sintiendo que las piernas no querían sostenerle.

Cuando la tumba quedó cubierta de tierra pusieron sobre ella una gran losa de mármol blanco, que ostentaba este doble epitafio:

Aquí yace Magdalena de Avrigny muerta en 10 de septiembre de 1839 a los 20 años, 8 meses y 5 días de edad. Aquí yace el doctor Avrigny, su padre, muerto en el mismo día y enterrado en…

Habían dejado la fecha en blanco; pero el doctor confiaba en que estaría llena antes de un año.

Plantáronse rosales blancos alrededor de la tumba porque Magdalena había tenido siempre gran afición a las rosas blancas y el doctor daba a su hija esas flores a fin de que en vida y muerte su cuerpo siempre fuese todo rosas.

Cuando todo acabó, el doctor se despidió de su hija enviándole un beso y diciendo a media voz:

—Hasta mañana, hija mía… Hasta mañana… y para no separarme ya de ti.

Y acompañado de sus amigos salió con paso seguro del cementerio, cuya puerta cerró el sacristán tras de ellos.

—Señores—dijo entonces el padre de Magdalena a sus escasos acompañantes:—ya han visto ustedes por la inscripción de la losa, que el hombre que les habla ya no es un ser viviente. Yo desde hoy, ya no pertenezco a la tierra, sino a mi hija solamente; desde mañana nadie volverá a verme ni yo tampoco veré a nadie en París. Aquí viviré solo y retirado y en esa casa que ahí tengo y cuyas ventanas, como ustedes ven, dan a este cementerio, aguardaré resignado hasta que Dios señale la fecha que en la losa dejé en blanco. Reciban, pues, señores, por vez postrera, el sincero testimonio de mi agradecimiento y mi cordial despedida.

Habló con voz tan firme y con tal convicción que nadie osó responderle, y después de estrechar en silencio y con muestra de tristeza su mano, se alejaron respetuosamente todos.

Cuando partió el coche que los llevaba, se volvió el doctor hacia Amaury, que estaba a su lado de pie y con la cabeza descubierta.

—Ya lo has oído, Amaury—dijo.—Desde mañana no viviré ya en París; no volveré allí jamás. Pero hoy tengo que regresar contigo a casa para dictar mis disposiciones y dejar mis asuntos arreglados.

—Lo mismo que yo—contestó Amaury con frialdad.—Usted no ha pensado en mí para hacer el epitafio de Magdalena; pero he visto con júbilo que a su lado hay sitio para dos.

—¡Ah!—exclamó el doctor mirándole de hito en hito, pero sin manifestar asombro por sus palabras.

Y echando a andar, agregó:

—Ven.

Subieron al último coche que les estaba aguardando y emprendieron el regreso hacia París.

Ya en la capital, Amaury mandó parar el coche en el Arco de la Estrella.

—Perdone, usted—dijo el señor de Avrigny;—yo también tengo que hacer esta noche. ¿Tendré el gusto de verle?

El padre de Magdalena contestó con un signo afirmativo.

El joven se apeó, y el coche siguió rodando en dirección a la calle de Angulema.

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