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Veinte es mi número de la suerte

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Correr se reduce a una serie de discusiones entre la parte de tu cerebro que quiere detenerse y la que desea continuar.

~ANÓNIMO

He aquí lo que había aprendido después de dar sesenta y cuatro vueltas alrededor del sol: “Despiértate, estírate y salta de la cama”, además de ser el lema de una marca de cereal, no me describía cuando me levantaba cada mañana. Las siestas habían dejado de ser un lujo para mí: eran una necesidad. Y perseguir a mis nietos era todo el ejercicio que podía realizar.

¿Por qué, entonces, un sábado por la mañana acompañé a mi esposa a una zapatería especial para quienes participan en carreras de cinco y diez kilómetros, maratones, triatlones y carreras del siglo? La tienda estaba repleta de jóvenes esbeltos y exasperantemente saludables que se probaban zapatos deportivos de todo tipo. Mi esposa le hizo señas a una empleada.

—Disculpe, señorita.

—¿En qué puedo servirle? —respondió la joven, con una amplia sonrisa. Iba cubierta de la cabeza a los pies con un brillante Spandex azul y su cuerpo contenía tanta grasa como el de un gorrión.

—Nos dijeron que aquí podíamos conseguir zapatos para correr. Mi esposo y yo nos inscribimos en el maratón de Los Ángeles.

¡Un momento! ¿Qué acababa de decir mi mujer? Recordé de golpe que, un mes antes, el orador huésped de nuestra iglesia nos había invitado a que nos apuntáramos en una carrera a favor de la provisión de servicios de agua potable en África. Era una buena causa, desde luego, y yo siempre he estado dispuesto a ayudar, así que extendí al instante un cheque y dejé que otros se comprometieran a correr, ¿cierto? ¡Falso!

—En realidad correremos medio maratón —continuó mi esposa—. Es una carrera benéfica de relevos.

—¡Qué maravilla! —exclamó la Chica Spandex con una sonrisa más amplia todavía.

A continuación indicó que nos subiéramos a una caminadora que analizaría nuestro paso y seleccionaría los zapatos deportivos perfectos para nuestros imperfectos pies. Según esta máquina, yo resulté ser un pronador, término que suena a una actividad ilícita que quizá se denunciaría de esta manera: Además de ser un jubilado de sesenta y cuatro años de edad afecto a dormir siestas, Mark Mason es un conocido pronador.

Minutos después, la empleada cerró la venta en la caja registradora.

—Son 297 dólares.

—¡Qué ganga! —dije en son de broma—. ¿Nuestros modelos estaban en oferta?

—¡Sí! —respondió ella alegremente—. ¡Es su día de suerte!

Mi temor por la salud de mi cuenta bancaria se debía a que ignoraba qué nos tenía deparado el destino. Para mí, “maratón” había significado hasta entonces ver temporadas completas de mis programas favoritos en compañía de un sinnúmero de golosinas. Esta vez, en cambio, me hallaba frente al cañón de un régimen de dieciocho semanas de entrenamiento que, de acuerdo con los organizadores de la carrera, había sido diseñado teniendo en mente el estilo de vida sedentario del individuo promedio de sesenta y cinco años. El problema era que yo no me reconocía en ese individuo; para igualarme con él, habría tenido que ser un ciudadano del Olimpo.

Comenzamos con un segmento de entrenamiento básico de seis semanas, consistente en carreras cronometradas que aumentaban cada siete días. Me sorprendió que esta fase fuera tan simple. Al cabo de la sexta semana estaba seguro de que no necesitaría una camilla para cubrir los 20 kilómetros de la carrera y cruzar la línea de meta.

No obstante, las cosas cambiaron cuando iniciamos el entrenamiento de distancia. Como indica este nombre, el avance se mediría ahora en kilómetros, no en minutos. Peor todavía, los días de entrenamiento se dividirían en tres clases: fáciles, difíciles y largas. Yo añadí una clase más en las doce semanas siguientes: “Es broma, ¿verdad?”. Por si fuera poco, grupos de músculos que desconocía cobraron existencia de un modo muy doloroso. Si corría más de 5 kilómetros, las rodillas me crujían como castañuelas y mi cadera clamaba piedad. ¡Incluso me daban calambres en las piernas!

La solución a mi dilema resultó ser vergonzosamente sencilla. En mi juventud jamás les di importancia a los estiramientos antes de correr y hoy son mi religión. Como un ferviente converso, coleccioné un extenso repertorio de ejercicios para reducir o eliminar torceduras, esguinces, tirones de músculos y lesiones más graves. Autodidacta en un sinfín de achaques propios de los corredores, pronto hablaba con autoridad de toda suerte de tratamientos, para dolencias que iban de la fascitis plantar al síndrome de dolor patelofemoral. Más aún, descubrí que alternar frío y calor hace maravillas después de una carrera, así que siempre le estaré agradecido a quien inventó la bolsa de hielo. Aparte de mi esposa, esta bolsa me hace ahora constante compañía, y la bauticé como Freón.

Dos semanas antes del evento, aún teníamos que conseguir nuestra carrera más larga: ¡de 15 kilómetros! Para entonces, el rendimiento de mi esposa ya era superior al mío. Terminó esta prueba con un promedio de 13:15 minutos por cada 1.5 kilómetros, mientras que yo no corrí. En las dos semanas previas me habían aquejado nuevas dificultades que perjudicaron mucho mi desempeño. Unos días antes de la magna carrera, decidí que trabajaría en la caminata de velocidad, con la esperanza de acometer sin lesiones mi media maratón.

Justo una semana antes del gran día, a mi esposa le dolía tanto un tobillo que le era imposible caminar, y más todavía correr. Todo indicaba que tendríamos que renunciar a nuestro proyecto, pese a que ya habíamos invertido tanto tiempo en entrenar. Una visita al médico y una radiografía después nos señalaron que aquélla era una lesión por exceso de uso y que mi mujer estaría en condiciones de competir si dejaba en paz sus pies durante los siete días restantes.

El día del maratón nos levantamos a las tres de la mañana, luego de dormir un par de horas de modo intermitente, y a las 3:40 salimos hacia Los Ángeles. Dejamos el coche en un estacionamiento en Santa Mónica, a unas cuadras de la línea de meta. A pesar de que estaba oscuro y había mucha neblina, el sitio era un hervidero de actividad. Mi esposa y yo abordamos los autobuses a nuestros respectivos puntos de partida: ella al Dodger Stadium, yo a Hollywood.

Tres horas después de iniciado el maratón, yo estaba en medio de otros “cerradores” en el punto de relevo de Sunset Boulevard y buscaba entre los atletas a alguien que portara la camiseta distintiva de nuestra organización. Entrecerré los ojos y detecté un destello naranja que se movía en una forma familiar. ¡Segundos más tarde vi a mi esposa! Pese a sus achaques, este cuerpo aún es capaz de hacer cosas que creí inconcebibles. La vitoreé cuando llegó al área de entrega de la estafeta, con un tiempo de tres horas, diecinueve minutos. ¡Me sentí muy orgulloso de ella!

Nos abrazamos, posamos brevemente para una fotografía y emprendí mi parte del relevo. Tres horas, cuarenta minutos más tarde crucé la línea de meta, en calidad de un percherón con bursitis, pero terminé. Mi esposa corrió hasta mí y me envolvió en sus brazos. Contemplamos nuestras medallas, la suya con una silueta de Los Ángeles y la mía con una escena de playa.

Aunque correr ese maratón resultó formidable, eso no fue todo. Gracias a la generosidad de nuestros familiares y amigos, recaudamos mil doscientos dólares en pro de la causa del agua potable en África. Y aprendí que, pese a sus achaques, este cuerpo aún es capaz de hacer cosas que creí inconcebibles. Las siestas son muy satisfactorias, por supuesto, pero no tanto como correr 25 kilómetros a la semana. Y por lo que toca a perseguir a mis nietos, ¡el abuelo es ahora el último que se cansa!

Debo concluir este relato. Tengo que llevar a mi esposa a la pista de la preparatoria donde entrena para el maratón de este año.

Si me preguntas por qué yo no voy a participar, te miraré con una gran sonrisa y responderé cortésmente:

—¿Estás loco?

~Mark Mason



Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ

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