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¿Quién es esa chica?

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Un barco está a salvo en el puerto, pero no fue hecho para eso.

~JOHN A. SHEDD

Me detuve en seco cuando vi mi reflejo en el espejo del baño. La cabellera plateada que brillaba ante mí me sacaba de balance todavía. Apenas un año atrás aún mostraba el intenso y lustroso color caoba de mi juventud, gracias a mi cita demasiado frecuente con el frasco de tinte. Y la verdad sea dicha, si hubiera sido capaz de detener el tiempo habría seguido siendo la morena imponente de mi juventud. No obstante, el año anterior había decidido que, si el cambio iba a venir —y era obvio que ya había llegado—, lo controlaría y no me limitaría a sobrevivirlo: prosperaría con él. Así pues, para disgusto de mis amigas, encanecí… a propósito. ¡Y qué glorioso plateado era éste, espeso, largo, suave y radiante! ¿Quién habría supuesto que debajo de tantas pretensiones aguardaba toda esa chispa?

Así que ahí estaba yo, apenas cumplidos los cincuenta y cinco años. El mundo me llamaba ahora “persona de la tercera edad”. Podía obtener un descuento en el súper. Era esposa, madre y, sí, abuela. Pese a todo, me asombraba que los años hubieran pasado tan rápido. ¿Por qué nadie me había advertido que, cuando cruzamos cierta barrera, el mundo nos concibe de otro modo? Anuncios de ciertos medicamentos comenzaron a aparecer en mis portales de noticias. ¿Mi madre se había sentido así cuando cruzó esta línea? Contuve las lágrimas que me provocaba siempre el recuerdo de mamá, quien había fallecido cinco años antes. Cuando pensaba en ella, me ponía a hacer cuentas mentales. Cuando tenía cincuenta y cinco, yo apenas tenía diecinueve, y estaba recién casada y segura de que lo sabía todo. ¡Cuánto cambian las cosas con el tiempo! ¿Cómo dijo Bob Dylan en su canción “My Back Pages”? “Era entonces más viejo. Ahora soy más joven.”

A últimas fechas, mi imagen en el espejo parecía burlarse de mí, como si preguntara: “¿Eso fue todo lo que lograste? Una vida cómoda. Un trabajo confortable. Ir y venir tranquilamente del trabajo todos los días. ¿Pasarás así el resto de tu vida: cómoda, a gusto y mortalmente aburrida?”.

Encanecí… a propósito.

Y estaba cómoda, en efecto. Aunque predecible, mi vida era satisfactoria. Aunque predecibles, tenía amigos muy valiosos. Mi esposo y yo cenábamos a la misma hora cada noche. Veíamos los mismos programas de televisión. Hacíamos las compras en el mismo súper. La vida era placentera, y yo me sentía bendecida y llena de gratitud.

Pero detrás de esa fachada de cincuenta y cinco años aún había un rescoldo de mi juventud. Y esa parte no cesaba de decirme que la vida no se reducía a eso. No cesaba de recordarme que no tenía que resignarme a declinar. Era probable que hubiera todavía cosas que aprender y nuevas experiencias por vivir si me atrevía a abandonar mi cómoda rutina. Pensé en mi madre una vez más. A mi edad, ella, que fue ama de casa toda la vida, ya había obtenido su licencia de conducir y regresado al trabajo y la escuela. A mi edad, no se había dado por vencida. De hecho, entonces había comenzado a vivir de verdad.

¿Me atrevería a seguir su ejemplo? ¿Podría terminar esa segunda carrera que había iniciado? ¿Podría dejar ese confortable empleo y esta cómoda vida y salir a ver qué más me esperaba? Mi esposo ya se había jubilado. Nuestros hijos eran adultos. De hecho, nos pedían constantemente a ambos que nos mudáramos a la ciudad, para que viviéramos cerca de ellos. ¿Podría renunciar a todo lo que conocía y reconstruirme? ¿Cómo reaccionarían los jefes frente a una mujer de cabellera cana que competía por un puesto con los millenials?

Me pregunté qué habría dicho mi madre de este absurdo plan y reí. Sabía exactamente qué habría dicho.

Seis semanas después, las cajas estaban casi listas. Se había pagado el depósito del nuevo departamento en la ciudad. Había cambiado de empleo. Mi cabello canoso no había representado ningún obstáculo. De hecho, a mi nuevo jefe le habían agradado mucho mi seguridad, autenticidad y experiencia. Y la verdad es que también yo me agradaba más a mí misma en los nuevos tiempos.

Sentí tristeza cuando me despedí de mis compañeras de trabajo, pero después subí de un salto a mi flamante automóvil con palanca de velocidades al piso que acababa de comprar un mes antes. Iba lleno hasta el tope de cosas que no habían cabido en el camión de mudanzas. Cuando me puse mis lentes oscuros y ajusté el espejo retrovisor, me vi otra vez por un instante, sólo que ahora pensé: ¿Quién es esta bella, segura y emocionada mujer que me mira? ¿Adónde va?

Mientras retrocedía y aceleraba para dejar atrás mi antigua oficina y mi vida pasada, me pregunté qué traería consigo el siguiente capítulo de mi existencia. No lo sabía, pero sin duda iba a descubrirlo. Y no tenía miedo.

~Geneva France Coleman



Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ

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