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En el futuro

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La educación no consiste en llenar una olla sino en encender una hoguera.

~W. B. YEATS

En virtud de que su hermana tenía hábitos obsesivo-compulsivos, mi madre hacía hasta lo imposible por diferenciarse de ella. Desde niñas, su hermana menor se imponía un régimen estricto y ordenado, cuando mamá carecía de toda disciplina, para disgusto de su metódica madre.

Cerca de cumplir setenta años, mamá era otra. Atrás había quedado la época en la que experimentaba con nuevas recetas o salía a explorar tiendas desconocidas. Pese a sus numerosos hijos, en ese entonces hallaba tiempo todavía para tomar clases de decoración de pasteles y aprender el arte de la costura y el bordado japoneses. Le gustaba viajar y probar comidas exóticas. Ahora, en cambio, anhelaba su cómoda rutina de avena con fruta en las mañanas, el periódico todos los días y sus programas de televisión por la noche. Más allá de las visitas de sus nietos, no tenía vida social, y nos preocupaba que su esfera se redujera cada vez más. Aunque yo compartía estas preocupaciones con mis hermanas, pensábamos que ese retraimiento y alejamiento formaban parte del proceso de envejecer.

El mundo alrededor de mi madre evolucionaba rápidamente, pero como ella vivía con la familia de mi hermana no tenía ninguna necesidad de aprender a “operar” nuevas herramientas o aparatos para ponerse al día. “Cambia de canal, por favor.” “¿Qué control remoto es éste?” “Ayúdame.” Todos la complacíamos con gusto, hasta que descubrimos que había perdido interés en hacer las cosas por sí misma.

Mi hermana le compró un teléfono celular, con el que se entendió fácilmente gracias a que todo se reducía a oprimir botones como en un aparato fijo. Le encantaba hablar con nosotras dondequiera que estuviera, aun cuando dábamos por descontado que no nos devolvería la llamada si le dejábamos un mensaje. La recuperación de éstos implicaba más pasos de los que a ella le interesaba aprender.

—Si alguien quiere hablar conmigo, que llame de nuevo —sentenciaba.

Protestaba si le enseñábamos a usar las funciones adicionales del teléfono, o del control remoto del DVD o la televisión por cable.

—¡Olvídenlo! ¡Es muy confuso!

Apartaba la mirada de lo que le mostrábamos. Ni siquiera toda la persuasión del mundo habría sido capaz de convencerla de que probara algo nuevo, aun si le decíamos que podría ver Hawaii Life y otro programa local al mismo tiempo si usaba el control remoto del cable.

Un día la comparé con su hermana, quien se negaba rotundamente a aprender a usar un celular, una computadora o incluso un nuevo electrodoméstico. Apenas tres años menor que mamá, mi tía había renunciado a manejar desde décadas atrás y delegaba en su esposo la lectura de la documentación de impuestos y los manuales de los aparatos. Pese a que tenía cable, veía nada más los tres mismos canales de siempre. Sana de cuerpo, su mente daba indicios de un deterioro prematuro. Ya fuera a causa de una rivalidad con su hermana o del temor a que se pareciera a ella, cuyo riguroso horario le irritaba, el hecho es que a partir de entonces mamá puso más empeño en hacer uso cabal de la tecnología. Supongo que comprendió que lo correcto era forzar al cerebro para que aprendiera cosas nuevas, aun si esto implicaba un poco de esfuerzo y frustración.

El día que recibió sus nuevos aparatos para el oído, escuchó con atención las explicaciones del audiólogo sobre cómo cambiar las baterías. Llegado el momento de hacerlo, yo manipulaba las piezas con torpeza y ella exclamaba:

—¡Puedo hacerlo!

Y lo hacía. Mi sorpresa sólo se equiparaba con su orgullo.

Un día le pidió a mi hijo que le enseñara a usar la computadora. Copropietario de un negocio de tecnología de la información, él podría introducirla en el empleo de los dispositivos que quisiera. Luego de cierta resistencia preliminar, por fin se sentó al teclado mientras él le enseñaba pacientemente a iniciar sesión y teclear la contraseña que le había asignado.

De repente, mamá estaba en contacto otra vez con sus amigas de la preparatoria en Hawái. Le contestaban sus correos, se escribían a diario y hacían planes de reunirse en Las Vegas, algo que aquéllas hacían cada año. Su mundo se amplió de nuevo conforme aprendía a visitar diferentes páginas web, y le encantaban las recetas y noticias “de casa” a las que tenía acceso con un solo clic en el ratón. Más tarde me enteré de que ya bajaba los videos adjuntos que le enviaba su hermano, quien vivía lejos, y que buscaba en Google información médica sobre su más reciente hipocondría.

A menudo oía que mi hijo hablaba con ella en su celular y la guiaba una vez más para que iniciara sesión o le recordaba su contraseña, que ella “había anotado en alguna parte”. Contestaba muchas de sus llamadas de servicio, a fin de reinicializar la conexión con cable, conectar una impresora o ajustar el tamaño de la pantalla para que ella no forzara la vista.

Supongo que comprendió que lo correcto era forzar al cerebro para que aprendiera cosas nuevas.

—¡Aprende a usar la computadora! —reprendía a su hermana—. Te enterarás de muchas cosas. ¡Recibirías el Honolulu Star Bulletin!

Obstinada por naturaleza, su hermana se negaba y mi madre chasqueaba la lengua.

—¡Qué lástima! —decía—. Ella se lo pierde.

Resultaba muy grato saber que mamá ya no se perdía de nada. Me gustaría afirmar que esto le salvó la vida, pero al menos se la cambió y la mejoró. Esto me hizo reflexionar acerca de mis hábitos. ¿Aprendía todavía cosas nuevas? Aunque más variada que la de mi madre, mi vida no carecía de rutinas, en el hogar y el trabajo. Mis pasatiempos eran entretenidos, pero tampoco me animaban a aprender algo nuevo.

Mi familia y yo evaluamos nuestra situación y nos percatamos de que no aprendíamos nada nuevo. Cuando inspeccioné el jardín, me inquietó descubrir que las hojas del aguacate tenían las puntas oscuras. En el pasado, le telefoneaba a un experto que nunca me devolvía la llamada y pronto olvidaba el predicamento del árbol. Ahora, un par de búsquedas en Google me señalaron que era probable que la sal del fertilizante, que yo había utilizado de modo incorrecto, lo hubiera quemado. Cuando se lo comenté a mi esposo, se me ocurrió que, en lugar de contratar “expertos”, nosotros podíamos serlo con la información disponible. Fue así como encontré en internet un curso de maestría en jardinería del Departamento de Botánica de la Oregon State University. ¡La primera clase era gratuita!

Por su parte, mi esposo había pensado contratar a alguien que empotrara las lámparas de la cocina y cableara algunos muros para que fuera posible instalar varias pantallas de televisión.

—Aprenderé a hacerlo —dijo.

Le recordé que una amiga mía tomaba clases de electricidad, así como para hornear panes artesanales y cambiar el aceite, la batería y los frenos de su automóvil.

Ambos creíamos que la información que se obtenía en internet —que de tan repetida parecía veraz— nos exentaba de realizar estudios serios, cuando lo cierto es que la búsqueda de conocimientos más profundos produce una satisfacción enorme. Los dos experimentamos una emoción que no habíamos sentido en mucho tiempo, similar a la que tienen los aspirantes que sueñan con su primer día en la universidad. Era inconfundible: ¡nos sentimos jóvenes de nuevo!

En ocasiones es preciso que algo nos sacuda. Cuando mamá salió por fin de su zona de confort, nos enseñó a todos a seguir creciendo.

~Lori Chidori Phillips



Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ

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