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Cuento de hadas en Australia

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Si te aceptas como principiante, en todo momento aprenderás cosas nuevas. Si lo consigues, el mundo se abrirá por entero para ti.

~BARBARA SHER

Un sujeto golpeaba desesperadamente la ventanilla de mi auto para llamar mi atención.

—¿Se encuentra bien? ¿Se encuentra bien?

Aunque me daba vueltas la cabeza y estaba un poco aturdida, bajé el cristal.

—Sí, estoy bien. ¿Qué ocurrió?

—¡Se estampó contra mi auto! —respondió agitado—. Giró desde el carril izquierdo y se impactó en mi cajuela. ¡Gracias a Dios está bien!

—Supongo que me dormí —lo miré en un estado de pasmo, todavía atontada y confundida.

—Quédese aquí —dijo—. Llamaré a la policía.

Mi auto estaba varado en la orilla de la autopista I-95 South, al norte de Boca Ratón, Florida, donde yo vivía. Eran las tres de la mañana y minutos antes me dirigía a casa tras haber prestado un servicio de emergencia; un paciente había sufrido un infarto mientras se le practicaba una cateterización cardiaca para aliviar una angina severa. Esto es lo que los anestesistas llamamos un “desastre de labcat”. Luego de tres horas de recibir respiración asistida continua, el paciente fue trasladado a la unidad de terapia intensiva. Mi labor había concluido y estaba agotada.

Lo último que recordaba era que manejaba a 145 kilómetros por hora sobre la autopista. Me acordaba de que había rebasado a un vehículo en el carril izquierdo… pero nada más. Ahora me hallaba en mi accidentado BMW 325i al costado del camino y contemplaba el horror de mi situación y mi reciente roce con la muerte.

Ésta no era la vida que había imaginado para mí. Menos de dos años después de que inicié mi carrera como anestesista cardiaca, ya quería tirar la toalla. Trabajaba más de setenta horas a la semana con un cirujano mediocre y arrogante que padecía un grave complejo de Dios. Pasaba mi tiempo libre con mi novio alcohólico y dos gatos. Vivía en un departamento en la playa con vista al Intercoastal Waterway en la pequeña ciudad de Nueva York en el sur de Florida, donde pinzones congestionaban las calles de octubre a abril y los edificios rosas eran tan comunes como la maleza. Estaba exhausta, estresada y desencantada. Había llegado la hora de que reevaluara las cosas e hiciera un cambio.

Era una vida sencilla y mi corazón había dejado de correr.

Tres meses más tarde, ya había hecho las maletas, mis gatos tenían otro hogar, mis pertenencias personales estaban bajo resguardo y había vendido mi BMW. Mi guitarra, laptop, dos maletas y yo íbamos camino a Australia, con la ilusión de empezar de nuevo.

Nunca antes había viajado tan lejos, y mi corazón se aceleró cuando abordé el jumbo de Qantas con destino a Cairns, en Far North Queensland, Australia. Ubicada 1,500 kilómetros al sur del ecuador, esa hermosa comunidad costera adyacente a la Gran Barrera de Coral sería mi hogar los doce meses siguientes. Había sido contratada como anestesista en el Cairns Base Hospital del país de los koalas, los canguros y los diez ejemplares más mortíferos de igual número de especies, ¡desde serpientes y arañas hasta tiburones y las medusas venenosas irukandji! Mi único contacto previo con esa nación había sido la película Crocodile Dundee, en la que el cazador de cocodrilos Steve Irwin asombró al mundo con sus locas ocurrencias y exclamaba “¡Caramba!” durante sus enfrentamientos con cocodrilos.

En el aeropuerto me recibió un hombre barbado y gigantesco que vestía una camisa de mezclilla de manga corta con las axilas manchadas de sudor, pantalón corto y unas sandalias ligeras que apenas cubrían sus sucios pies. Su desenfadada y estruendosa voz era hospitalaria y cordial, y cuando se presentó como mi supervisor quedé gratamente sorprendida. En Boca no se veían cosas así.

Mientras avanzábamos del lado izquierdo sobre avenidas flanqueadas por palmeras en dirección a mi nuevo departamentito frente al hospital, reímos mucho en tanto tratábamos de descifrar nuestros respectivos acentos. Pronto me instalé en mi cama y dormí las veinticuatro horas siguientes. Gracias a esto, mi revuelto cerebro se libró de todo el estrés y la agitación: el accidente, el trabajo, mi relación, la fatiga crónica… Dejé que todo se esfumara al tiempo que entraba a un sueño maravilloso arrullada por las cigarras y las cucaburras.

Pasaron cuatro meses y por fin me sentía tranquila de nuevo. Pese al temor y ansiedad que había sentido por haberme mudado a un país que no conocía, tenía los pies bien puestos sobre la tierra. En un corto lapso me hice amiga de las enfermeras de la sala de operaciones, con quienes cada semana disfrutaba de una taza de té en las cafeterías locales, y los fines de semana de parrilladas en sus casas con sus familias. Visitaba la selva, escalaba montañas, buceaba en el Mar del Coral y escribía canciones con otros jóvenes médicos. Más de un fin de semana elegía la soledad y el silencio y caminaba por la playa, a unos pasos de mi puerta. La claridad y la paz acariciaron mi alma en ese periodo. Aquélla era una vida sencilla y mi corazón había dejado de correr.

Una noche, mi mejor amiga me preguntó en nuestra cafetería favorita:

—¿Aún no has salido con un australiano?

Todos rieron y yo enrojecí, pero la respuesta fue un definitivo “no”. Ésa no era la causa de que me hubiese mudado a su país. Con todo, mis amigos me alentaron a que me divirtiera un poco, así que ¿por qué no? Seguí su consejo y tres semanas más tarde ya tomaba un café con un encantador hombre rubio de ojos azules y el acento australiano más suave y exquisito que hubiera escuchado jamás. Me mostró fotografías de su casa y finca, de poco más de una hectárea de extensión, que alojaba un vivero y arbustos nativos. También tenía un pastor ganadero australiano llamado Diddles y un arroyo que atravesaba su jardín. Triunfador por mérito propio, vivía entre plantas y buscaba al amor de su vida, con quien pudiera compartir todo eso. ¿Quién habría podido resistirse a una invitación así?

Dos días después nos reunimos en un poblado a medio camino entre Cairns y su ciudad natal, Cardwell. Me llevó a una cueva arenosa y solitaria ¡donde preparó la más deliciosa parrillada en la playa que una chica podría soñar! El menú consistió en camarones, bistecs, cebollas, papas, algunas latas de cerveza e inmensas y jugosas naranjas de postre. Vimos ponerse un ardiente sol y salir la brillante luna, y pasamos varias horas bajo las estrellas en tanto explorábamos la vida de cada cual.

Éste no había sido el plan cuando, en un arranque de fe, dejé mi patria meses antes, pero sucumbí con gusto a ese idílico estilo de vida y me enamoré. Cinco meses más tarde, mis amigos australianos asistieron a una boda en un jardín en la ciudad montañosa de Yungaburra, un cuento de hadas hecho realidad. Dos años y dos bebés después, me sentía bendecida por haber sobrevivido al accidente que cambió mi vida y me motivó a volver a empezar al otro lado del mundo.

~Shari Hall



Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ

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