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Cálida y conocida

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Las perlas no yacen en la playa. Si quieres una, tendrás que buscarla en el fondo del mar.

~PROVERBIO CHINO

Cuando mi madre murió, me di cuenta de que había incumplido las dos promesas que le hice: una, que no moriría sola, y dos, que yo viviría al máximo. Fallé miserablemente en la primera, y en cuanto a la segunda, ¿cuántos de nosotros la cumplimos? ¿Cuántos corremos riesgos y nos atrevemos a pisar donde los demás no se aventuran?

Todos tenemos responsabilidades, así que cuando le dije a mi madre que viviría al máximo, una parte de mí sabía en el fondo que era mentira. De hecho, su muerte me dejó aturdida. Tenía dos hijos y cada día satisfacía las obligaciones de un ser humano normal, pero sabía que era un caparazón.

Trabajaba como asistente en una cárcel y cada noche volvía con mi familia a un pequeño departamento en la ciudad. No era gran cosa, pero la renta estaba a nuestro alcance. Y aunque los ruidos y olores de la vida urbana subían por la escalera, nuestra casa estaba decorada como una cabaña en una playa remota. Marinas cubrían las paredes, conchas eran nuestros adornos principales e incluso teníamos un pequeño letrero de madera que decía “Vida de playa”.

Dedicaba mis días a forjar una vida nueva al tiempo que cumplía mis responsabilidades.

Por desgracia, esas responsabilidades conllevaban un alto grado de desesperanza. Mi oficina se ubicaba en el ala de la prisión que alojaba el centro de salud. Los internos acudían a él en busca de remedios para toda clase de afecciones, desde picaduras de araña hasta síntomas de abstinencia. Fue así como conocí a un interno que poseía un extraño atractivo. Tenía siempre un aire de tristeza, aunque decía cosas positivas. Me hablaba de los errores que había cometido y aseguraba que, por encima de todo, deseaba volver a empezar. Quería vivir en paz. Anhelaba ver salir de nuevo el sol, comer un mango en la playa y besar a una chica en el asiento trasero de su convertible. La mayoría de los reclusos hablaban de grandes sueños y esperanzas, pero no les creía. En cambio, daba la impresión de que este chico tenía un plan sólido, más allá del de comer mangos. Y a diferencia de los demás, parecía saber lo que había hecho mal y estaba dispuesto a corregirse.

Dedicaba mis días a forjar una vida nueva al tiempo que cumplía mis responsabilidades.

Me llené de alegría el día que fue puesto en libertad. Se había prometido cambiar y juró que no volvería a verme jamás.

Cuando se marchó, sentí una punzada. ¿Era tristeza o envidia? Pese a que yo salía cuando quería, cuando me marchaba no dejaba de sentirme atraída por ese obsesionante lugar. Envidiaba a los internos que salían y jamás regresaban.

Pero no cesaba de hacer lo mismo todos los días. Iba a trabajar, y cuando regresaba a mi estrecho y pequeño departamento soñaba con una vida diferente en medio de mis conchas marinas.

Un día invité a cenar a unos amigos. No fue nada del otro mundo, ni un cumpleaños o fiesta, sólo una reunión de amigos que disfrutaban de su mutua compañía y una botella de vino. Reímos y bromeamos acerca de nuestros planes para el verano.

Una amiga dijo:

—¿Qué importa lo que planeemos? Este departamento es lo más cerca que Erin llegará a la playa en toda su vida.

Todos rieron, y yo sonreí mientras estaba furiosa por dentro, en gran medida porque sabía que ella tenía razón. Que yo había renunciado a vivir de verdad.

Volví al trabajo, a los confinamientos, uniformes rojos y paredes de tabicón con apenas unas diminutas ventanas que dejaban entrar la luz. ¿Era tan malo que viviera de ese modo? Tenía un empleo estable y un techo que me cubría. Y aunque algunas noches el tráfico no nos dejaba dormir, eso no importaba; ya estábamos acostumbrados.

Un día lo vi en compañía de otros internos, que reía en tanto esperaban su turno para salir al patio.

Era él, y ver que reía me sacudió. Verlo de nuevo en la cárcel fue una sensación devastadora para mí.

Permanecí inmóvil durante minutos que parecieron horas; miraba su despreocupación pese a que estaba encarcelado de nuevo. Cuando me vio, sonrió, agitó la mano y se acercó a saludarme con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Cuándo regresaste? —le pregunté.

—Hace unos días —contestó—. ¿Me extrañaste?

—Creí que jamás volvería a verte.

Se encogió de hombros y se acercó un poco más.

—Mi vida es una porquería —me dijo—. Una absoluta porquería. Nado en ella las veinticuatro horas del día. Pero el asunto es éste: que es mi porquería. Y lo curioso de la suciedad es que, aunque apeste, es cálida, ¿cierto? Cálida y conocida.

Ahí estaba. Esa verdad explicaba por qué él y todos los demás en este planeta no abandonan nunca su rutina. Por qué evitamos los riesgos y no nos aventuramos. Porque, aun en medio de la porquería, es nuestra, cálida y conocida.

Esa breve conversación con él me hizo cambiar. Decidí que, aunque desgarradora, la muerte de mi madre era un recordatorio eficaz de que la vida es preciosa y no debemos desperdiciar un solo segundo de ella. Decidí que había llegado la hora de que saliera de mi porquería y siguiera adelante. Dejé mi empleo sin saber adónde iría, empaqué nuestras pertenencias y me mudé a la playa.

Fue un buen paso para vivir como en verdad quería. No sabía lo que haría o adónde iría, pero al menos actué con la mirada puesta en el mar.

~Erin Hazlehurst



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