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De la ópera al hockey

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No olvides que lo importante es que estés dispuesto a renunciar a lo que eres por aquello en lo que podrías convertirte.

~W. E. B. DU BOIS

Le llamé a mi esposo al trabajo.

—Larry, tengo una buena noticia y una mala —le dije—. ¿Cuál quieres que te dé primero?

Como el buen esposo que es, me siguió la corriente.

—Dame la buena.

—Que hoy podrás dormirte temprano.

—¡Vaya, qué bien! ¿Y la mala? —preguntó.

—¡Que iremos a la ópera!

La ocasión más reciente en que lo obligué a ir se durmió. Yo misma tuve que admitir que había sido una producción aburrida. Pero cuando alguien nos regaló boletos para mi ópera favorita, Carmen, pensé que Larry la disfrutaría. Al ver que cabeceaba de nuevo, dejé que durmiera. Lo desperté cuando sus ronquidos ya apagaban la voz de los cantantes.

Aunque siempre hemos tenido los mismos valores, nuestros intereses son tan distintos como… la ópera y el hockey. A mí me fascinan las artes y él es aficionado a los deportes. Su gran pasión es el hockey de la nhl. Durante años ha compartido con sus amigos los boletos de la temporada. Admito que a veces me he sentido tentada a vender mi boleto en internet o ponerlo en reventa, aunque nunca le haría eso a mi esposo. En cambio, si él quería ir, íbamos. Yo reclamaba: “¡No de nuevo!”, pero iba.

Asistíamos a los partidos con otras parejas. Al resto del grupo le entusiasmaba ese deporte, aun a las mujeres. Todos conocían a los jugadores y sabían pronunciar sus apellidos de cuatro sílabas.

Concluido el encuentro, pasábamos a comer un bocadillo a la taberna vecina, donde yo decía medio en broma:

—¿Ya podemos volver a casa?

Nuestros amigos me miraban como si fuera de otro planeta.

Me agradaba cantar el himno nacional, pero aparte de la comida, eso era lo único que disfrutaba de nuestras noches de hockey. Si le diera una oportunidad a este deporte, ¿me gustaría? En lugar de agradecer que nos hubieran tocado buenos asientos, me quejaba:

—¡Hace mucho frío aquí!

Mi esposo me ofrecía su saco y yo lo rechazaba.

—Sufriré en silencio aquí sentada —le decía.

Cuando el partido comenzaba, yo tenía el teléfono en mi regazo. Texteaba o fantaseaba casi todo el tiempo. Interrumpía mis mensajes cuando el equipo de casa anotaba. Sabía que lo había hecho porque todos saltaban, daban palmadas en el aire y hacían chocar los puños.

¿Qué les emocionaba tanto de un montón de adultos sobre hielo que golpeaban un disco con un bastón? No lo sabía. Una ocasión en que nuestro equipo consiguió otra anotación, una mujer del grupo se volvió hacia mí y exclamó extasiada:

—¿No es grandioso?

Pese a que no debí hacerlo, respondí sarcásticamente:

—¡Ay, sí! ¡Qué emoción!

Lamenté casi de inmediato mi malicioso comentario.

Empecé a preguntarme entonces por qué yo era la única que no se divertía. Si le diera una oportunidad a ese deporte, ¿me gustaría? ¿Qué pasaría si cambiaba de actitud?

Miré a mi alrededor a miles de personas cada vez más emocionadas y vociferantes y decidí que al menos debía hacer la prueba, por el bien de mi esposo, si no es que también por el mío.

Tardé varios partidos en ponerme al tanto, pero pronto me enteré de quién era el portero, cuál era nuestro jugador más reciente y quién había sido intercambiado con otro equipo. Cuando el rival anotaba, ahora sentía una sacudida de desaliento con el resto de mi tribu.

Poco después ya preguntaba: “¿Qué es icing?”, “¿Qué es un hat trick?”, y cosas por el estilo. Revisaba el programa para ver de qué parte del globo procedían nuestros jugadores.

Mi interés sorprendió a mi esposo. ¡Yo misma estaba asombrada! El frío no me incomodaba más. Ya no me dedicaba a ver el reloj ni a contar los minutos que faltaban para que nos marcháramos. El tiempo volaba. El partido terminaba antes de que me diera cuenta.

Cuando nuestro equipo ganaba, daba saltos de genuino frenesí. En las noches de triunfo, vitoreaba con los demás al salir del estadio.

—¿Vendrán al juego de la semana próxima? —preguntaba alguien.

Yo volteaba a ver a Larry.

—¿Podremos hacerlo, cariño? ¿Podremos?

Lo hacíamos, y acudíamos con frecuencia. En poco tiempo aprendí los términos y ya discutía diestramente con mi esposo todos los detalles de cada encuentro. Hoy nadie sospecharía que no fui fanática del hockey desde niña.

Nuestros amigos no podían creerlo cuando me vieron por primera vez con el vistoso jersey verde del equipo.

—¿Que fue de tus sacos de marca? —se burlaban.

Larry estaba muy complacido. Para nuestro aniversario, dijo que quería recompensar mi gentileza y que hiciéramos solos algo especial. Esto me encantó.

—Te llevaré a la ópera —afirmó radiante.

Yo tenía la esperanza de que esa noche fuéramos al hockey y lamenté su decisión, pero no se lo dejé ver. Lo abracé y besé afectuosamente.

La ópera fue tan grata que Larry no se durmió, aunque admito que no pude evitar echar un vistazo a mi teléfono para consultar el marcador del encuentro de hockey. Después de todo, ¡estábamos en las eliminatorias!

Hoy es mucho más divertido para mí tener todo en común con mi esposo. Incluso es probable que adopte el golf.

Entretanto, me muero de ganas de que ganemos la Stanley Cup.

~Eva Carter



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