Читать книгу Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ - Amy Newmark - Страница 20

Bajar del bote

Оглавление

¿Deseas estar seguro y protegido o correr riesgos y ser grande?

~JIMMY JOHNSON

–Los alumnos de preparatoria no estiman a sus maestros, mamá. No serás feliz en esa escuela.

A mi hija le preocupaba mi decisión de dejar de dar clases en cuarto grado —un puesto que había ocupado y amado durante once años— para impartir ahora el curso de literatura inglesa en la preparatoria. Y ella no era la única que tenía dudas.

—¿No estás demasiado madura para hacer un cambio así? —me preguntó Mary en el teléfono. Reí, tartamudeé una respuesta y colgué lo más rápido que pude.

¿Estaba cometiendo un error terrible? ¿Debía llamar al director técnico para decirle que no asumiría mi nuevo cargo? Recordé entonces el último año y supe que esa permuta no podía ser una equivocación.

El pasado mes de agosto, la señora Haley, directora del plantel, había lanzado un desafío durante una sesión de maestros.

—¿Se bajarán del bote? —inquirió—. ¿Qué significaría eso para ustedes? —se refería al episodio del Nuevo Testamento en el que el apóstol Pedro mostró su fe y caminó sobre el agua—. Aunque titubeó al final, Pedro fue el único de los discípulos que caminó sobre el agua. Y lo hizo porque se bajó del bote. Quizá sea hora de que ustedes hagan este año algo audaz.

Al salir de la sala de juntas, la señora Haley nos tendió a cada uno de nosotros una lanchita de plástico, para que nos recordara que debíamos ser osados en la planeación de nuestras lecciones y el estudio de nuestras unidades. Sin embargo, yo tenía en mente un paso más ambicioso aún. Desde que había obtenido una maestría en inglés cuatro años antes, algunos padres de nuestra pequeña escuela me habían exhortado a que me trasladara a la preparatoria. El jefe del departamento de inglés me preguntaba con frecuencia si estaba interesada en ese cambio, pero yo me sentía feliz en el cuarto año. Me agradaba el entrelazamiento de temas tan distintos; apreciaba mucho la lectura en voz alta que les hacía a mis alumnos en los silenciosos minutos posteriores al receso; me gustaban la unidad de los océanos, las matemáticas en la mañana y el estudio de los mapas. Pero, sobre todo, ¡adoraba a los estudiantes de cuarto grado!

Aun así, me atraía mucho la idea de que dedicara mis lecciones a hablar de la gran literatura, ver que mis alumnos desarrollaran su capacidad para escribir y sostener con ellos profundas conversaciones sobre temas complejos. Imaginaba lo grato que sería despedirlos en la puerta del aula en lugar de tener que llevarlos en fila hasta el comedor.

Pese a todo, no me decidía a actuar. Un día tras otro, en tanto el invierno daba paso a la primavera, veía el botecito de plástico y pensaba que tenía que salir de mi zona de confort. Al final seguí el ejemplo de Gedeón, uno de mis personajes favoritos del Antiguo Testamento, e ideé un “vellocino”. Si mi cambio a la preparatoria era lo correcto, no dependería para hacerlo de las opiniones de los padres u otros maestros; esperaría a que un administrador me lo pidiera.

A fines de abril participé en una reunión de profesores de primaria. Mientras la directora hablaba de las actividades de fin de año y los viajes de campo, vi que el señor Turner, director de la preparatoria, me hacía señas desde el pasillo. Desconcertada, salí en silencio.

Me invitó a sentarme a una mesa próxima y no se anduvo con rodeos.

—Acabo de enterarme de que tiene una maestría en inglés —me dijo.

—Así es.

—¿Le interesaría dar clases en la preparatoria?

¿No era ésta la señal que esperaba? Debí haber respondido de inmediato que “sí”, pero nunca me ha sido fácil aceptar el cambio.

—Lo pensaré. Deme hasta después de la graduación y le avisaré.

Se mostró generoso.

—Nos daría mucho gusto que se integrara al profesorado de la preparatoria.

Cuando se marchaba, me volví hacia él y le dije:

—Estoy muy contenta en cuarto grado. No deje de buscar a otra persona.

No obstante, la semilla estaba sembrada. Pese a la dicha que me procuraban mis clases de cuarto grado no cesaba de pensar en el curso de literatura inglesa de la preparatoria. Observaba a los estudiantes de ese nivel. Los veía a su salida de la cafetería. Su energía y la facilidad con que reían me fascinaban. Muchos de ellos habían pasado por mi aula años atrás. Imaginaba que los trataba otra vez. Cuanto más pensaba en un nuevo comienzo, más me emocionaba. ¡Tenía que hacerlo!

Un día después de la graduación le llamé al director técnico, quien tomaba las decisiones finales de contratación, y le dije que aceptaría el puesto. Para mi gran sorpresa, vaciló.

—Ya se lo ofrecimos a otra persona —admitió—. Venga a mi oficina para que hablemos.

Aunque de camino a la escuela intenté relajarme, la cabeza me daba vueltas. ¿Qué tal si, en definitiva, no había un sitio para mí? ¿Regresaría a cuarto año? ¿Me sentiría a gusto ahí una vez que había decidido cambiar?

—El señor Turner pensó que no deseaba el puesto —me explicó el director técnico—. Dijo que sus últimas palabras fueron que buscara a alguien más.

Eso dije, pensé, pero también que me diera tiempo hasta después de la graduación. Era inevitable que me sintiera traicionada.

—Es cierto —respondí—. No pensé que hallarían tan pronto a otro candidato.

—Si se le transfiere a la preparatoria dejará una vacante en la primaria —explicó—. Consultaré al consejo para saber qué recomienda.

Esta vez fui yo quien debió esperar. Aproveché ese lapso para descansar —algo que me hacía mucha falta—, ocuparme del jardín y ponerme al corriente en las tareas domésticas que había descuidado durante el año escolar. Mientras quitaba la maleza y limpiaba las ventanas, recordé los meses que había dedicado a mi posgrado, y que en la biblioteca soñaba con que enseñaría lo que tanto me gustaba y me preparaba para mi nuevo empleo. Éste ahora estaba a mi alcance. Deseaba más que nunca la oportunidad.

Días después recibí la llamada del señor Patrick. Contuve la respiración en lo que esperaba a que entrara en materia. No tardó mucho en hacerlo.

—Nos gustaría ofrecerle a usted el puesto de la preparatoria —anunció.

La alegría que sentí en ese instante demostró que había tomado una buena decisión. Cuando mis hijos y amigas trataron de disuadirme, dudé un poco, pero no cedí.

La alegría que sentí en ese instante demostró que había tomado una buena decisión.

Doce años más tarde, todavía amo mi trabajo. Quizá sea cierto que los estudiantes de preparatoria no expresan su cariño con tanto entusiasmo como los niños de diez años, pero tienen sus propios modos de mostrar aprecio y yo lo experimento cada día.

La emoción que experimento cada mañana cuando subo las escaleras, saludo a los alumnos de último año que aguardan afuera de la biblioteca y abro la puerta al final del pasillo es una confirmación incesante de que “bajar del bote” fue un cambio positivo. Suena la primera campanada y las bancas de mi aula comienzan a ocuparse. Una sensación de ilusión se extiende por todas partes.

—¿Qué haremos hoy? —pregunta alguien, y sé que me encuentro en el lugar indicado.

~Sherry Poff



Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ

Подняться наверх