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Incluso a las medusas

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El verdadero autodescubrimiento empieza donde tu zona de confort termina.

~ADAM BRAUN

De chica era muy quisquillosa para comer. Aborrecía tantas cosas que mi mamá se dio por vencida con mi lunch, y en mi mochila encontraba en cambio una bolsa de papas fritas y un frasco de jugo. No se le ocurría otra cosa que no volviera intacta a casa.

Vivíamos en el campo, en una ciudad que tenía una cafetería y dos locales de hamburguesas, así que de todos modos no estaba expuesta a demasiados platillos. Durante mis años formativos ni siquiera hubo ahí una pizzería o un restaurante chino. Recuerdo cuando empezaron a vender yogur en el supermercado; nadie podía creer que a alguien le gustara tomar leche amarga. En mi ciudad natal lo único que se comía era filete con papas, y la gente se enorgullecía de eso.

Todo cambió cuando tenía once años y nos mudamos a un bullicioso suburbio de Nueva York. Mi mamá se había casado de nuevo y mi padrastro había nacido en Israel, tenía una religión distinta a la nuestra y había viajado por el mundo, en medio de increíbles aventuras. No se parecía en nada a nuestros conciudadanos y me encantaba escuchar sus anécdotas sobre los lugares que había visitado y lo que había visto, para no hablar de lo que había comido. Me contó que en Taiwán vio preparar un guiso con medusas.

—Pero no es forzoso que viajes por el mundo para que pruebes guisos nuevos. ¡Aquí tenemos todo eso si vamos a la ciudad! —me dijo en una ocasión.

—¿Incluso medusas? —pregunté.

—Eso y mucho más, y podemos probar todo lo que queramos —contestó.

No estaba segura. No me imaginaba capaz de comer medusas. Aun pensar en ellas me daba náuseas.

Íbamos mucho a la ciudad de Nueva York. Me fascinaba atravesar el inmenso puente sobre el Hudson, me maravillaban las luces y los grandes edificios, caminar por las famosas avenidas que había visto en películas. Me sentía la chica más afortunada del mundo. Mi paseo favorito consistía en explorar las calles empedradas del South Street Seaport, donde en Caswell-Massey comprábamos jabones que olían a almendras. Pero también adoraba Columbus Circle y la heladería que no cerraba nunca y donde podía conseguir un poco de nieve de kiwi y de frambuesa en una pequeña copa de plástico. A mi padrastro le entusiasmaba que mi madre y yo probáramos todo. Y aunque yo no habría podido emocionarme más con la visita a lugares nuevos, algunos de los platillos que él sugería me aterraban.

Su primer objetivo fue la cocina de Medio Oriente, con la cual había crecido. Nos llevó a Mamoun’s, un restaurante de mala muerte en MacDougal Street donde servían falafel y la fila llegaba hasta la calle. En tanto aguardábamos pacientemente para ordenar, los clientes junto a nosotros estrujaban grasosos panes de pita envueltos en papel encerado, de los que escurrían baba ganush y salsa tahini. Yo no sabía qué diablos era todo eso, pese a que mamá aseguraba sin cesar que iba a encantarme. Ella lo había probado muchas veces y, bueno, olía muy bien, pero de todas formas…

Hasta ese momento, mi dieta había consistido en el predecible menú de crema de cacahuate, sopa de pollo con fideos y queso fundido, complementado con cenas dominicales de pollo o roast beef con dumplings. Mi experiencia con sazonadores se reducía a la sal y la pimienta, así que tenía mis reservas. Recordaba que mi abuela me había dicho en una ocasión que en otros países comían animales que nosotros usábamos como mascotas, y me aterraba que se me hiciera comer con engaños ranas o conejillos de Indias. ¿Falafel? ¿De qué estaban hechas esas extrañas bolas verdes? ¿De carne de tortuga?

—Me da miedo comer esto. No quisiera comer animales extraños —le confesé a mi padrastro cuando me tendió mi falafel.

Este comentario le hizo mucha gracia, igual que a mi mamá.

—Creo que debemos decirle la verdad sobre el queso de cerdo —dijo él entre risas—. Antes que nada, cariño, el falafel es vegetariano y se hace con garbanzo, así que estás a salvo. Cómetelo. En segundo lugar, el queso de cerdo… Revélale tú eso, mi vida —miró a mi mamá, que ya tenía la boca llena de hummus.

Ella tomó un largo trago de Orange Crush.

—Has comido animales extraños toda la vida —dijo.

—¡No es cierto! —insistí.

Pero tenían razón. El queso de cerdo era el desayuno más común en mi ciudad natal. Lo había comido desde que empecé a probar sólidos, y esos rectángulos planos y grasosos me enloquecían, sobre todo en combinación con una rebanada de pan tostado con mantequilla. Aun así, ignoraba de qué los hacían, y mi visión del mundo estaba a punto de volar en pedazos.

Había comido cosas “raras” toda la vida y no lo sabía.

—Sí, el queso de cerdo se hace con sobras. Son todas las partes del cerdo que nadie quiere, las muelen y les agregan harina y especias para darles forma de ladrillo. La gente las fríe en su propia grasa y se las come —explicó mamá.

—¿En serio? —pregunté—. ¿Cómo pudiste permitir que comiera eso?

Se encogió de hombros.

—Sabe bien —dijo.

—¡Nunca en la vida volveré a comer queso de cerdo! —declaré.

De repente, mi falafel no parecía tan aterrador. ¿Garbanzo, ajonjolí, pepino y jitomate? ¿Cuál era el problema? Tomé un bocado, después otro y pronto devoraba ese falafel en una banqueta de Nueva York como si no hubiera comido en toda mi vida. ¡Si mis paisanos me hubieran visto entonces! ¡Esa cosa estaba deliciosa!

Aquella noche tuve una revelación. Había comido cosas “raras” toda la vida y no lo sabía. Y me habían gustado, lo cual quería decir que no había nada que temer. Si el falafel era tan sabroso, ¿de qué otras cosas me había perdido? Comprendí que deseaba explorar los sabores de la ciudad tanto como sus paisajes y sus sonidos. Lo probaría todo, decidí. Lo peor que podía pasar era que algo no me gustara, y si eso sucedía, ¿qué importaba? Podría probar otra cosa. Nadie me obligaría a comer nada que no fuera de mi gusto.

En el tiempo transcurrido desde mi primer falafel, he cumplido mi promesa de probarlo todo, lo cual me ha abierto un mundo de sabores fascinantes. La comida y la cultura me apasionan, y he probado los platillos nacionales de todos los países que se han cruzado en mi camino. Esto contribuye a garantizar mi exposición a tantas cosas nuevas y diferentes como sea posible. Incluso a las medusas.

~Victoria Fedden

Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ

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