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No hay mal que por bien no venga

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Un hombre no descubrirá mares nuevos si no tiene el valor de perder de vista la playa.

~ANDRÉ GIDE

Corrí a contestar el teléfono. Esperaba esta llamada de mi esposo, quien estudiaba teología en una universidad a 1,500 kilómetros de mi ciudad. Ambos sabíamos que tendríamos que mudarnos cuando se graduara, así que ansiaba enterarme de cuál sería su primer destino.

—¿Adónde iremos? —solté.

—A Iqaluit —contestó con lentitud y vacilación.

—¿Adónde? —repetí.

Tropezó de nuevo con la pronunciación pero respondió:

—A Iqaluit.

Jamás había oído hablar de ese sitio, y menos aún pronunciado su nombre, así que le pregunté dónde estaba.

—En la isla Baffin —fue su respuesta.

—¿Qué? ¿En la isla Baffin? ¡Eso está en el Ártico, en el techo del mundo! ¡Es un área totalmente cubierta de hielo y nieve! —exclamé. Pensé que de seguro me estaba gastando una broma y añadí—: ¡Bueno, ya estuvo bien! Deja de tomarme el pelo y dime adónde iremos en verdad.

Repitió:

—A Iqaluit, en la isla Baffin.

No podía creer a mis oídos. La isla Baffin era el último lugar en la Tierra que querría visitar, ¡y menos todavía habitar! Estaba muy lejos y sólo podía llegarse a ella por vía aérea. No vería a mis amigos y familiares durante un año al menos, porque el costo del vuelo era prohibitivo. Yo había afirmado que iría adondequiera que Dios nos enviara, pero ¿a Iqaluit?

Tardé varios días en reponerme. Saqué el atlas, identifiqué el lugar y me enteré de que Iqaluit se encontraba en el flamante territorio de Nunavut, de dos años de antigüedad, situado en el extremo norte de Canadá. En ese entonces, aquella ciudad tenía más de seis mil habitantes, ochenta por ciento de los cuales eran inuits. ¡Por primera vez en mi vida pertenecería a una minoría en medio de una cultura distinta! ¿De verdad quería ir a ese sitio?

La isla Baffin era el último lugar en la Tierra que querría visitar, ¡y menos todavía habitar!

En el fondo sabía que debía cumplir la promesa de que iría donde Dios nos enviara. Además, el obispo nos había dicho que nuestro compromiso duraría sólo un año.

Tenía tres meses para empacar y hacer todos los preparativos para la mudanza. Había días en los que la perspectiva de ver y hacer algo diferente me emocionaba, pero en otros no paraba de hablar sola. Después de todo, estaba por cumplir cincuenta y siete años. ¿No debíamos estar pensando en nuestro retiro en vez de emprender una aventura?

Mi esposo volvió a casa a mediados de abril y nos ocupamos juntos de los últimos detalles del traslado. Cada vez que tachaba un día en el calendario, mis temores crecían. ¿De verdad iba a hacer esto?

El vuelo estaba programado para el 1 de junio, y mi hijo y su esposa nos llevaron al aeropuerto. Viajamos con cuatro maletas que contenían pertenencias personales, además de nuestro perro fiel, de diez años de edad, y un gato, de diecinueve. No sin una pizca de ansiedad, partimos a una aventura.

Una vez en el aire, supe que no habría marcha atrás, me gustara o no. En el curso del vuelo, mis pensamientos no cesaron de volver a casa, y mi mente de reproducir las sollozantes despedidas de nuestros familiares y amigos. Dejarlos fue una de las experiencias más difíciles que haya tenido en la vida.

El avión aterrizó tres horas después. Cuando salí al aire fresco y miré el paisaje pensé que igual podía haber aterrizado en la luna. ¡Todo era muy extraño! Los hermosos árboles, jardines y lagos que me habían rodeado toda la vida eran reemplazados ahora por una tundra desierta. Era junio y en algunos lugares aún había montículos de nieve.

Cuando nos abrimos paso por la ciudad, pareció que atravesáramos la última frontera de Canadá. Unas cuantas tiendas salpicaban la avenida principal, no había semáforos y las aceras eran prácticamente inexistentes. Aunque era junio, la gente usaba parkas todavía. En menos de diez minutos llegamos a nuestro “hogar lejos del hogar”, un departamento de 65 metros cuadrados en un segundo piso. En nuestros treinta y nueve años de matrimonio habíamos vivido siempre en casas con jardín. ¿Podría acostumbrarme a esto?

La mayoría de los inuits hablaban inuktitut. Sin embargo, la joven generación entendía el inglés y lo utilizaba en el trabajo. Así comprendí la razón de que a la gente le agrade conversar en su lengua materna; era un hecho que yo anhelaba escuchar el inglés. Todo era demasiado extraño.

Mi esposo se adaptó mucho antes que yo. Sentía nostalgia, y en numerosas ocasiones cuestioné qué hacía ahí. Como debía hacer algo, conseguí un empleo en el gobierno. El inglés era ahí el idioma escrito y hablado, de modo que empecé a aclimatarme.

De todas formas, tuve que “trabajar” para sentirme integrada. Me sentía presa entre mi casa y cualquier otro sitio y extrañaba terriblemente a mi familia. Ron volaba a menudo a otras comunidades y me dejaba sola varios días seguidos. Me sentía muy aislada cuando él hacía esos viajes, aunque sabía que su trabajo era importante para él.

Cuando cumplimos un año de vivir ahí, lo antes desconocido se había vuelto normal. Yo me sentía cada vez más a gusto con todo lo novedoso. Estar lejos de lo que conocía y amaba me dio la oportunidad de explorar dones y talentos que no sabía que tenía. Uno de ellos fue abrir en nuestra iglesia una pequeña librería cristiana atendida por voluntarios. Otras dos personas y yo invertíamos mucho tiempo ahí. Bautizamos la librería como Bendiciones.

Cuando el obispo nos preguntó si queríamos prolongar nuestra estancia, nos comprometimos a dos años más. Al final permanecimos cinco años, y aunque nunca acepté el clima y otros aspectos de la vida en el Ártico, acabé por amar a la gente y las tradiciones del norte. También aprendí mucho de mí misma. Las experiencias nuevas nos permiten aprender y crecer y abren la puerta a recuerdos que perduran toda la vida.

~Carolyn McLean



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