Читать книгу Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ - Amy Newmark - Страница 7

Cocina extrema

Оглавление

Los retos hacen que descubras cosas de ti mismo que ignorabas.

~CICELY TYSON

Durante la primera mitad de mi vida, probar cosas nuevas no pasó de que rociara mis ensaladas con aderezos de marcas diferentes. Por muchos años, consumí y cociné platos típicos del Medio Oeste estadunidense. Admito que mis cenas no ofrecían gran variedad: los guisos a la cazuela, el pollo asado y el pastel de carne eran los manjares que predominaban en el menú.

Al poco tiempo de haberme casado, mi esposo me informó que había llegado la hora de que saliera de mi zona de confort y dejara de preparar recetas fáciles. Fue una forma amable de decirme que estaba harto de mis platillos.

Cuando ofreció llevarme a cenar a un restaurante cercano que presumía de su buffet, acepté encantada. Supuse que era imposible que estuviera en un error, e imaginé grandes cantidades de suculentas comidas repletas de carbohidratos.

Una vez que ordenamos nuestras bebidas, nos sumamos a la legión de hambrientos que examinaban el buffet. Yo giré a la izquierda y él se aventuró a la derecha. Llené mi plato con una ensalada que, desde luego, cubrí con mi aderezo de costumbre y volví a la mesa. Comía un pan cuando mi esposo regresó con un plato colmado de patas de cangrejo.

Yo ya conocía las patas de cangrejo. Las había visto en cangrejos, así como en fotografías y en Discovery Channel. Pero no estaba lista para la espigada y compleja maraña que mi marido puso frente a mis ojos.

Ésa no era una receta fácil. Era una receta complicadísima, sobre todo porque causó que se me revolviera el estómago.

Él tomó unas curiosas pincitas y las chasqueó ante mí.

—Empieza tú —me dijo y sacudí la cabeza—. ¡Al menos pruébalas! Te hará bien probar algo nuevo.

Levanté un par de aquellas patas, lo dejé caer y rezongué:

—Huelen raro. ¡Y parecen una araña gigante!

Alcé la mirada con la esperanza de que alguno de los comensales a nuestro alrededor saliera en mi rescate, pero nadie nos veía. Todos estaban demasiado ocupados con sus propias pilas de patas de cangrejo.

Minutos antes creí estar rodeada por individuos decentes y refinados. No era una receta fácil. Era una receta complicadísima. Ahora el restaurante era para mí una sala atestada de cavernícolas que prensaban conchas y desgarraban la carne de sus cangrejos con tenedores diminutos.

Blanca carne de cangrejo salpicaba el suelo. La mantequilla relucía no sólo en un tazón en nuestra mesa, sino también en la barbilla del vecino. La atractiva mujer que lo acompañaba tomó una pata y la quebró con un chasquido. Aparte de hacer compras durante el Black Friday, eso era lo menos civilizado que yo hubiera presenciado alguna vez.

Pero como hasta yo misma me permito probar cosas nuevas, me dije que las patas de cangrejo serían indudablemente deliciosas, por extravagantes que parecieran. Y por lo visto, todos los comensales experimentaban una especie de nirvana culinario.

Mi marido sonrió con aire de aprobación y me recordó lo apropiado que era que probara algo nuevo. Me enseñó a usar las extrañas pinzas y a doblar y quebrar la concha para que pudiera meter el tenedor y sacar la carne.

Cuando al fin conseguí prensar un cangrejo, ya me había comido un par de trozos de concha y tenía cortado un dedo. Acabé por usar la punta del cuchillo para extraer la carne. Los pedacitos que cubrieron mi plato alcanzaron para llenar una cuchara.

Nunca antes había tenido que hacer tanto esfuerzo para llevarme algo a la boca. Pensé que si un día quedaba varada en una isla desierta, moriría de hambre si sólo podía comer cangrejo.

Para mi gran sorpresa, me gustó. Disfruté de su peculiar y agradable sabor. ¡Ojalá hubiera podido sacar más de su envoltura y depositarlo en mi cuchara!

Mientras forcejeaba para sumergir en mantequilla los trozos que había sido capaz de reunir, mi esposo retornó de otro recorrido por el buffet. A ese ritmo, él se terminaría sus guisos y estaría muy avanzado en el postre antes de que yo pudiera obtener suficiente carne para formar un segundo bocado.

Había regresado con lo que parecían unos insectos grandes y espantosos. Me horroricé cuando tomó una de esas criaturas.

—¿Estás loco? —chillé—. ¡Cómo es posible que te guste eso!

—Son langostinos, ¡y es mucho más fácil comerlos! Mira, basta con que les tuerzas la cabeza, pinches la cola y succiones la carne. ¡Están riquísimos!

Busqué a mi lado una cámara de televisión. ¿Me estaban gastando una broma? ¿Alguien me filmaba en secreto para un episodio de Fear Factor?

Lo señalé y susurré:

—¡Baja eso, por favor!

Cuando accedió, tendí sobre el plato mi servilleta, a modo de sudario. Justo en ese momento la mesera pasó junto a nosotros y preguntó:

—¿Puedo retirar este plato?

Resistí el impulso de abrazarla y asentí.

Ha transcurrido algo de tiempo desde mi primera experiencia con los mariscos, que me causó terror y me hizo pasar hambre. Ahora ya domino el arte de abrir un cangrejo. ¡Ah, qué satisfactorio es doblar, trozar y abrir una concha para extraer de ella una suculenta pieza de carne intacta! Se me hace agua la boca de sólo pensarlo.

En cuanto a los langostinos, aún no me habitúo a ellos. Si tú los aprecias y los juzgas deliciosos, te creo. En verdad confío en tu palabra.

Me alegra informar que, al correr de los años, me he entretenido mucho probando platillos nuevos, al grado de que ya intercambié papeles con mi esposo.

La semana pasada preparé un guiso con una guarnición de quinoa y hierbas finas. Él vio su plato y me miró antes de que tomara el tenedor y lo hundiera en la ensalada.

—¿Y esto qué es? ¡Parece alpiste!

Le sonreí al otro lado de la mesa.

—Cómelo —le dije—. Te hará bien probar algo nuevo.

~Ann Morrow



Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ

Подняться наверх