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La noche adelantaba en silencio, apenas iluminada por pálidos luceros.

La fuente sollozaba en el fondo del jardín.

Algunas aves nocturnas se detenían graznando sobre las tapias.

Un viento helado agitaba las copas de los árboles y gemía lúgubremente al entrar por el balcón para mover la flama de la vela y la cabellera de D. Carlos.

La campana de la torre inmediata sonaba tan melancólica, tan lenta, como si repitiera el toque de agonías.

El pobre joven, no de otro modo que si huyera de la tempestad de su propia conciencia, repentinamente corrió hacia el balcón y se inclinó demasiado como para precipitarse al vacío, pero en el acto se retiró diciendo con profunda tristeza:—Está muy cerca el suelo.

Luego con firme pulso, pero deteniéndose á cada momento para reflexionar sobre lo que hacía, escribió dos cartas; una para el criado que había dejado en México cuidando su casa y la otra dirigida al Padre José.

La primera decía:

Mariano: Estoy enfermo. Cuando recibas esta carta ya no existiré. Ocurre á mi notario y él te dará los títulos de propiedad de la casa que te ofrecí por tus buenos servicios......

La otra carta estaba concebida en estos términos:

Padre: Hay infortunios superiores á las fuerzas humanas. El vacío del corazón, la ingratitud del mundo y el oprobio inmerecido no tienen remedio. Yo no he sido culpable hasta este momento, pero mi porvenir está vacío de esperanzas; la tierra me abandona y el cielo ya no me oye. Hay un abismo en mi pasado; tengo una enfermedad incurable en el corazón, que devora mi vida. El destino ha pronunciado su oráculo: soy desgraciado y necesito morir. No desconozco que hago mal, pero me es imposible retroceder. Perdóneme que haya venido á turbar con mis pasiones la calma de este retiro consagrado á la oración. Ruego á Ud. que mi cadáver se oculte en un rincón ignorado. El capital que tengo en su poder, cuya existencia sólo Ud. conoce, repártalo á los pobres sin mentar mi nombre. Querido y muy querido Padre, como último favor le pido que olvide para siempre á su infeliz amigo

Carlos Félix.

Concluida esta carta, la puso con la otra en un extremo de la mesa y vacilando como si caminara entre tinieblas, se dirigió á su caja de viaje, sacó una gran pistola de chispa y con febril violencia, se colocó la extremidad del cañón en el pecho, tirando del martillo que sonó ásperamente, pero el arma no dió fuego.

El desdichado intentó dispararse por segunda vez y todo fué inútil; el ambiente húmedo del camino había descompuesto la pólvora.

Entonces, con los cabellos en desorden y los ojos inyectados de sangre, volvió á dirigirse á la caja y apresuradamente, como si temiera perder la ocasión de morir, tomó un paquete de sales, vació una parte en el vaso de agua y mirando que los polvos no se disolvían, con la mano trémula y en movimiento giratorio, sacudió el vaso fuertemente y se llevó á los labios el veneno, mas en el acto volvió á ponerlo en la mesa porque había escuchado golpear suavemente la puerta y la voz del Padre José que le decía:—Señor Magistrado, aquí está la niña.

En el reloj del convento habían dado las doce.

María Luisa, Leyenda Histórica

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