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XI.

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El aturdido Magistrado corrió hasta la puerta extendiendo los brazos para impedir que se abriera, pero ya era tarde.

Un torrente de luz, de armonías y de perfumes inundó la estancia y una lluvia de rosas cubrió el pavimento mientras D. Carlos retrocedía lleno de asombro hasta chocar con la pared.

Colocada en el umbral de la puerta, estaba como celeste aparición, una virgen cándida, modesta y hermosísima, vestida de aljofaradas flores y coronada de diamantes.

Arquetipo del cielo, apocalíptica escultura, preciosa imagen de la Madre de Dios, con los brazos abiertos dirigiéndose al joven, parecía envolverlo en sus miradas y decirle:—Yo soy la virgen del amor sin límites. Venid á mí los que tenéis pesares y os aliviaré. Yo he sufrido mucho y sé consolar á los que lloran, mi amor es inmortal y mis caricias dan la gloria.

En aquella imagen hallábase algo superior á la belleza plástica.

Sus cabellos flotaban en ondas de oro salpicadas de perlas, sus ojos vertían raudales de luz celestial, su boca era una concha de nácar y su semblante iluminada por la luz prismática de la fulgente diadema, ofrecía todos los encantos de la mujer velados por la mística pureza de los ángeles.

Sobre su pecho y casi escondido entre las blondas de la túnica, mostraba un corazón de rubíes que parecía palpitar con amorosa trepidación.

A su lado el venerable sacerdote, revestido con sus ornamentos sagrados, tenía en la mano un cáliz de oro cubierto con blancas telas de seda; inspirado por un fuego divino, murmuraba palabras de misericordia.

Al compás de una música suave, cuyas notas remedaban suspiros y plegarias, salían del claustro inmediato voces melancólicas y dulces que clamaban: "Ruega por nosotros, María, madre de los huérfanos, ángel de los ángeles, consuelo de los desgraciados, reina del paraíso, salud de los enfermos."

—¡María! ¡María!—Exclamó D. Carlos con voz desgarradora y se dejó caer en el sillón poniéndose una mano en la boca como si temiera descubrir algún secreto misterioso.

La música cesó, los padres que habían llevado la estatua desde la iglesia, la colocaron sobre la mesa y pusieron á sus piés dos velas encendidas y un gran libro con broches de oro, retirándose inmediatamente.

Después de cerrar la puerta, el prelado dijo cariñosamente á su amigo:—Ya tiene Ud. á la virgen; ahora vamos al banquete.

D. Carlos no respondió; continuaba sentado pasándose á veces la mano sobre la frente como para desechar algún pensamiento que lo tiranizaba.

Su pecho se deprimía y se ensanchaba con precipitación y sus lágrimas rodaban hasta el suelo.

El momento era grande y solemne.

La mesa del suicida se había convertido en altar de la misericordia.

María Luisa, Leyenda Histórica

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