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A. Augusto. El Principado

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Asesinado César en los idus de marzo del 44 a.C., el poder se otorga por plebiscito a un triunvirato, el segundo, formado por Marco Antonio, militar de confianza de César; Octavio Augusto, sobrino, heredero e hijo adoptivo de César, y Lépido. Este último renuncia pasados unos años, y Marco Antonio, al mando de los ejércitos de las provincias de Oriente y Egipto, se enfrenta a Octavio al mando del ejército de Occidente, que le derrota en la definitiva batalla de Actium el año 31 a.C. Del 31 al 23 a.C., Octavio se presenta y es reelegido cada año a la magistratura de cónsul.

El 13 de enero del año 27 a.C. en una solemne sesión del Senado, Augusto renuncia formalmente a todos sus poderes y cargos y manifiesta su intención de restaurar la tradición republicana una vez que ha salvado la patria de la desintegración y ha castigado a los asesinos de César. Sin embargo, el Senado no acepta su renuncia y le ratifica en su posición política, concediéndole todavía más poderes y honores: le concede el título de pater patriae (padre de la patria); el título de Augusto, que hace referencia al augurado, al bien visto por los dioses, y que quizás sea lo que hace decir a Augusto que a partir del año 27 no tuvo mayor potestas que los demás magistrados, pero sí fue el primero en auctoritas; le otorga poder, imperium, durante diez años sobre las provincias no pacificadas y le otorga el título de Princeps Senatus, considerado como el de mayor prestigio en el Senado.

En el año 23 a.C. se le conceden a Augusto dos poderes de naturaleza claramente republicana: la tribunicia potestas –con todo lo que la misma supone: derecho de veto, carácter sacrosanto, control de las demás magistraturas, etc.– y el imperium proconsulare maius et infinitum (es decir, sin límite de tiempo) sobre las provincias no pacificadas y de hecho sobre todas las provincias del Estado.

Se configura, por tanto, a partir del 27 a.C., y se consolida el 23 a.C., una nueva fórmula política que se conoce con el nombre de Principado, con el que se alude a que hay una persona, princeps, que es el primero y está a la cabeza del Estado. Augusto no se considera un rex, un monarca, sino el ciudadano con mayor auctoritas y, en la práctica, con mayor poder. La aversión a la Monarquía impide que la nueva concepción del poder político lleve aparejada la transmisión dinástica del poder real.

La valoración del Principado de Augusto ha dado lugar a divergentes puntos de vista en la doctrina. Los estudiosos oscilan entre quienes entienden que se trata de una evolución de la constitución republicana con un nuevo órgano, el princeps, hasta quienes opinan que el Principado no se distingue de las monarquías de carácter absoluto. Lo que parece evidente es que la paz augustea que dura cuarenta años supone un período de prosperidad económica, de esplendor de las artes y las letras, de desarrollo de las obras públicas y de pérdida de las libertades políticas. El ciudadano pierde protagonismo y el Príncipe acentúa su poder con marcadas notas de autoritarismo, si bien formalmente el Senado y las Asambleas son quienes conceden los poderes extraordinarios a Augusto.

Augusto fue un político diplomático, con sentido del Estado, con ambición de poder, con el carisma personal que supone su posición de vencedor y pacificador tras cruentas guerras civiles, pero fue al propio tiempo el político que institucionalizó la desaparición de la democracia republicana y relegó definitivamente a las asambleas populares, como protagonistas de la actividad política.

Un año antes de morir, el 13 a.C., Augusto otorga testamento, que deposita en el templo de las Vestales, y unas memorias o escrito autobiográfico, Res gestae divi Augusti, destinado a grabarse en bronce en su mausoleo y en monumentos representativos situados en las provincias. Se conservan fragmentos de estas memorias correspondientes a inscripciones en Ankara y Antioquía.

La historiografía de la época está dividida entre historiadores favorables e historiadores contrarios al nuevo régimen. Patércolo, próximo a los vínculos imperiales, muestra la nueva fórmula política augustea del modo siguiente: «Acabaron las guerras civiles que habrían durado veinte años, terminaron también las guerras exteriores y volvió la paz, desapareciendo por doquier el temor de las batallas, se restableció la fuerza de las leyes, la autoridad de los tribunales y la grandeza del Senado, el poder de los magistrados volvió a adquirir su antigua importancia, restituyéndose al Estado su forma antigua. Los campos se trabajan de nuevo, se veneran las cosas sagradas, los hombres recobraron su tranquilidad y cada uno es propietario de sus bienes».

Ya en el siglo II, para Tácito, la caída de la República había supuesto la desaparición de las antiguas virtudes. Augusto había restablecido la paz, pero esta paz había costado a los romanos la pérdida de la libertad. Por el contrario, un contemporáneo de Tácito, Suetonio, nos presenta a Augusto como un gobernante generoso, justo y clemente.

El problema de la sucesión en el Principado constituye el talón de Aquiles del nuevo régimen. Formalmente, la teoría oficial augustea de que se había restaurado la República, impuso la apariencia del reconocimiento que las asambleas y el Senado prestaban a cada nuevo Príncipe gobernante. Tenemos noticias de una ley rogada «de imperio» de Vespasiano, del año 69 d.C., que tendría esta finalidad. Pero se trataba sólo de una apariencia formal, de la que no existen referencias a partir de entonces. De hecho, las asambleas populares dejan de reunirse en el curso del siglo I d.C., y el protagonismo político es asumido por el Príncipe, el Senado y el Ejército.

La idea de la transmisión dinástica del poder, propia de una determinada concepción de la Monarquía, no es aceptada en el Principado. Según las épocas, en la designación del nuevo Príncipe juegan un papel esencial o el gobernante en el poder que al tener carácter vitalicio, asociaba a su persona e inviste de poderes a quien él considera que puede sucederle, o bien el Senado, apoyando un candidato bien visto por los senadores, o bien el Ejército, con mayor poder de decisión a medida que avanza el nuevo régimen. El análisis teórico y la compleja casuística derivada de los supuestos de transmisión, rechazo y usurpación del poder imperial, ha sido realizado por Amarelli.

Se considera que el Principado comienza en el año 27 a.C. con Augusto y está vigente hasta el año 235 d.C. en que muere Alejandro Severo y tiene lugar un período de cincuenta años de anarquía militar que finaliza con la llegada al poder de Diocleciano que inaugura un período de gobierno absoluto, sin el respeto a las formas del Principado, conocido con el nombre de Dominado, en atención a que se considerará que el máximo gobernante ocupa una posición de dominus, es decir, dueño o señor en relación con los súbditos (que reciben esta denominación y no la de ciudadanos en atención a su condición de sometidos al nuevo orden) y con el territorio estatal.

Cuatro dinastías monopolizan prácticamente los más de dos siglos y medio de la nueva etapa: la de los Julio-Claudios, que eran personas próximas al entorno familiar de Augusto; la de los Flavios, la de los Antoninos y la de los Severos. Augusto propone como sucesor a Tiberio, casado con su única hija, Livia. Tiberio gobierna con el concurso de magistrados, Senado y Asambleas. A su muerte, ocurrida por causas naturales, le suceden una serie de Príncipes que o bien son asesinados (Calígula y Claudio) o bien se suicidan (Nerón). Es un período de crisis grave, al que sigue un año de anarquía militar.

En el año 69, Vespasiano es proclamado Príncipe por el Ejército y ratificado por el Senado y la Asamblea. A Vespasiano le suceden Tito y Domiciano, que es asesinado. En el 96, Nerva, apoyado por el Senado, es proclamado Príncipe y comienza la dinastía de los Antoninos con la que se inicia un período de paz y progreso. En esta dinastía destacan dos Príncipes nacidos en la Hispania Romana, en Itálica (cerca de Sevilla), Trajano y Adriano. A Adriano le suceden Marco Aurelio y Cómodo. La sucesión con los Antoninos se caracteriza por el acierto en el sistema de adopción por el Príncipe gobernante de un sucesor digno para tal cargo. El más incapaz, Cómodo, muere asesinado y comienza un período caracterizado por la designación del Príncipe por el Ejército, que se convierte en el órgano político clave.

Los Príncipes, que ya pueden denominarse más técnicamente Emperadores, son proclamados como tales por los ejércitos: Septimio Severo, Caracalla, Heliogábalo y Alejandro Severo constituyen la dinastía de los Severos, que está en el poder hasta el año 235 d.

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