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CAPÍTULO 3

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ANALIZAR EL CEREBRO:

LA REVOLUCIÓN DE

LA NEUROCIENCIA

Si pudiéramos mirar a través del cráneo el cerebro de una persona consciente, y si las zonas de excitabilidad óptima estuvieran iluminadas, deberíamos ver sobre la superficie cerebral un punto luminoso, con unos fantásticos y ondulantes bordes con un tamaño y una forma en constante fluctuación, rodeado por oscuridad, más o menos profunda, cubriendo el resto del hemisferio.

–Ivan Pavlov

Se observa mucho mirando.

–Yogi Berra

A principios de los noventa, las nuevas técnicas de imagen cerebral nos dieron la posibilidad nunca antes imaginada de comprender de forma sofisticada cómo el cerebro procesa la información. Máquinas gigantescas, que valen varios millones de dólares, basadas en la física avanzada y en la informática convirtieron rápidamente la neurociencia en uno de los ámbitos de investigación más populares. La tomografía por emisión de positrones (PET) y más adelante la resonancia magnética funcional (RMf) permitieron a los científicos visualizar cómo se activan diferentes partes del cerebro cuando la gente realiza ciertas tareas o cuando recuerda acontecimientos del pasado. Por primera vez, podíamos ver el cerebro procesando recuerdos, sensaciones y emociones y empezamos a cartografiar los circuitos de la mente y de la consciencia. La tecnología anterior de medición de las sustancias químicas cerebrales como la serotonina o la norepinefrina permitió a los científicos observar qué alimentaba la actividad neural, que es como intentar comprender el motor de un coche estudiando la gasolina. Las imágenes neuronales permitieron ver dentro del motor. Por eso, también transformaron nuestros conocimientos sobre el trauma.

La Facultad de Medicina de Harvard estaba y está a la vanguardia de la revolución de la neurociencia, y en 1994 un joven psiquiatra, Scott Rauch, fue nombrado primer director del laboratorio de neuroimagen del Massachusetts General Hospital. Después de considerar las cuestiones más relevantes a las que podía responder esta nueva tecnología y de leer algunos artículos que yo había escrito, Scott me preguntó si pensaba que podríamos estudiar el cerebro de las personas que tienen flashbacks.

Yo había acabado recientemente un estudio sobre cómo se recuerda el trauma (descrito en el capítulo 12), en el que los participantes me contaban constantemente lo angustiante que era verse asaltado repentinamente por imágenes, sentimientos y sonidos del pasado. Cuando varios dijeron que desearían saber qué mal trago les estaba jugando su cerebro durante esos flashbacks, les pregunté a ocho de ellos si estarían dispuestos a volver a la clínica y permanecer inmóviles en un escáner (una experiencia completamente nueva que les describía en detalle) mientras recreábamos una escena de los acontecimientos dolorosos que los asaltaban. Para mi sorpresa, los ocho aceptaron, y la mayoría expresó su esperanza de que lo que descubriéramos sobre su sufrimiento pudiera ayudar a otras personas.

Mi asistente de investigación Rita Fisler, que trabajó con nosotros antes de matricularse en la Facultad de Medicina de Harvard, se sentó con todos los participantes y construyó minuciosamente un guion que recreaba su trauma momento a momento. Deliberadamente, intentamos recopilar fragmentos aislados de su experiencia (imágenes, sonidos y sentimientos concretos) en lugar de toda la historia, porque así es como se experimenta el trauma. Rita también pidió a los participantes que describieran una escena en la que se sintieran seguros y bajo control. Una persona describió su rutina matinal; otra, sentarse en el porche de un granja de Vermont mirando las colinas. Posteriormente, usaríamos este guion para un segundo escáner, para obtener una medición basal.

Una vez que los participantes comprobaban la precisión de los guiones (leyéndolos en silencio, menos abrumador que escucharlos o pronunciarlos), Rita preparaba una grabación que reproducíamos mientras estaban en el escºner. Este sería un guion tipo:

Tienes seis años y estás a punto de acostarte. Escuchas a tu madre y a tu padre gritándose. Estás aterrorizado y tienes un nudo en el estómago. Tú y tus hermanos pequeños estáis apiñados en lo alto de las escaleras. Miras por encima de la barandilla y ves a tu padre sujetando a tu madre por el brazo mientras ella lucha para liberarse. Tu madre está llorando, escupiendo y bufando como un animal. Se te enciende el rostro y sientes mucho calor por todo el cuerpo. Cuando tu madre se libera, corre hacia el salón y rompe un jarrón chino muy caro. Gritas a tus padres que paren, pero te ignoran. Tu madre corre escaleras arriba y escuchas cómo rompe el televisor. Tus hermanos pequeños intentan ayudarla a esconderse en un armario. Tu corazón late con fuerza y estás temblando.

En esta primera sesión, explicábamos el propósito del oxígeno radiactivo que respirarían los participantes: al activarse más o menos metabólicamente algunas partes de su cerebro, su nivel de oxígeno cambiaría inmediatamente, lo cual sería registrado por el escáner. Nosotros controlaríamos su presión sanguínea y el ritmo cardiaco a lo largo de todo el proceso, para poder comparar esos signos fisiológicos con la actividad cerebral.

Al cabo de unos días, los participantes vinieron al laboratorio de imagen. Marsha, una maestra de cuarenta años de un suburbio de Boston, fue la primera voluntaria en hacerse el escáner. Su guion la transportaba a trece años atrás, hasta el día en que fue a recoger a su hija de cinco años, Melissa, de un campamento diurno. Al salir, Marsha escuchó un pitido insistente, indicándole que el cinturón de Melissa no estaba bien abrochado. Al intentar Marsha abrocharlo bien, se saltó un semáforo en rojo. Un coche chocó contra el suyo por la derecha, matando al instante a su hija. En la ambulancia hacia el hospital, el bebé de siete meses que Marsha llevaba en el vientre también falleció.

De la noche a la mañana, Marsha pasó de ser una mujer feliz que era la alegría en todas las fiestas a una persona torturada y deprimida llena de culpabilidad. Dejó de dar clases para pasar al departamento de administración de la escuela, porque trabajar directamente con niños le resultaba insoportable; como les pasa a muchos padres que han perdido a sus hijos, las sonrisas felices de los niños se convierten en potentes detonantes. Incluso escondida detrás de la burocracia, apenas lograba superar el día a día. En un intento inútil de mantener sus sentimientos a raya, trabajaba de día y de noche. Yo estaba al lado del escáner mientras Marsha estaba dentro y podía seguir sus reacciones fisiológicas en un monitor. En el momento en que empezamos a reproducir la cinta, su corazón empezó a acelerarse y su presión sanguínea subió mucho. El simple hecho de escuchar el guion activaba las mismas respuestas fisiológicas que ocurrieron durante el accidente cinco años atrás. Cuando terminó la cinta y el ritmo cardiaco y la presión sanguínea de Marsha volvieron a la normalidad, reprodujimos el segundo guion: salir de la cama y lavarse los dientes. En esta ocasión, su ritmo cardiaco y la presión sanguínea no cambiaron.


Representación del cerebro bajo el trauma: Los puntos brillantes en (A) el cerebro límbico y (B) la corteza visual mostraban un aumento de la activación. En la representación (C) el centro del habla muestra una activación notablemente reducida.

Al salir del escáner, Marsha parecía derrotada, fuera de sí y paralizada. Respiraba superficialmente, con los ojos bien abiertos y los hombros encorvados; la viva imagen de la vulnerabilidad y la indefensión. Intentamos reconfortarla, pero me preguntaba si algo de lo que habíamos visto compensaría su aflicción.

Después de que los ocho participantes siguieran el mismo proceso, Scott Rauch se puso a trabajar con sus matemáticos y sus estadísticos para crear imágenes compuestas que compararan la activación creada por los flashbacks con el cerebro en situación neutra. Al cabo de algunas semanas me envió los resultados, que verán a continuación. Me puse los escáneres en la nevera de mi cocina y, durante los meses siguientes, los miré cada tarde. Se me ocurrió que así era como los primeros astrónomos debían sentirse al mirar por el telescopio una nueva constelación.

Había algunos puntos y colores confusos en el escáner, pero la mayor área de activación cerebral (una gran zona roja en el centro inferior derecho del cerebro, que es el área límbica o cerebro emocional) no fue ninguna sorpresa. Ya sabíamos que las emociones intensas activan el sistema límbico, en concreto un área de este llamado amígdala. Dependemos de la amígdala para que nos avise de los peligros inminentes y para activar la respuesta de estrés del cuerpo. Nuestro estudio mostraba claramente que cuando a las personas traumatizadas se les muestran imágenes, sonidos o ideas relacionados con su experiencia particular, la amígdala reacciona con alarma (incluso, como en el caso de Marsha, trece años después del acontecimiento). La activación de este centro del miedo desencadena la cascada de hormonas del estrés e impulsos nerviosos que elevan la presión sanguínea, el ritmo cardiaco y el consumo de oxígeno (preparando al cuerpo para escapar o luchar).1 Los monitores conectados a los brazos de Marsha registraban este estado fisiológico de agitación, aunque nunca perdió totalmente de vista que estaba tranquilamente tumbada en el escáner.

El cuerpo lleva la cuenta

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