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EL CEREBRO DE ABAJO HACIA ARRIBA

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La tarea más importante de nuestro cerebro es garantizar nuestra supervivencia, incluso bajo las condiciones más miserables. Todo lo demás es secundario. Para ello, el cerebro debe: (1) generar las señales internas que registren qué necesita nuestro cuerpo, como comida, descanso, protección, sexo y cobijo; (2) crear un mapa del mundo para indicarnos dónde ir para satisfacer estas necesidades; (3) generar la energía y las acciones necesarias para llevarnos allí; (4) avisarnos de los peligros y las oportunidades en el camino, y (5) adaptar nuestras acciones según los requisitos del momento.4 Y como los seres humanos somos mamíferos, criaturas que solo pueden sobrevivir y prosperar en grupo, todos estos imperativos requieren coordinación y colaboración. Los problemas psicológicos aparecen cuando nuestras señales no funcionan, cuando nuestros mapas no nos llevan allí donde tenemos que ir, cuando estamos demasiado paralizados para movernos, cuando nuestras acciones no se corresponden con nuestras necesidades, o cuando se rompen nuestras relaciones. Todas las estructuras cerebrales que describo desempeñan un papel en estas funciones esenciales y, como veremos, el trauma puede interferir con todas ellas.

Nuestro cerebro racional y cognitivo es en realidad la parte más joven del cerebro y ocupa solo aproximadamente el 30 % del espacio dentro del cráneo. El cerebro racional se ocupa básicamente del mundo exterior: comprender cómo funcionan las cosas y las personas y saber cómo cumplir nuestros objetivos, gestionar nuestro tiempo y secuenciar nuestras acciones. Debajo del cerebro racional se encuentran dos cerebros evolutivamente más viejos y, hasta cierto punto, separados, encargados de todo lo demás: el registro momento a momento y el manejo de nuestra fisiología corporal y la identificación del confort, la seguridad, la amenaza, el hambre, la fatiga, el deseo, las ganas, la activación, el placer y el dolor.

El cerebro se construye desde abajo. Se desarrolla nivel a nivel en cada niño en el útero, como durante la evolución. La parte más primitiva, la parte que ya está conectada cuando nacemos, es el antiguo cerebro animal, a menudo llamado cerebro reptiliano. Se encuentra en el tronco cerebral, justo encima del lugar en el que la médula espinal entra en el cráneo. El cerebro reptiliano es el responsable de todo lo que pueden hacer los recién nacidos: comer, dormir, despertar, llorar, respirar; notar la temperatura, el hambre, la humedad y el dolor; y liberar el cuerpo de toxinas orinando y defecando. El tronco cerebral y el hipotálamo (que se encuentra directamente encima) controlan conjuntamente los niveles de energía del cuerpo. Coordinan el funcionamiento del corazón y de los pulmones y también los sistemas endocrino e inmunológico, garantizando que estos sistemas básicos para la vida se mantengan dentro del equilibrio interno relativamente estable conocido como homeostasia.

Respirar, comer, dormir, hacer pis y caca son tan fundamentales que su importancia se olvida fácilmente cuando pensamos en las complejidades de la mente y del comportamiento. Sin embargo, si tenemos el sueño alterado o nuestros pulmones no funcionan bien, o si siempre tenemos hambre, o si el hecho de que nos toquen nos da ganas de gritar (como suele sucederles a los niños y adultos traumatizados), todo el organismo se ve abocado al desequilibrio. Es sorprendente ver cuántos problemas psicológicos implican dificultades con el sueño, el apetito, el tacto, la digestión y la activación. Cualquier tratamiento efectivo de un trauma debe incluir estas funciones básicas de mantenimiento del orden del cuerpo.

Justo encima del cerebro reptiliano se encuentra el sistema límbico. También se conoce como cerebro de los mamíferos, porque todos los animales que viven en grupo y que cuidan a sus crías tienen uno. El desarrollo de esta parte del cerebro realmente empieza cuando el bebé nace. Es el centro de las emociones, el monitor del peligro, el juez sobre lo que es agradable o espantoso, el árbitro de lo que es importante o no para la supervivencia. También es el puesto de mando central para hacer frente a los retos de vivir en nuestras complejas redes sociales.

El sistema límbico se conforma en función de la experiencia, junto con la propia composición genética del niño y su temperamento innato. (Como todos los padres con varios hijos saben, desde su nacimiento, los niños reaccionan con una intensidad y de una forma diferente ante acontecimiento similares). Todo lo que le sucede a un bebé forma parte del mapa emocional y perceptual del mundo que crea su cerebro en desarrollo. Como explica mi compañero Bruce Perry, el cerebro se forma «en función de su uso».5 Es otra forma de describir la neuroplasticidad, el descubrimiento relativamente reciente de que las neuronas «se encienden juntas, se conectan juntas». Cuando un circuito se enciende repetidamente, puede tratarse de una configuración defectuosa (la respuesta más probable que se produzca). Si nos sentimos seguros y amados, nuestro cerebro se especializa en la exploración, el juego y la cooperación. Si nos sentimos atemorizados y no deseados, se especializa en el manejo de los sentimientos de miedo y de abandono.

Cuando somos bebés y niños, aprendemos sobre el mundo moviéndonos, agarrando cosas y gateando, y descubriendo qué sucede cuando gritamos, sonreímos o protestamos. Estamos experimentando constantemente con lo que nos rodea: ¿cómo cambian nuestras interacciones el modo en que se siente nuestro cuerpo? Si vamos a una fiesta de cumpleaños de una niña de dos años, veremos cómo la pequeña solicita nuestra la atención, juega con nosotros, experimenta con nosotros, sin necesitar el lenguaje para nada. Estas primeras exploraciones configuran las estructuras límbicas dedicadas a las emociones y a la memoria, pero estas estructuras también pueden ser modificadas significativamente por las experiencias posteriores, para mejor en el caso de una bella amistad o de un bonito primer amor o para peor en el caso de un ataque violento, un acoso incesante o un abandono.

Conjuntamente, el cerebro reptiliano y el sistema límbico componen lo que llamaré «cerebro emocional» a lo largo de este libro.6 El cerebro emocional está en el centro del sistema nervioso central, y su principal tarea es buscar nuestro bienestar. Si detecta el peligro o una oportunidad especial (como una pareja prometedora) nos avisa liberando un chorro de hormonas. Las sensaciones viscerales resultantes (que pueden ir desde un leve mareo a un apretón de pánico en el pecho) interferirán con todo aquello en lo que la mente esté centrada y harán que nos movamos (física y mentalmente) en otra dirección. Aunque sean muy sutiles, estas sensaciones ejercen una gran influencia en las pequeñas y grandes decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida: lo que elegimos comer, dónde nos gusta dormir y con quién, la música que preferimos, si nos gusta la jardinería o cantar en un coro, de quién nos hacemos amigos y a quién detestamos.

La organización celular y la bioquímica del cerebro emocional son más simples que las del neocórtex, nuestro cerebro racional, y evalúa la información entrante de una manera más global. Como resultado, saca conclusiones a partir de parecidos aproximados, a diferencia del cerebro racional, que está organizado para ordenar conjuntos de opciones complejas (el ejemplo más típico sería saltar de miedo al ver una serpiente, para darnos cuenta después de que es simplemente una cuerda enrollada). El cerebro emocional inicia planes de huida preprogramados, como las respuestas de lucha o huida. Estas reacciones musculares y fisiológicas son automáticas, se ponen en movimiento sin que lo pensemos o lo planifiquemos, haciendo que nuestras capacidades conscientes y racionales las alcancen después, a menudo mucho después de que la amenaza haya pasado.

Finalmente, llegamos a la capa superior del cerebro, el neocórtex. Compartimos esta capa exterior con otros mamíferos, pero en los humanos es mucho más gruesa. En el segundo año de vida, los lóbulos frontales, que componen la mayor parte del neocórtex, empiezan a desarrollarse rápidamente. Los filósofos antiguos consideraban los siete años como la «edad de la razón». Para nosotros, el primer curso escolar es el preludio de las cosas que están por venir, una vida organizada en torno a las capacidades del lóbulo frontal: sentarse y permanecer quieto, controlar los esfínteres, poder usar las palabras antes de actuar, comprender ideas abstractas y simbólicas, planificar el mañana, y estar en sintonía con los maestros y los compañeros de clase.

Los lóbulos frontales son responsables de las cualidades que nos hacen únicos en el reino animal.7 Nos permiten usar el lenguaje y el pensamiento abstracto. Nos capacitan para absorber y asimilar grandes cantidades de información y asignarles significado. A pesar de nuestro entusiasmo con las proezas lingüísticas de los chimpancés y los monos rhesus, solo los seres humanos dominamos las palabras y los símbolos necesarios para crear los contextos comunitarios, espirituales e históricos que conforman nuestra vida.

Los lóbulos frontales nos permiten planificar y reflexionar, imaginar y representar escenarios futuros. Nos ayudan a predecir qué sucederá si realizamos una acción (como presentarnos a un nuevo empleo) o dejar de hacer otra (como no pagar el alquiler). Hacen que las decisiones sean posibles y subyacen tras nuestra sorprendente creatividad. Generaciones de lóbulos frontales, trabajando en estrecha colaboración, han creado la cultura que nos ha permitido pasar de las canoas fabricadas a partir de troncos, de los carruajes tirados por caballos y las cartas a los reactores, los coches híbridos y el correo electrónico. También nos han dado las camas elásticas de Noam que salvan vidas.

El cuerpo lleva la cuenta

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